No existe consuelo, abrazo, ni palabra capaz de mitigar el dolor de la ausencia de un hijo. Los cardos florecen con espinas que hieren a la memoria, como la pena en el alma. En este vacío, los mares guardan silencio y los vientos, por fuertes que sean, ya no hinchan nuestras velas. El verdadero suplicio no es la ausencia, sino el saber que ya no podremos abrazarle.
Mi más profundo cariño y acompañamiento a la familia Venegas Ramírez y Venegas Vilchis, a mi amigo y mentor Don Sergio Venegas Alarcón y a Doña Nena, ante esta irreparable pérdida.
9 de febrero de 1913, por la mañana.
Los aires rompen con la brisa helada que anuncia el sólido invierno, a punto de expirar. Las aves regalan sus trinos, pero estos se opacan por el murmullo expectante de la gente, que corre al amparo de un rumor…En el devenir del Zócalo de la gran ciudad, erigida sobre los resquicios de la cultura mexica, los cuerpos de dos bandos están abandonados a su suerte: tanto alzados como elementos del ejército maderista. ¡Palacio Nacional está rodeado! Nadie se atreve a acercarse. Los mirones —que nunca faltan— intentan ver el rostro de los insepultos. ¡Desde la Catedral, disparos al aire advierten del toque de queda!
Tres corceles de caprichosos tonos azabaches van a todo galope hacia el Colegio Militar, a solo unos pasos de la oficina de Madero al patio de caballerías. De uno de ellos bajó un hombre con prisa y se dirigió hacia la oficina del queretano Víctor Luciano Manuel del Corazón de María Hernández Covarrubias, quien ocupa el puesto de subdirector interino debido a la sublevación de mandos afines al general Bernardo Reyes —quien recién muere en el primer encuentro afuera de la Puerta Mariana—. Íntegro y fiel a Madero, Hernández hizo el saludo marcial a la investidura nacional. —¡En descanso, teniente coronel! Ha comenzado una revuelta en mi contra; mandos han atacado Palacio Nacional. —¡Son unos perros entrenados, señor presidente! A la orden. —Debemos acercarnos al Zócalo, pero necesito la formación de todos los cadetes del Colegio Militar. —¡Sí, señor! —.
De inmediato, Hernández Covarrubias bajó al patio e hizo la llamada de diana al trompeta. A todos los cadetes se les indicó que debían alistarse con uniforme de gala, fusil y bayoneta, arma de cargo, sable y lustrosas botas. A la voz de las indicaciones: —¡Adelante, señores! —apenas unos adolescentes a los que el bozo recién pinta, no rebasan los quince años— ¡A formación! …Presenten armas… ¡Investidura presidencial! — Todos colocaron sus sables con la mano derecha en la frente para escuchar a Francisco Madero:
—Una rapaz ave de traición ha cernido su pico en la voluntad de la democracia. ¡Su vuelo avizora tiempos nublados! Escuchen, jóvenes héroes: su vida ha sido dedicada en pocos años a salvaguardar la figura presidencial. Su formación se basa en el honor, la lealtad y la justicia. La Patria se encuentra en grave peligro. Se ha levantado una facción contra la voluntad del pueblo. El Palacio Nacional, asiento de la soberanía, está bajo el acecho de carroñeros. Necesito hombres leales, hombres que crean en la justicia y en la Constitución. ¿Son ustedes? —¡Sí, señor presidente! —contestaron a coro los ciento doce cadetes.
Un valiente aguilucho levantó su barbilla y dio una respuesta inmediata en su lustroso uniforme, montado en un alazán de albos destellos: —Señor Presidente —dijo el cadete, con voz clara en grito—, los cadetes del Colegio Militar somos sus soldados, ¡hijos de la patria misma! Hemos jurado defender a la Nación y a sus instituciones. Estamos listos para cumplir con nuestro deber. — Madero alentó la arenga: —Habrá seguramente quien no regrese al rayar el sol de hoy —ningún cadete titubeó, manteniendo la formación—, pero os aseguro que mi propia mano escribirá sus nombres en el libro de la historia con letras de oro, dejando clara su lealtad y vida misma. ¿Están conmigo? —¡Sí, señor presidente! —¡A toque de trompeta marcial, señores! — a lo lejos se escuchó: —¡Formación de desfile escolta!… ya.—.
