VOCES DE MUJERES
Hace unos días tuve la oportunidad de apoyar a un compañero periodista en una investigación y así pude conocer a dos personas extraordinarias que trabajan por los derechos humanos. Una es un sacerdote que da albergue a personas migrantes y la otra una mujer feminista que construyó un refugio para mujeres y sus hijos en situaciones de violencia extrema.
Ambos son personas comprometidas con su labor de proteger a los demás. El sacerdote desde el albergue que mantiene dentro de su iglesia, donde se asegura que los migrantes sean tratados con dignidad. La activista desde un refugio secreto donde vela porque las mujeres que llegan ahí puedan recuperar su tranquilidad sabiéndose seguras y protegidas. En ninguno de estos lugares hay un solo lujo, todo es práctico, todos los recursos aprovechados al máximo. En los dos lugares se busca que las personas que llegan ahí puedan recuperar sus cuerpos y sus mentes. Los dos sitios tienen las mismas literas, las mismas cocinas, los mismos juguetes para los niños y niñas pero sobre todo el mismo respeto por la dignidad de las personas.
Cuando llegamos al albergue para migrantes saludamos a un señor, adulto mayor, que descansaba de su largo andar desde El Salvador. Se veía agotado, sus pies destrozados y su cara curtida por el sol. En el refugio conocimos a una mujer joven que había llegado el día anterior con un brazo roto y la cara marcada por su marido. Los ojos de los dos reflejaban el cansancio más absoluto, los dos se veían lastimados en sus cuerpos y en su espíritu y los dos daban gracias por el espacio que les habían otorgado, a uno un sacerdote a la otra una feminista.
En el refugio nos mostraron una habitación especial para mujeres y sus hijos acondicionada para las recién llegadas, pintada en tonos suaves, con toallas, sábanas, juguetes y una canasta con jabón, champú, cepillos y pasta de dientes junto a un baño con regadera para que las mujeres que llegan puedan tranquilizarse bajo el chorro de agua caliente. A pregunta expresa de por qué ayudar a mujeres que por años soportaron el maltrato a manos de sus parejas la activista feminista nos dijo que como sociedad tenemos una gran deuda con ellas porque en lugar de acompañarlas solapamos la violencia que sufren y las juzgamos como débiles en lugar de ayudarlas a protegerse y salvar sus vidas.
El párroco nos mostró una construcción dentro del albergue para alojar a mujeres trans en su ruta a Estados Unidos. Cuando le pregunté para qué crear un sitio especial para ellas me dijo que son tal vez las personas más vulnerables y las que más violencia sufren en el camino. Le cuestioné el por qué ayudar a mujeres que otros condenan, señalan y maltratan en nombre de su iglesia y el padre me respondió que el no es quien para juzgar a nadie, que el no es quien para decidir por ellas y que sería hipócrita predicar amor desde su altar para negárselo a quienes más lo necesitan.
Quise saber por qué habían elegido esa labor, y ambos me respondieron que ese era su llamado a hacer algo por México. Ambos sienten una gran empatía por las personas a las que ayudan, ambos trabajan desde una total convicción y una total entrega, pero sobre todo desde una profunda humanidad. Ambas experiencias me dejaron un sabor de boca amargo y dulce. Por un lado te lleva a ver el dolor humano en los ojos de quienes han sufrido lo indescriptible pero por el otro lado te llena de esperanza saber que hay personas que anteponen lo que nos une a las diferencias que otros insisten en señalar. Ambos luchadores trabajan por los derechos humanos desde sus trincheras, ambos son personas que ven en el otro y la otra no al enemigo, sino al aliado, sobre todo cuando se unen para atender a mujeres migrantes violentadas.
Ella una mujer feminista atea, él un hombre católico.
Ambos comprometidos, ambos mexicanos.