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Madero Esquina Querétaro

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
14 noviembre, 2025
en Editoriales
22 de febrero de 1867, Querétaro, Qro.
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Febrero de 1913, Ciudad de México

¡La fiesta ha sido todo un éxito! Cada noche, la alta sociedad, los banqueros resentidos por el nuevo orden, los militares porfiristas jubilados o degradados, y los allegados del general Victoriano Huerta, se reunían en salones privados de elegantes casonas de la Colonia Roma o en los reservados de los restaurantes más caros del centro, como el famoso Gambrinus. Allí, la atmósfera era pesada, cargada no solo por el calor de las estufas y el denso aroma a comida, sino por el veneno de la intriga.

El vino de Burdeos corre a ríos, descorchado con un sonido que pretende ahogar la creciente preocupación por el futuro del país. Sobre la inmensa mesa de caoba, comerciantes, militares y empresarios porfiristas devoraban manjares que el pueblo mexicano solo podía soñar: Ternera en salsa de trufas, acompañada de puré de camote; perdices rellenas de picadillo a la española; pasteles y petits fours que desbordaban azúcar y merengue, símbolos de la dulce opulencia que contrastaba con la pobreza que se vivía.

El banquero Landa y Escandón, del Banco de Londres en México, era uno de los más contrariados por el esquema político y social que Madero había traído como presidente. A pesar de que no habían disminuido los préstamos y prendas de su marca, el tratar de invertir en lugares donde nadie más lo había hecho conllevaba el riesgo de no lograr con éxito las nuevas comunidades que se planeaban y que, de hecho, ya estaban diseñadas. En lo particular, la desconfianza del Banco de Londres radicaba en que se pronosticaba un déficit y posible quiebra de un sistema que Don Porfirio Díaz mantenía a raya, pulcro y en excelentes condiciones de operación.

Su chaqueta y pantalón, en grises Oxford con líneas que combinaban con sus bostonianos color marrón, su elegante saco que contrastaba con su camisa de albos destellos, y una corbata de color guinda, construían su formalidad, además de la rectitud de su hablar y su contundente decisión. —Ayer tuve el gusto de coincidir con el señor Gustavo Madero en el Gambrinus —les comentaba—. Entre destellos de whisky y ron, quedamos en acuerdo que la situación económica no parecía la más adecuada; no hay paz en la nación y los caudillos siguen en batallas interminables en la zona de Cuernavaca, aquí a solo unas cuantas horas en carroza.

—¿Qué le contestó? — preguntaron los comensales, intrigados de igual manera, Edouard Noetzlin, que representaba los intereses de los banqueros europeos con el ya afamado Banco Nacional de México, junto con su socio Antonio de Mier y Celis. —Yo lo observé cabizbajo, casi triste —contestó preocupado—. No me quiso aclarar algunas dudas, pero estoy casi seguro de que esperan un descontento general, algo así como un levantamiento. Ya entrada la madrugada, pude distinguir que platicaba mucho con su escolta. Algo saben y desean que no se corra la voz —terminó su participación.

Un silencio expectante los dejó atónitos; tal vez, la crónica anunciada de una breve ya caída…—¿Será momento de tener que sacar las inversiones? ¿Qué opinan? —inquirió Landa—. Con lo que esto implica, seguro será opción. —Hay quien habla incluso de quitarnos los bancos. ¡Eso de verdad apremia! Sería el acabose total —.

La molestia en cambio de los militares radicaba en que los reconocimientos y retribuciones económicas que se habían ganado por las diferentes intervenciones —fuera contra Emiliano Zapata, o en levantamientos de Jalisco, Michoacán y parte de Veracruz— estaban catalogados “…como parte de su trabajo…”. Aparte de sentirse desplazados, muchos mandos, como tenientes, coroneles y algunos generales —los más— veían a Francisco Madero como el traidor y no como el presidente. —¡Don Porfirio nunca nos hubiera dejado sin promociones y premios! ¡Júrenlo! —Todos acertaron. Así, en medio de la gran confabulación, las noches de tertulia se convirtieron en insurgencias, artilugios y maneras de lograr quitar el poder a Madero, para de algún modo regresar al sistema que tanto criticó: ¡al porfirismo que tanta fama les dio y tantos premios!