Del Castillo de Chapultepec, bajaron el gran cerro para incorporarse a la avenida Reforma. A la cabeza iba el presidente Francisco Ignacio Madero, escoltado por aproximadamente unos ciento doce cadetes elegantemente vestidos de gala y armados, en formación de caballería que atraía la atención de toda la ciudad. A lo lejos se escuchan disparos: son las batallas que se libran en Palacio Nacional. —¡Sin romper la formación! —gritó el teniente coronel Hernández Covarrubias—. Atentos a los ojos de la población; nos pueden tender una emboscada. ¡Sables en la mano, señores! Fusiles en carga y bayonetas listas…—
El joven cadete Manuel Obregón, apenas con el rostro aún libre de las cicatrices de batalla, siente el latir del caballo zaino que monta bajo sus muslos, un latido que se sincroniza con el martilleo en su propio pecho.
La noticia había corrido como un incendio por los pasillos del Alcázar: traición, sublevación, el presidente en peligro. Era una verdad tan amarga que aún le costaba digerirla. Pero ahora, aquí está, bajo el cielo gris plomizo que promete lluvia, pero que será sustituida por pólvora, el uniforme de gala impoluto; forma parte de la escolta del mismísimo Don Francisco I. Madero.
Manuel sintió un orgullo punzante al cruzar el umbral del Colegio. Este era el mismo suelo donde los Niños Héroes habían caído, donde se había grabado a fuego la lección del sacrificio por la Patria. Su sable, ahora desenvainado y reluciente bajo el sol tenue, no era solo un arma; era una extensión de ese juramento, por cuyas venas corre el honor —Mi sangre por la patria— piensa, le emociona.
A su mocedad, una lágrima escapó del ojo izquierdo. —¡Mi pecho será manta de grana vida! —piensa. ¿Es este el hombre en el que su padre, un modesto maestro de escuela, había depositado toda su fe? ¿El que prometió el sufragio efectivo, la no reelección? Manuel, hijo de su tiempo, educado en el honor militar y en los ideales que Madero había encendido, no duda, pero su ojo izquierdo no deja de lagrimar — ¿Qué os pasa señor? — le preguntó el teniente coronel queretano al darse cuenta —¡Nada señor! Es la memoria de mis padres— Que eso sea suficiente para la batalla señor — con voz potente se le indicó.
—¡Firmes, cadetes! —la voz del teniente coronel Hernández Covarrubias cortó el murmullo expectante—. No rompan formación, atentos a la columna— Para este momento, la gran escolta de caballería ya ha atraído a propios y extraños, quienes desde las casonas de color gris solo se asoman. A su paso, las ventanas se cierran; algunas personas corren para lograr cubrirse. Es inminente que habrá enfrentamientos, algunos más se suman a la formación, civiles leales.
Manuel apretó los dientes. Su corazón latía con una mezcla febril de honor y zozobra. Honor por la misión encomendada, por ser uno de los pocos elegidos para resguardar la legalidad. Zozobra por lo desconocido, por los rumores de tiros letales que habían llegado hasta Chapultepec, por la posibilidad de que detrás de cada árbol frondoso, en cada esquina de la calle, se ocultaran los sublevados.
Al doblar la gran columna hacia la calle de Plateros, ¡los disparos comenzaron a arreciar! No se rompió la formación; cubrieron a Madero protegiéndolo con uno de los edificios; ningún cadete bajó de su montura. — ¡Atención señores! Formación de escolta… ¡Ya! — Para este momento, un centenar más de civiles se han anexado a la gran formación. La tensión comenzó cuando estaban a solo una cuadra de la gran plancha y jardinera que adornan el Zócalo, un reluciente quiosco sirve de guarnición de algunos sublevados.
—¡Atención, cadete Manuel Obregón! ¡Alístese para una escaramuza en el Zócalo! — el cadete toma a todo galope, junto con otros cuatro, para romper la formación de los sublevados que, al verlo, sintieron el temor de que detrás de ellos estuviera en formación un centenar de adolescentes cadetes. ¡Rompió la formación de sublevados! Todos corrieron a resguardo. Al detener su montura, voltea para mirar hacia arriba; ¡no observa a nadie! Sigue en vigilancia y solo encuentra en el Palacio del Ayuntamiento y la Catedral unas sombras con el filo de seguros rifles.
Al dar la vuelta para regresar a su posición en la marcha, ¡comenzaron los disparos! Providencialmente, los cadetes lograron regresar a la formación que se acerca. —¡Está libre, mi señor teniente coronel! La vía está despejada, algunos tiros de aviso, pero insuficientes —¡Señor presidente, podemos pasar sin problema! A galope de gala, señores —indicó el teniente coronel.
