El Gran Gatsby (1925), la novela de F. Scott Fitzgerald, narra la historia de un hombre elegante, carismático, que parecía tenerlo todo. Jay Gatsby organizaba las fiestas más brillantes de Nueva York, no por vanidad, sino por nostalgia y aires de aspiración: cada copa, cada vals, cada luz encendida en su mansión tenía un solo propósito—atraer la atención de una mujer que vivía al otro lado del río. Pero, aunque estaba rodeado de música, gente y brillo, Gatsby siempre estuvo solo en ese mundo. Cada noche miraba una pequeña luz verde a lo lejos, donde vivía su amada. Esa luz era su esperanza, su ilusión, su sueño. Tan cercana que parecía tocable, tan lejana que le recordaba que no pertenecía del todo a ese destino que tanto anhelaba.
Y anoche, Monterrey se vistió de Gatsby.
Sobre el césped del Mundial de Clubes, Rayados fue un equipo con voz propia. Dominó la posesión, impuso el ritmo, marcó los pasos de baile en el partido. Jugó con personalidad, con orden, con ese tipo de corazón que no se entrena. Mereció más. Mucho más. Pero, al igual que el personaje de Fitzgerald, terminó viendo cómo la gloria pasaba de largo, como esa luz que titila, pero nunca llega. El esfuerzo estuvo, la propuesta estuvo, la entrega también… pero el resultado, ese juez cruel, le dio la espalda.
Con los rayados, Sergio Canales fue pura seda, un futbolista que no patea la pelota: la acaricia. Es de esos que piensan antes de recibir, y que piensan mejor al soltarla. “Tecatito” Corona mantiene un idioma intimo con la gambeta, uno que sólo entienden los que iniciaron jugando en la calle, descalzo, con porterías hechas de piedras y el alma de fuera. Deossa fue un tren cafetalero sin freno, físico brutal con intención limpia. Berterame, delantero con olor a historia, de los de antes, con mirada de guerrero que no conoce la rendición. Y Sergio Ramos… ¿Qué se puede decir?, simplemente imperial. Imponente como estatua romana, vigente como si el tiempo no le afectara. Jugó como lo que es: leyenda.
Pero el Borussia Dortmund, con menos palabras, pero más precisión, metió dos goles silenciosos. Dos toques certeros, casi sin adornos, casi sin aviso. Dos veces bastaron para romper el sueño. Y como tantas veces, nos quedamos con todo… menos con la victoria.
Monterrey se va con dignidad. Con clase. Con una historia hermosa que contar, aunque sin trofeo. Otra vez el fútbol nos deja esa sensación que duele: jugamos bien, nos ilusionamos, vibramos… pero al final, otra vez, la estampa final es la del “casi”.
Y sí, soy de los que creen que el fútbol no es solo ganar. Que hay belleza en jugar con el alma, en emocionar, en levantar al público de su asiento no por el marcador, sino por el modo en que se juega. Porque el fútbol, como la vida, también va de gestos, de coraje, de identidad. Pero también creo que ya nos toca. Ya es hora. Nos merecemos una noche redonda. Una donde la luz verde deje de ser metáfora y se vuelva foto, trofeo, grito eterno. Ya es hora de acortar esa pequeña distancia que con frecuencia nos aleja de excelencia.
Porque Monterrey jugó como los grandes. Soñó como los valientes. Pero el fútbol, como la vida, a veces no basta con estar en la fiesta. Hay que ser el dueño del baile. Y ya va siendo tiempo. Tiempo de cruzar el río. De no mirar más la luz desde lejos. De dejar de ser Gatsby viendo cómo el sueño se aleja mientras todo el jardín sigue encendido, pero sin nosotros en la historia.
Porque sí, se juega con el alma. Pero falta ese último golpe, ese último gol.
El gol que transforme una gran actuación… en una gran hazaña eterna.







