Ramón Márquez C.
Abril de 1930. Apenas recibe la invitación de Jules Rimet para que México asista a la I Copa del Mundo en Uruguay –de lo que hablé en la columna anterior-, Carlos Montero, presidente de la FMF, nombra como entrenador a un personaje alto, de lustroso cabello lacio peinado hacia atrás y con inconfundible acento andaluz –nació en Jerez de la Frontera- tan sonoro como su nombre: Juan Luqué de Serrallonga. Gusta de la ironía, la solemnidad, la férrea disciplina en sus equipos y da a su discurso ciertos toques poéticos. Hasta esta mañana dirigía al campeón España. De inmediato selecciona a sus jugadores. Seis aportan América y Atlante, tres el Necaxa y dos el Marte, entre ellos, dos dúos de hermanos.
Estos son los jugadores que harán historia: Porteros: Oscar Bonfiglio e Isidro Sota. Defensas: Manuel Chaquetas Rosas- y Francisco y Rafael Récord Garza Gutiérrez. Medios: Felipe Diente Rosas, Efraín Amezcua, Alfredo Viejo Sánchez y Raymundo Mapache Rodríguez. Delanteros: Felipe Marrana Olivares, Nicho Mejía, Juan Trompo Carreño, Pepe Ruiz, Luis Pichojos Pérez, Jesús Castro, Hilario Moco López y Roberto Gayón. A poco más de un mes de la inauguración del torneo, el equipo se concentra en la casa del campo Necaxa -en terrenos ahora ocupados por el parque Delta-. Nada riguroso porque -a diferencia de lo que sucede en la actualidad- ninguno de los seleccionados cobra por jugar y todos tienen que acudir a su trabajo.
El primer día de junio se despide la selección. En el parque Asturias derrota a los dueños de casa 5-1 y en la noche del día 4 parte por tren hacia Veracruz.
-¿A qué vamos a Montevideo?, pregunta un reportero a Luqué de Serrallonga.
-¡Joder! ¡Pues a aprender!, responde el temperamental andaluz. El equipo viaja a bordo del buque Munargo, cuya primera escala es ¡Nueva York!, y de ahí a la Habana-Río de Janeiro-Montevideo. Se quejan los jugadores; las autoridades del buque no les permiten entrenar en forma. Las prácticas en Cuba son más que aceptables, pero en Río, y después de tantos días en la mar, son poco afortunadas.
Durante la travesía entre Río y Montevideo, el bravísimo Manuel Chaquetas Rosas se cansa de escuchar, todos los días, a un desconocido estadounidense repetir: “México no good”. Hasta que estalla su temperamento atlantista y con sólido derechazo le cierra la boca y lo derriba. Quiere pelear. Pero el gringo dice que ya no, que “¡México sí good!” Con la sangre ardiéndole porque no va a haber más golpes, decide calmarse con un chapuzón en la alberca. Pero tan acelerado está, que toma demasiado impulso en el trampolín y en su vuelo sale disparado hacia afuera del barco. Milagrosamente se sujeta de la barandilla y se sostiene ahí hasta que lo rescatan sus compañeros.