La columna, en brillantes estoperoles y lustrosas espadas, refleja los destellos en las paredes de las calles. Los sublevados esperaban una columna más amplia, así que decidieron no enfrentar y se retiraron hacia el cuartel de municiones. Rompiendo todo el jardín del Zócalo, Madero entra de frente a Palacio Nacional, donde es recibido por el general Lauro Villar, quien está herido. Los cadetes del Colegio Militar toman el control completo de Palacio Nacional y los sublevados de inmediato continúan la conspiración.
Cada uno de los cadetes ocupó su lugar en posiciones estratégicas. Todo el Zócalo está bajo resguardo a tiro de estos jóvenes soldados de la patria. Desde las azoteas hasta los reductos de las calles aledañas, todo está perfectamente cubierto.
Despacho de presidencia, 12:05 del día, reunión para cambio de mando.
Madero está asombrado por la sublevación; ni en su propio sueño más intenso la hubiera podido adivinar. La ciudad está en un silencio que antecede al cadalso. Le acompañan Victoriano Huerta y Lauro Villar. —¿Cómo está, Lauro? Lo noto atribulado. —¡No, mi señor! Estoy herido, pero no liquidado. ¡Por mi sangre aún brilla el fulgor de la batalla! ¡Estoy a sus órdenes! — Madero se levantó. Tanto Huerta como Villar están sentados frente al escritorio del despacho. Madero se puso delante del gran mapa de la zona de batalla que ya habían desplegado los elementos de comunicación, quienes habían descubierto que los sublevados estaban en diferentes puntos, pero se estaban colocando como centro de mando el edificio de La Ciudadela, el antiguo cuartel de municiones y pólvora.
—Como pueden observar, señores, todos los levantados se están dirigiendo hacia La Ciudadela; han tomado estas calles de Plateros, caminado por San Francisco y tomado hacia el Paseo para llegar a la antigua cárcel. ¡En ello les ha llevado toda la mañana! ¡La han tomado! Seguro han dejado barricadas para que no logremos acercarnos; debemos estar prestos. Madero se acercó a Villar y le tomó de los hombros. Dando un suspiro, le dijo:
—Es tiempo de que la patria tenga un hijo en su total cabalidad, completo, en todas sus facultades, mi general Villar. Desde este momento, el general Victoriano Huerta, hombre de todas mis confianzas, quien me avisó del golpe de Estado en las prontas horas del día de hoy, me ha demostrado su lealtad y compromiso por la investidura. ¡Desde este momento es el encargado de la plaza de Palacio Nacional! Todos sus hombres deberán tenerlo como tal y atender ¡una orden de él! como si fuera la misma propia.
El general Lauro Villar ha escuchado algunos rumores de que la traición la ha gestado el propio Victoriano Huerta, pero es eso: ¡solo información no confirmada! —El águila muere no por sus predadores, sino por comer plomo de las aves que cazan los hombres, en la carroña —piensa el general— El presidente está comiendo plomo de las presas; le costará la vida—
El general Victoriano Huerta se pone de pie para recibir la medalla de mando de Palacio Nacional. Madero, fulgurante, considera que es la mejor decisión; apuesta todo al calvo general de gafas redondas y tez de hierro. —Mi corazón está henchido de honor y lealtad para usted, señor presidente… ¡Por la Patria, por la lealtad, por el honor! —¿Honra usted hacer y cumplir los deberes de la patria, señor general? —¡Sí, señor! —alzó la voz—. ¡Que la nación os lo demande!
El general Lauro Villar caminó renqueando su cuerpo, hizo el saludo y se marchó, cerrando la puerta del despacho. Escuchó cuando el presidente Francisco Madero le hizo la indicación a Huerta: —Esta es la estrategia que usaremos para los levantados. Observe, señor general…
Restaurante Gambrinus, Dos días después, 7:33 pm.
Gustavo Madero se encuentra desatinado, la indignación le quema la garganta. —¡Francisco ha nombrado jefe de plaza a Victoriano Huerta! —le comenta a Landa y Escandón, el banquero del Banco de Londres, mientras degustan un ambigú de queso de cabra con trozos de paté de pato—. Ha puesto al principal sospechoso del golpe a cargo de la defensa. ¡Le ha entregado la estrategia!
