Me habría gustado cubrir con él –como cuando fuimos juntos al Vaticano en la entrevista de Echeverría con Paulo VI–, la actual fiesta de enanos de la CELAC. Pero ya no hubo tiempo.
Desde hace muchos días Manuel Mejido estaba en la ruta inevitable de su deceso. Murió la madrugada del sábado 18 de septiembre y ante su muerte solamente puedo repetir lo tantas veces dicho antes: fue el mejor reportero de su generación, y quizá de muchas otras.
Su obra reunida, “México amargo”; editada por Siglo XXI, podría –y debería–, ser el texto constante y perdurable de enseñanza del reportaje en cualquier escuela de periodismo, no solo de este país.
En los días de la pandemia, especialmente en el primer año, estuve dedicado, a ratos, a ordenar ciertas memorias, algunos recuerdos y análisis de mis primeros 50 años en la profesión. Obviamente aparece Manuel Mejido. En el epílogo de ese libro ya en manos de la editorial “Guernika”, aparecen estas líneas. Reiteran lo anterior.
“En el libro El camino de un reportero, de Manuel Mejido, cuyo trabajo en el golpe de Estado en Chile colocó a “Excélsior” en el punto más alto de toda su historia, porque fue fuente y documento de consulta y referencia para toda la prensa internacional de primera línea, en varios continentes, yo escribí:
“El reportero, por la naturaleza de su trabajo, es un individualista empedernido y lleno de orgullo, aunque –paradójicamente– es un egoísta al servicio de la sociedad. Además, al ser testigo de la realidad, es un perpetuo buscador de hechos y de explicaciones.
“Pero, ¿cómo se alía el reportero a los hechos? ¿Cómo sortea los obstáculos y se hace beneficiario de la casualidad y la coincidencia?
“Ese es el secreto que muy pocos conocen y que los iniciados no revelan jamás”.
Cuando todo esto ya estaba listo para la editorial, llegó la noticia. Manuel Mejido murió. Les envío mis condolencias a sus hijos, Estela, Luisa Fernanda, Marisol y Manuel Carlos. Obviamente también a Estela, su compañera de la vida completa.
No le deseo reposo a Manuel en su otra vida, le deseo la posibilidad de entrevistar a Dios. O al diablo.
Pero como la función debe continuar, es necesario notar algunas cosas sobre la “cumbre” de la CELAC (a cualquier Chiquigüite le llaman cumbre), organización regional fundada (¿quién lo diría?) por el neoliberal derechista y todo lo demás, Felipe Calderón, cuya memoria fue evocada ayer hasta por ¡Nicolás Maduro!, quien simuló olvidar el nombre del expresidente de México.
Un oso del gorilesco dictador, cuyos delirios se pueblan de pajaritos y cuya presencia fue censurada por el presidente del Paraguay, Mario Abdo Benítez; la delegación colombiana y el presidente uruguayo, Luis Lacalle.
Como vemos, el ilusorio concepto de unidad latinoamericana, en la OEA, la CELAC, el Pacto Andino, la Alalc, el Alba, o la Concacaf; es puro humo. De Bolívar a la fecha.
Y ya de Brasil, ni hablamos. Bolsonaro los envió al tacho hace mucho tiempo.
Por lo pronto la conferencia, cuyos reflectores fueron desviados por quien los alquiló para iluminar a su persona (Marcelo Ebrard), se vio reducida a expresiones de caricatura. Un montón de burócratas caribeños, de paisitos de pipiripao, republiquitas bananeras como San Vicente o Surinam.
En una “cumbre” en la cual, se planteaba –viva la osadía contra los imperios y el neocolonialismo– una condena a la situación de las Islas Falkland (Malvinas en lunfardo), y cuya convocatoria no es atendida por Argentina, se prueba el teatrito guignol, como farsa resulta también el anuncio de mil doscientos millones de dólares destinados al fomento económico en Centro América, de los cuales no se sabe ni origen ni destino.
Otro cuento de Marcelo Ebrard, como aquellos mil millones de dólares de los tiempos de Trump, sin un solo níquel hasta la fecha.
Pero Marcelo Ebrard se salió con la suya sin darse cuenta cómo iba rumbo al abismo. Delegado por la sabida inexperiencia en asuntos internacionales del presidente de México, Ebrard recibió la batuta. Pro se quedó con toda la orquesta. Al conducir la sesión, involuntariamente relegó a su jefe a un plano decorativo.
“Lo dejó como florero”, me dijo un avezado experto en relaciones exteriores, cuyo nombre me reservo dada su cercanía con el Palacio Nacional.
–“Y eso, no se lo va a perdonar”.