Creo recordar que mi primer acercamiento a la docencia fue en un jardín de niños de la Churubusco en la CDMX hace más de 50 años. Entonces no había definido mi vocación por la docencia; quería ser escritora de novelas, como Rosario Castellanos; quería estudiar Letras en la UNAM. Pero la vida da muchas vueltas y me llevó por otros rumbos, pero desde mis inicios formales como profesora de inglés, las prepas incorporadas, fueron el escenario donde mejor me sentía. Me gustaba la impronta que dejaba en mis estudiantes; todavía no me daba cuenta de lo frustrante que era tratar de enseñar un idioma que culturalmente todos odian y que: “Es que el inglés no se me da” como si aprender un idioma fuera tener un sembradío de quelites.
Recuerdo con amor a quien me enseñó a leer y a escribir: Adelina Cáceres, una señora de ojos verdes, que se sentaba casi a ras de suelo en una sillita como las nuestras; imagen hermosa, como era ella. También tengo memoria de muchos profesores, especialmente a quienes encontré en la Universidad y estimularon apropiadamente mi superación y me orientaron de manera extraordinaria en lo que sería mi vida profesional. Por esos buenos docentes seguí estudiando y buscando la profesionalización de mi experiencia en los medios de comunicación, y mi adoración por la historia que tuve desde niña. Siento que ya no tendrán la misma suerte las nuevas generaciones de profesores.
Pertenezco a una generación que recordamos a nuestros maestros con agradecimiento, aquellos que nos trataron bien y nos dejaron algún conocimiento valioso para nuestra vida y que por lo general así eran aquellos profesores los cuales generalmente provenían de la formación normalista. Sin embargo, la escuela que dio estructura a mi intelecto era un sistema duro y rígido que nos hizo lo que somos y creo que aquellos normalistas, todos ellos, no lo hicieron tan mal: tengo buena ortografía, buena caligrafía, amor por la lectura, espíritu investigativo y una axiología que aun practico además de lo que aprendí en veinte años en una región rural e indígena en la que he recibido grandes enseñanzas.
Los tiempos han cambiado y si los jóvenes ahora no quieren leer también los tiempos son perfectos. Creo que la humanidad ha llegado al punto de no querer saber más porque cree que ya lo sabe todo y no necesita más. Valores y disciplina creo, es lo que se necesita y es lo que no se enseña ahora en ningún nivel educativo y tampoco se lo enseña la familia. Hoy, familia y escuela se repelen delante y frente de niños y jóvenes; los padres reprenden y denuncian a los maestros que aplican disciplina y colegios e instituciones privadas que ofrecen modelos educativos extranjeros y extranjerizantes no cuentan con personal académico capacitado para cumplir las expectativas de su clientela.
La educación se ha convertido en nuestro país por un lado, en un gremio apapachado por asociaciones magisteriales que han tomado como rehén a los educandos para sus propósitos acomodaticios y privilegios cuyo costo beneficio es a todas luces deficitario con respecto de quienes deberían ser su objetivo meta: la población estudiantil y por el otro, instituciones privadas sinonimia de grandes negocios de congregaciones confesionales y en otros casos de lavaderos o amasijos de plata, en las que, tristemente, los profesores pierden inspiración y creatividad.
En la antigüedad clásica la educación, que describe Werner Jæger (1888-1961) en su obra Paideia, tenía un espectro tan amplio que abarcaba no sólo el desarrollo del pensamiento correcto, con la filosofía, el bien decir en la retórica y cumplir con la máxima que heredaron al mundo occidental: mente sana en cuerpo sano; también se enseñaba la templanza del cuerpo y el espíritu, una práctica probada por los griegos cuya referencia se describe en el primer tomo de Historia de la Sexualidad de Michel Foucault; una disciplina que se desconoce en la escuela de nuestro tiempo, como si la escuela Summerhill de los años sesenta, hubiese triunfado finalmente por su permisividad; ese modelo inglés peleado con la disciplina y la temperancia, que permeó en un tiempo, los centros educativos de México.