Calle de Donceles, Palacio Legislativo, 8 de febrero de 1913, 3:06 a.m.

La oficina de Gustavo A. Madero lleva casi tres días sin parar. Avisos, noticias y principalmente reportes de algunos infiltrados en las zonas militares, que, a su parecer poco objetivo, le dan la sospecha de que se prepara un levantamiento en contra de su hermano Francisco. No son simples divagaciones: tiene sustancia y pruebas suficientes para creerlo. ¿El problema? Que su hermano no atiende a los signos evidentes.

Después de haber leído el reporte que llegó fechado desde la Habana, Cuba —aquel de la confabulación por generales y estadounidenses—, sintió en el corazón que el momento se acercaba. Algunos puntos del reporte del encargado del hotel que se lo envió a cambio de algunos dólares no coincidían con la realidad: se indicaba que el general Bernardo Reyes había estado en el lugar, pero este ya tenía tiempo encarcelado en la prisión de Tlatelolco; fue confundido con el general Manuel Mondragón y, en efecto, el general Félix Díaz sí era uno de ellos en la isla. ¡El gringo era parte del cuerpo diplomático de los Estados Unidos acreditado en México! Gustavo Madero está seguro de que en un momento a otro se encendería el polvorín “El General Félix Díaz fue apresado por un piquete acusado de conspiración y llevado a la penitenciaría de Lecumberri”, citaba otro parte militar, capturado en Veracruz, una vez que pisó tierra.

Por la mañana del mismo día, una vez que amaneció, pronto se lo hizo saber a su hermano Francisco para darle la sospecha. La oficina que ahora Madero tiene está ubicada en el Castillo de Chapultepec, desde ahí despacha por cuestiones de que Palacio Nacional tiene un resguardo de unos doscientos hombres al mando del general tamaulipeco Lauro Villar Ochoa como comandante militar de plaza, un puesto que se acostumbra tener por cualquier situación que se presente. Gustavo llegó pronto, pero espantado.

Un rayo de sol matutino, pálido y frío, se colaba por los altos ventanales del Alcázar de Chapultepec, iluminando con un halo espectral el modesto comedor donde el presidente Francisco Madero solía tomar su desayuno. Es una estancia de un gusto más sobrio, casi griego para la altura presidencial, reflejo del ideal austero del «Apóstol de la Democracia». Una mesa de madera noble, pulida hasta el brillo, dominaba el centro. Sobre ella, la vajilla de porcelana, quizás alguna pieza recuperada de las colecciones presidenciales, contrastaba con la sencillez del mantel de lino inmaculado. Madero prefería la comodidad discreta a la grandilocuencia del viejo régimen. Las sillas, de respaldo alto y tapicería sencilla con bordados de pavos reales, invitaban a la reflexión más que al festín.

Ambos se sentaron al calor del brillo que destellaba cálidos reflejos. El café aromático se confundía con el frescor del verde recién cortado. Gustavo fue directo: —Mira, hermano, ya déjate de pendejadas y comienza a mirar las señales. Desde los fuertes militares se desdeñan de tu presencia, no les incumbes y estás debilitado. En los corrillos de banqueros y comerciantes están descontentos con tu proceder. ¡Ya, por favor, hermano, deja de ser inocente! ¡Observa!

