ALHAJERO
Me encontraba ahí, en donde comienza la cordillera del Himalaya, en Dharamshala, en el norte de India, lugar famoso por ser el refugio del Dalai Lama durante su exilio –narra Manuel Hernández Borbolla– . Me despertaron en el hostal para notificarme que me devolverían el dinero porque en el estado de Himachal Pradesh, había entrado en vigor una ley que prohibía albergar turistas en los hoteles, fueran indios o extranjeros. Ese día (20 de febrero) habría autobuses para trasladarse, pero el día siguiente, todo tipo de transporte sería prohibido.
Me dirigí a la estación de autobuses. Pasaron varias horas de desconcierto hasta que finalmente, cerca de las 15:00 horas, abordé un autobús con destino a Nueva Delhi. No me agradaba la idea de pasar el toque de queda (decretado para el domingo 22 de febrero) en la caótica capital india, pero en la Embajada mexicana me comentaron que era el único lugar donde tenían certeza de que podría encontrar un par de hoteles que recibieran a turistas extranjeros.
Tras un largo trayecto y un chofer que intercalaba maniobras suicidas con largas y numerosas escalas, el viaje se hizo eterno. Ocho horas después, naufragué en un pueblo de nombre Ambala, donde pasé la noche.
En el trayecto, hubo un cambio de planes. Mis amigos en Delhi no podrían recibirme. Uno de ellos me recomendó refugiarme en Rishikesh, lugar conocido como la capital mundial del yoga. “Pero no pierdas tiempo, pues en cualquier momento van a sellar también Rishikesh“, me advirtió.
Apenas dormí unas horas, me dirigí a la estación de tren de Ambala. No había ningún tren directo a Rishikesh, así que tomé un autobús a Saharanpur, un poblado que quedaba a medio camino. Bajé en el poblado y traté de encontrar algún camión directo a mi destino. Nada. En los pequeños pueblos, la gente casi no habla inglés y es un poco difícil entenderse con la gente. Pero todos me dijeron que la única manera de llegar a Rishikesh era mediante un tren. Compré un boleto para Hardiwar, un poblado cercano a mi destino. Pasé algunos minutos buscando el andén tres, como venía en mi boleto. Resulta que mi tren salió del andén cuatro, sin previo aviso. Cosas de India. Con el tiempo encima, tomé otro tren que me acercara lo más posible. Su lentísimo avance provocó que me bajara en la estación de Roorke.
Al salir de la estación fui detenido por un retén médico que realizaba pruebas para detectar el coronavirus. No hay muchos extranjeros ahí y eso me convirtió en el objetivo perfecto para realizarme la prueba del virus. Me entregaron un cubrebocas, anotaron mis datos del pasaporte en una libreta de gran tamaño y tomaron la temperatura de mi frente con una pistola láser. No tenía fiebre pero aún así, me dijeron que tenía que subir en una ambulancia para ir a un hospital cercano a realizarme más pruebas. Me subieron a la ambulancia con un viejo muy maltrecho y un pequeño niño que no paraba de toser.
Contacté por mensaje a la Embajada mexicana en India y grabé con el teléfono todo lo que pasaba por si en algún momento los médicos indios entraban en pánico y decidían que tenía que quedarme en cuarentena, dentro del hospital. El jefe de los médicos me preguntó mi país de origen. El médico en jefe me pidió bajar de la ambulancia. Me preguntó qué síntomas tenía. Le respondí que ninguno. Me dejaron ir.
Tomé de nuevo un autobús hasta llegar un par de horas después a Rishikesh. Al bajar del camión un par de jóvenes exclamaron: “¡Corona, corona!” y se cubrieron los rostros.
Para ese entonces –nos cuenta Manuel, reportero de RT– era sábado por la noche. Comenzaba a llover. Justo a tiempo para acomodarme para el toque de queda del día siguiente.
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