Landa y Escandón, un hombre de negocios curtido y sin ilusiones, se limpió la boca con parsimonia, observando a su socio con una frialdad casi clínica. —Pero, Gustavo —le interrumpió con un tono bajo, casi un siseo—. ¿Cuántas veces se lo advertiste? Un líder comete un error, se le disculpa. Reincide, y es torpeza. Pero si, ante la evidencia, sigue alimentando al lobo dentro de la casa…
Landa dejó la frase inconclusa, tomando un sorbo de vino. —Tú lo observas y lo dejas seguir —continuó, su voz apenas audible bajo el murmullo del restaurante—. ¿Acaso no eres cómplice de la catástrofe? Francisco ya no ve la realidad, Gustavo. Y el hombre que no ve la soga en el cuello de su hermano, merecido tiene su destino—.
A lo lejos, comenzaron los disparos. ¡De inmediato, el dueño del restaurante cerró las puertas y ventanas! Todos se alejaron de las entradas. Desde el Zócalo, un piquete de cadetes ha salido para comenzar a abrir las calles. Desde diferentes ángulos de las azoteas, los levantados hacen por acribillarlos; ¡no lo consiguen! La habilidad de los cadetes ha sido puesta a prueba, saltando los cuerpos que no se han quitado del Zócalo. La peste y algunos buitres hacen su presencia.
Una docena de jóvenes, apenas brotando de la adolescencia, se aferraban a las fachadas de cantera gris de la calle de Plateros, sus bayonetas brillando bajo las luces falsas de la inmisericorde. Eran los cadetes del Colegio Militar, con uniformes pulcros y el terror latiendo bajo el paño.
—¡Arriba! ¡Fuego a discreción! —bramó la voz del mayor, una orden que sonó a ruego desesperado en medio del silencio tenso. La calle se rasgó con una lluvia de plomo furiosa, rayas de dorados destellos trazan la línea mortal, un intercambio que hacía añicos el silencio de la capital. Desde el imponente Palacio Nacional, los curtidos soldados de la guardia observaron con horror cómo sus jóvenes mozalbos están a punto de ser engullidos por una emboscada ruin. ¡Salieron al rescate, rugiendo apoyo!
Los sublevados, astutos y viles, atraían el combate hacia La Ciudadela, dejándose ver, provocando. Las ráfagas enemigas silbaban, danzando una macabra jiga sin encontrar carne. Finalmente, los escuadrones se fundieron en una esquina, la única esperanza: cadetes y soldados, hombro con hombro, trazaron la estrategia febril para cercar a los traidores.
¡Las detonaciones se hicieron una sola, ensordecedoras! Decenas de proyectiles comenzaron a dar con una precisión espantosa. Los cadetes eran certeros, sí, pero la experiencia salvaje de los soldados de la revuelta era un peso cruel. La carne joven no resistió. El grupo se vio obligado a un repliegue amargo hacia la seguridad relativa de Palacio Nacional. Solo uno permaneció: el joven cadete Manuel Obregón.
—Corre, Obregón, ¡por Dios! ¡Corre cabrón! —gritó su mayor, con la voz de trueno.
Manuel Obregón, de modales tan finos que parecían robados de un baile de salón, con apenas trece años intentó alcanzar la esquina que desembocaba al Zócalo. Un intento tardío. Sintió, de pronto, una punzada de fuego que le atravesó la pierna. Un grito ahogado. Cojeó, tropezó, y al voltear, hizo el gesto instintivo de un guerrero: asió su rifle y lo cargó con mano temblorosa ¡Sus lágrimas se confunden con la tierra! Con su brazo las trata de calmar.
El alma le cayó al piso. Al intentar alzar el arma para apuntar, un ardor inclemente le desgarró el hombro. El fusil se precipitó al suelo. Un clamor insoportable, el corazón parece salir de su pecho; varios ardores a la vez, puñales de metal hirviendo le destrozaron la mocedad.
Un correr despavorido, ciego, hacia la silueta protectora de Palacio. En su carrera final, en el umbral del camino, vio la señal desesperada de un compañero —¡Cuidado! — Pero el aviso fue más lento que el plomo.
Desde la ventana enrejada de una casona aledaña, los sublevados descargaron sobre el cadete un aluvión final. El joven Manuel Obregón se desplomó. No fue una caída simple, su niñez por un honor. Su cuerpo, ya inerte, se agitó con los últimos impactos, la bandera de México teñida en su pequeño estoperol de su quepí, su sangre regando el empedrado de Plateros.
Los amigos intentaron el rescate, movidos por una lealtad suicida, pero la refriega de tiros los paró, atados. No tuvieron más remedio que huir a Palacio, dejando la juventud de Obregón abandonada y fría en medio del fragor del golpe militar a Madero.
Continuará…