Con la ecuanimidad del presidente, tomó su café, lo miró, viendo cómo algunos tonos multicolores en la superficie jugueteaban al ritmo del calor. El aroma lo embriagó. Sin medir, ¡tomó un buen sorbo!, que atinaba a su sabor, cuerpo y temperatura. —Mira, Gustavo, querido hermano, no te molestes por ideas en tu cabeza… —¿En mi cabeza? ¡Por Dios, Francisco, ya es el colmo de tu ceguera, ¡atiende! —Los interrumpen con el desayuno: huevo con frijoles fritos a la manteca, algo sencillo, que acompaña una rebanada de pan francés. —Gustavo, dime, ¿qué pretendes decirme? ¿Que mi propio ejército y amigos empresarios están en mi contra? Todo funciona muy bien como lo teníamos agendado, dudo mucho de alguna conspiración —le hace un gesto de miedo burlón, moviendo sus dedos y levantando sus manos a la altura del rostro de su hermano, mientras se para para tomar un pan—. Anda, Gustavo, deja de ver cosas donde no son. Los militares recibirán sus premios en unos cuantos meses, solo es cuestión de que nos liberen los créditos. —Me impacienta tu fe, Francisco —le reviró su hermano—. ¿Por qué no le preguntas a tu espíritu, Benito Juárez? Tal vez él te diga qué hacer.

Molesto, salió del desayunador, presintiendo que tal vez sería la última vez que vería a su hermano. Se dio media vuelta, intrigado regresó y le dio un fuerte abrazo, de esos que duelen, de los que saben que ambos ¡no volverán a darse! —Ya cálmate, Gustavo, ¡no seas melodramático! Que tengas buen día— le dijo el presidente.

9 de febrero de 1913, Escuela Militar de Aspirantes, Barrio de San Fernando. 2:03 am.

Apenas concibiendo el sueño los jóvenes son arrebatados de sus quimeras—¡Arriba, hato de cabrones! ¡Vamos párense, bola de huevones! ¡Arriba! —mientras tocaba la diana—. ¡Vamos ya, arriba, es momento de colocarse los uniformes de batalla! ¡Andad, cabrones! —era la voz del oficial de mando. Fue un llamado urgente, susurrado por sargentos cómplices que se movían entre las literas. Los aspirantes, aturdidos por el sueño, se pusieron sus uniformes de prisa. La excusa oficial era un ejercicio nocturno extraordinario y secreto: ¡alerta urgente, cabrones! por disturbios en el centro de la ciudad. Todo era un caos, por un lado, estaban subiendo a los jóvenes de esta escuela que buscaba tener oficiales de batalla ante la necesidad de que en el Colegio Militar solo aceptaran a jóvenes adinerados que buscaban ser los mandos de las tropas.

El general Manuel Mondragón no había elegido a los cadetes de élite del Colegio Militar. Había ido por los aspirantes —esos jóvenes de extracción humilde y clase media, ávidos de una oportunidad y menos atados a la lealtad del presidente Madero—. Sus oficiales al mando, descontentos con el régimen, habían sido comprados con la promesa del fin de la «debilidad» de Madero y el restablecimiento del viejo orden porfirista. Una vez formados, todos los jóvenes estudiantes fueron arengados:

—“…¡El país está al borde del caos! ¡El hombre que nos gobierna es un cobarde y nos ha traicionado! ¡Hoy, la patria nos llama a restablecer el orden y la dignidad del Ejército!” —mientras controlaba a su brioso corcel de finos azabaches platinados, refulgentes ante la luz de la luna—. Es tal vez la oportunidad que muchos esperaban. Se le dio a cada uno su fusil Mauser 1895 de 7x57mm, con bayoneta calada; al otro destacamento, un Winchester de palanca. Todos en orden y perfecto estado, abordaron los famosos tranvías eléctricos para buscar el camino hacia el Zócalo, con un sigilo como de felinos que buscan la cobija de la oscuridad. ¡Sombras van de calle en calle!

