ALHAJERO
Vaya manera de sacarnos de nuestros refugios.
La alarma sísmica lo logró en un instante…, ¡y en tropel!
De hospitales, oficinas, empresas, edificios y casas, nos encontramos de pronto en la calle, a mitad de la vía, alejándonos de los muros, los postes y los alambres colgantes.
Una primera sorpresa ocurrió al mirarnos a los rostros: ¡Tapabocas y mascarillas cubriéndolos!
Sí, la gran mayoría los portaba –adultos, jóvenes y niños- por la zona donde me tocó, a unos pasos del parque de San Lorenzo, en la colonia Tlacoquemécatl del valle, en la Ciudad de México. De poco más de un centenar de personas que por ahí nos congregamos, apenas unos diez iban al descubierto. Y eso, por el susto, por las prisas al salir.
Luego, la espera. Dejó de sonar la horrenda advertencia “alerta sísmica, alerta sísmica…”, y nada.
A lo mejor fue una falla de la alerta, comentaron vecinos, acercándonos unos a otros, olvidándonos todos de la famosa sana distancia y del tal coronavirus que nos llevó al confinamiento.
Fue entonces que comenzó a moverse el suelo (10:29 de la mañana), los árboles a mecerse, las líneas de luz a golpearse. Oscilatorio, reconocimos. Quedamos más juntos, algunos abrazados.
Largo, largo el temblor. Cincuenta segundos, según el parte de las autoridades. 7.5 grados de intensidad en la escala de Richter, con epicentro en Crucecita, Oaxaca, a 5 km de profundidad. Fuerte, sin duda. Y sin embargo –afortunadamente- no provocó graves daños (daños menores en 36 edificios de la CDMX, según reportó Claudia Scheinbaum).
Nada comparable, empero, a los del 2017 y 1985.Y sin embargo, de nueva cuenta el vuelco del corazón.
Increíble descubrir en esos momentos que el miedo y el horror de nuestros recuerdos ante aquellos sismos. Quién nos iba a decir que el temblor mismo –y la hondura de la huella de lo pasado- sería más fuerte que el temor al contagio de la pandemia.
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