Hay torneos que nacen con historia y otros que apenas intentan inventarse un alma. El nuevo Mundial de Clubes, ese festival de verano disfrazado de gran evento, aún camina como quien se puso saco con sandalias: elegante tal vez, pero fuera de lugar.
Tiene un nombre rimbombante, equipos de élite, vitrinas llenas y cámaras y famosos por todos lados. Pero a pesar de todo ese aparato, huele a pretemporada, a protector solar en la banca, a partido de exhibición con filtro de Instagram. En vez de tribunas reventando, vemos estadios casi vacíos. En lugar de banderas agitándose al viento, hay influencers tomándose selfies con el sol de Miami en la nuca. La pasión parece haberse quedado en otro hemisferio menos real.
Y es que Miami, por más luces que tenga, no es tierra de epopeyas futboleras. Es más pasarela que caldera. El césped está, el balón rueda, pero falta ese murmullo colectivo, esa tensión que se respira cuando el débil se atreve a soñar. Aquí no hay olor a hazaña, apenas un eco de espectáculo bien producido. Tal vez por eso, allá aún le dicen soccer al futbol.
Y sin embargo, entre toda esa coreografía ensayada, aparecen destellos que nos devuelven la fe. Monterrey plantándole cara al Inter como si jugara por toda una liga. El Al Hilal empatando con ese Real Madrid que suele aplastar por presencia. No fueron finales ni trofeos, pero esos empates supieron a milagro, a rebelión, a orgullo que no cabe en una foto.
Es en esos momentos donde el fútbol se quita el traje de gala y vuelve a lo que siempre debe ser: un juego donde el pequeño puede besar la historia. Ahí, aunque todo a su alrededor sea falso o prestado, la pelota sigue siendo honesta. No entiende de marketing, ni de estadios fríos, ni de mares y jet set: solo de corazón y dignidad.
El Mundial de Clubes, por ahora, se parece a una foto de platillo caro: se ve bonito, pero no deja sabor. Le falta atmósfera, identidad, alma. Pero en esos segundos donde un equipo “menor” se atreve a desafiar al rey, nace algo que vale más que la gloria: la esperanza.
Y en este juego, muchos vivimos más de esperanza que de goles.