¡Gustavo Madero los vio! Al dar la vuelta en la esquina en su coche marca Protos, un bólido robusto de fabricación alemana, de líneas severas y diseño funcional, sin la gracia elegante de otros autos de lujo. Desde el interior observó el destacamento, miró su fino reloj de oro de bolsillo Cartier. —2:32 de la mañana —lo sacudió ligeramente para ver si la cuerda estaba bien—. ¡Sí, es la hora! — Los siguió hasta donde pudo ver que se dirigían al Zócalo. —¡Que la chingada! Es el golpe de estado que se susurraba. ¡Arráncate, cabrón! Vamos, tenemos que llegar antes que ellos a Palacio… —

Al dar la vuelta por calle de Moneda, Gustavo Madero fue aprehendido por un sencillo piquete de levantados que comenzaban a trabar las calles que rodean Palacio Nacional. Desde adentro observaron el movimiento. ¡El general Lauro Villar mandó a su teniente de la plaza a rescatarle! Un grupo de soldados del ejército maderista comenzó los tiros. ¡Ráfagas de hilos brillantes les cubrían! Comenzaron a caer los sublevados. Gustavo Madero, en la refriega, fue herido en una de sus manos; la herida le traspasó la palma. —¡Como santo cristo! —pensó. De inmediato fue metido a Palacio para que recibiera atención. Al cuarto de enfermería se acercó el general Villar.

—¿Qué pasa, señor Madero? —Es el golpe de estado, general —respira con fuerza por el dolor—. Vi al menos unos cuatro mil hombres que están por las calles de Plateros, vi unos en la Alameda y por San Francisco. Son de la Escuela de Aspirantes y del cuartel de Tacubaya; alcanzo a distinguir regimientos de artillería y caballería. —¡Santa Madre! Apenas tenemos unos doscientos hombres dentro de Palacio. ¡Será inminente que le avisemos al señor presidente! ¡Nos acribillarán! —No, mi general, ellos vienen por el lado angosto. Por mucho que deseen acercarse, usted debe hacerles entender que tiene más que doscientos. ¡Yo me encargo de avisarle a mi hermano! Deme un piquete y saldremos de prisa.

Con el tiempo, los sublevados han tomado los techos de todos los edificios que rodean Palacio Nacional, incluyendo Catedral. Pareciera que hay permiso de los religiosos. El general Lauro Villar decide fusilar a todos sus soldados y aspirantes que habían logrado entrar a Palacio por las puertas. Con una rapidez extraordinaria, su 20º Batallón sacó a sus mejores hombres. Con su cuerpo de zapadores fue conciso: —¡La traición ha caído sobre nuestro Palacio! Buitres de la patria han tomado las calles que se añaden a nuestra plaza. ¡Ustedes se bañarán de gloria! Saldrán y se pondrán pecho tierra, fuertemente armados con dobles cargas, a lo largo de todo el frente de Palacio. Una ametralladora Hotchkiss M1909 les acompañará. ¿Entendieron? A mi voz, dispararán a cualquiera que se acerque. ¡No importa el grado! ¡Vamos, cabrones, por la patria! Todos ocuparon sus puestos.

Al frente de todos los sublevados que atiborran las calles que llevan a Palacio Nacional, el general Bernardo Reyes —quien apenas hace unos instantes ha sido rescatado de la Prisión Militar de Santiago Tlatelolco— está al mando del ataque. Brioso en su monta, se acerca solo hacia la puerta de Palacio Nacional, cruzando toda la jardinera. Unos cuatrocientos soldados sublevados están detrás de él. Al paso, desde la Puerta Mariana sale el general Lauro Villar, caminando. Reyes tiene hasta ese momento suficiente información de que Palacio Nacional ha sido vencido y está en sus manos. Villar sabe que tiene hombres de a cinco por uno menos; debe ser cauto. Al acercarse, Villar le grita: —¡Debes rendirte, traidor! ¡Paria malcomido! — ¡Comenzaron los intercambios de artillería! De un lado y del otro caen hombres.

¡El brioso caballo del general Bernardo Reyes recibe fuego de bala! Una picazón inmensa recorre el cuerpo del general sublevado. El caballo se alza en ancas traseras. Un dolor de cabeza intenso recorre la mente de Reyes. No puede alzar los brazos y las piernas para espuelear; ¡no le es posible! Voltea sus ojos a Catedral que desde las torres rocía metralla hacia Palacio. Da la orden: —¡Ataquen! —su mente lo dice… su boca solo escupe sangre.

Continuará…

Etiquetas: CarranzadíazhuertaMaderovilla

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