En la primera escena de Vidas Pasadas vemos a tres personas sentadas en un bar. Al centro, Nora (Greta Lee); a su izquierda, Arthur (John Magaro), y a su derecha, Hae Sung (Teo Yoo). Unas voces en off están hablando entre sí, preguntándose cuál será la relación entre ellos. Mientras tanto, la cámara se acerca más y más, y de pronto se detiene en el rostro de Nora, quien nos voltea a ver.
Ese rostro bien podría ser el de la directora Celine Song, quien escribió el guion (nominado al Óscar, al igual que la película) con base en eventos de su propia vida, empezando por su deseo de desmenuzar un episodio muy parecido al que nos presenta en un inicio.
Conforme el filme avanza, nos enteramos de que Nora y Hae Sung se conocieron de niños en Corea, pero la familia de Nora se mudó a Estados Unidos y perdieron todo contacto. Nora eventualmente conoció a Arthur, pero gracias a las redes sociales, Hae Sung de repente volvió a aparecer en su vida.
Lo que Celine Song hace con esta, su ópera prima, es presentar la historia de un triángulo amoroso donde nadie es el enemigo. No sólo eso, sino que, a través de estos sentimientos tan complejos, la cineasta logra crear una sutil y descorazonadora reflexión sobre lo que pudo ser, sobre las decisiones del pasado y cómo estas informan nuestro presente.
El escenario se enriquece aun más tomando en cuenta la experiencia migrante, en donde nunca deja de existir esa sensación de no pertenencia. En una extraordinaria escena sumamente íntima entre Arthur y Nora, este le confiesa su frustración de que ella sueñe en un idioma que él no entiende.
Es una frase que encapsula gran parte de lo que la película quiere decir, y que refleja también la estimulante complejidad de las relaciones humanas, en donde el amor va más allá de un “fueron felices para siempre”.
Eventualmente, regresamos a la escena del bar, y la carga emocional tanto de los personajes como de la audiencia es palpable y sobrecogedora; todo -y a la vez nada- ha cambiado.