La educación prusiana del siglo XVIII al XIX, con su rigidez y disciplina se generalizó por Europa y después a América como parte del expansionismo beligerante del capitalismo. Una escuela que formó a los pensadores y filósofos de la Ilustración: Kant, Goethe y Hegel y todos los enormes que se derivan de ellos: Marx, Engels, Nietzsche hasta llegar a Freud como los grandes ejes del pensamiento que sostiene el conocimiento hasta nuestros días. Sin embargo, en los últimos tiempos los jóvenes milenial se han empecinado en una actitud de menosprecio por todos los personajes que acabo de nombrar. ¡¡Cuánta ignorancia!! Y no es admisible porque en estos tiempos en los que tenemos al alcance sus textos, poco se leen y peor aún, se critica con mala leche, a quienes escriben ensayos y hacen accesible el pensamiento hegeliano como el filósofo coreano Byung Chul Han quien acaba de hacerse acreedor al Premio Princesa de Asturias.
En realidad, la educación como estructura social hoy en día, carece de cimientos que le den firmeza, consecuencia de estos tiempos líquidos. Vale decir que es como un viejo edificio en el que los niños y jóvenes se sienten cada día peor, prisioneros por orden de sus padres y los profesores como carceleros o celadores. El símil es terrible, pero piénselo detenidamente. ¿Qué hacen los profesores cada semana para hacerlos sentir bien? Una vez a la semana. Pregúntense: qué les gusta a mis estudiantes; no les llamen alumnos. Alumno es el que no tiene luz, esto es, sin luminosidad.
Al parecer el sistema educativo se ha olvidado que las nuevas generaciones son diferentes de las que fueron educadas hace 10 años. A los gobiernos de la mayoría de los países en el mundo no les ha interesado mayormente la educación: de acuerdo con Vicente Verdú en El Planeta Americano (1996) Estados Unidos dedica más presupuesto al sistema penitenciario que a crear universidades, destina mayor financiamiento a la construcción de armamento e industria bélica que al salario de los profesores en ese país, la universidad pública simplemente no existe. Quien quiera ingresar al nivel superior tendrá que trabajar el doble para pagarse una colegiatura en cualquier universidad.
Por otra parte, entendamos que la educación laica no se refiere únicamente a una educación sin confesiones religiosas, sino que tampoco puede ser un vehículo propagandístico de ninguna ideología; no puede tomarse como una medida de control político en medio de la libertad que los estudiantes quieren para su vida. En realidad, es un gran poder que atraviesa a la sociedad y todo dentro de la escuela es poder usado para controlar el tiempo, el pensamiento, las emociones, sentimientos, creatividad, orientación política, anhelos, ambiciones personales y status social.
Siento mucho llegar a este punto: la docencia es un apostolado como lo es la medicina, el sacerdocio y la abogacía; si no tienen vocación para esto, si no son profesores por vocación, búsquense otro trabajo. Fui maestra por gusto y vocación no por necesidad o por dinero y prestaciones como aspiran ahora: ser profesor para tener muchos días de descanso. La docencia puede ser el más humilde de los oficios y tener grandes compensaciones, debe practicarse la humildad para aceptar que no sabemos todo. Si un profesor llega sintiendo que sabe más que su pupilo se equivoca: siempre habrá alguien que sabe más. Al mismo tiempo, comience por introducir en su pensamiento, la deconstrucción del pensamiento colonizado que nos ha hecho creer que el conocimiento occidental es superior a todos los demás, menospreciando el conocimiento de los indígenas o de los diferentes o el pensamiento de las mujeres en sociedades patriarcales, machistas, homofóbicas; el pensamiento colonial es la raíz del racismo, el clasismo y el supremacismo blanco ahora tan evidente.
Si quieren seguir siendo profesores, sean maestros de grupo y de grado, lean todo lo que puedan. Todo sirve: leer, pensar y escribir. Leer, pensar, investigar y escribir. Si no lo hacen, dedíquense a otra cosa; abran una pastelería o una taquería, pero no le den gato por liebre a los estudiantes, en todo caso engañarán a sus empleadores, pero no a un niño ni a un joven, ellos lo dicen sin ambages, allá afuera de los muros de la escuela, hablan de sus profesores y de la institución. Los estudiantes recuerdan siempre a los buenos y a los malos profesores. Contagien su felicidad y su conocimiento en el salón de clase y seguramente la humanidad recuperará el rumbo que ha perdido.