Carlos Manzo no murió por error ni por casualidad.
Lo asesinaron por creer que la política todavía podía hacerse de frente, con la gente, sin escoltas de cristal ni pactos con la impunidad.
Murió en Uruapan, entre velas encendidas y música de celebración, justo cuando el país honraba a sus muertos. A él lo sumaron a la lista.
El alcalde caminaba entre su gente cuando un comando armado lo emboscó. Las cámaras captaron la estampida, los gritos, el pánico colectivo.
La violencia irrumpió sin aviso, pero no sin aviso previo: desde hacía meses, Manzo había denunciado amenazas, solicitado apoyo federal, advertido sobre la presencia criminal en su municipio.
Nadie escuchó.
Esa indiferencia también mata.
El secretario de Seguridad Pública federal, Omar García Harfuch, aseguró que se tiene identificado el sitio donde se ocultó el agresor. Dijo que el arma homicida había sido usada en al menos dos enfrentamientos previos entre grupos delictivos.
Prometió que no habría impunidad.
Promesas. Palabras que en México se desgastan antes de llegar a las familias que entierran a sus muertos.
El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla fue echado del funeral entre gritos de “¡asesino!” y “¡hipócrita!”.
Y mientras las familias lloraban, la presidenta Claudia Sheinbaum tardaba catorce horas en publicar una condolencia.
Catorce horas de cálculo, de asesores y de silencios.
Para un país donde las balas corren más rápido que la justicia, ese retraso es una afrenta.
El síntoma detrás del silencio
Mientras Michoacán velaba a su alcalde, en otros rincones del país algunos militantes del poder se permitieron lo impensable: reír ante la tragedia.
Desde la comodidad digital, con la arrogancia de quien se siente intocable, hubo quienes convirtieron la muerte de un servidor público en una burla, en un recurso político más.
No fue un hecho aislado: es el retrato de un país que ha perdido el sentido humano del poder.
Cuando los seguidores de una causa justifican o minimizan un crimen, dejan de ser ciudadanos: se vuelven cómplices morales.
Esa impunidad emocional, ese desprecio disfrazado de ironía, es tan corrosivo como la bala que mata: ambos nacen del mismo lugar, de la deshumanización institucional.
El país se ha acostumbrado a reír donde debería llorar.
A trivializar la violencia porque se volvió cotidiana.
Y cada broma sobre un muerto público es también una confesión política: la confirmación de que el poder ya no busca justicia, sino dominación.
Michoacán no solo muestra su tragedia; nos advierte lo que sucede cuando una sociedad deja de sentir.
El caso Manzo desnuda un Estado roto.
Como Sinaloa y Guerrero, Michoacán lleva años convertido en un laboratorio de la impunidad: cárteles que imponen alcaldes, gobiernos que simulan gobernar, y una ciudadanía atrapada entre la violencia y el miedo.
Querétaro ante el espejo
Lo que ocurre en Michoacán no puede verse como algo lejano.
El Bajío queretano, hoy territorio de equilibrio político y paz relativa, se encuentra frente a un espejo que anticipa su futuro si se relajan los límites y se permite la entrada a quienes viven del caos.
Los mismos operadores, los mismos discursos que destruyeron la confianza ciudadana en Michoacán, ya rondan el centro del país con la bandera de la “transformación”.
No es ideología: es método.
La descomposición se disfraza de justicia, el desorden se vende como cambio, y la violencia se normaliza como precio del poder.
Querétaro debe verlo con claridad.
No se trata de partidos: se trata de sobrevivencia institucional.
Porque cuando el Estado cede ante la barbarie, no hay retorno posible.
Y hoy Morena en Querétaro es una roncha que debe extirparse antes de que se convierta en cáncer.
Carlos Manzo no era un héroe, era un hombre con convicciones.
Y por eso lo mataron.
Por creer que la política podía seguir siendo humana.
Por pensar que la justicia debía oírse, no tuitearse.
Y por demostrar que la decencia, en este México, sigue siendo un acto de resistencia.
Colofón: La resistencia en el Bajío
En Querétaro, hacer política hoy es una forma de resistencia.
Solo dos figuras han logrado mantenerse de pie entre los embates internos, las pugnas de grupo y el desgaste del discurso: Felifer Macías, por el PAN, y Ricardo Astudillo, por la Cuarta Transformación.
Felifer, representa la cara más seria del panismo queretano. Es metódico, cercano a la gente, con un estilo que combina juventud y disciplina. Sus números en las encuestas nacionales y locales lo colocan como el perfil más sólido del albiazul, y su figura ha sabido mantenerse al margen del ruido y del escándalo, hablando con trabajo y no con estridencia.
Del otro lado, Ricardo Astudillo se ha consolidado como el diputado federal más productivo de Querétaro. Su crecimiento no viene de la confronta ni del discurso fácil, sino de los hechos. Su liderazgo es práctico, sin dogmas, con resultados que pesan más que cualquier consigna.
Su crecimiento ha sido constante y silencioso, desplazando con hechos a Bety Robles, Luis Humberto Fernández, Gilberto Herrera y Santiago Nieto, quienes no han conseguido descalificar su trabajo ni restarle legitimidad a su gestión.
Ambos encarnan algo poco común en estos tiempos: la política que escucha más de lo que grita, que construye en vez de dividir.
Y ahí está Querétaro, ante una decisión que marcará su destino:
seguir el camino del ruido o elegir la política de resultados.
A chambear.
@GildoGarzaMx








