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Madero Esquina Querétaro

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
7 noviembre, 2025
en Editoriales
22 de febrero de 1867, Querétaro, Qro.
39
VISTAS

Habana, Cuba, 8 de octubre de 1912.

El sol de otoño en La Habana era una brasa que fundía la voluntad y ablandaba el adoquín del Paseo del Prado. Frente a ese incendio caribeño, la fachada del Hotel Inglaterra se alzaba como un monumento de mármol, un pergamino de piedra que narraba la historia cubana con un indudable acento andaluz. Su pórtico, una recia arquería blanca de líneas clásicas, ofrecía el único refugio sombreado, conocido como la Acera del Louvre, donde los susurros podían viajar con más seguridad que en cualquier plaza pública. La humedad tropical había hecho estragos, sí, pero con buen ron y mejor compañía, era por mucho ¡el mejor lugar de la Isla!

José Cecilio Luis Ocón Ruday, el hombre cuya madre inglesa financiaba el ambicioso y ruin plan de derrocar a Francisco I. Madero a cualquier costo, cruzó el umbral. Con el rostro curtido por la ansiedad y la bruma del exilio, sintió el choque glorioso del interior. La promesa neoclásica de la fachada se rendía al lujo exótico y profundo del lobby. Ahí, bajo una bóveda sombreada, el aire estaba aromatizado por el maridaje perfecto entre el ron añejo y la madera de caoba lustrada, un aroma que le trajo un recuerdo distante de lo que la patria mexicana no había podido ser.

El piso no era un tapiz de alfombras, sino un deslumbrante mosaico geométrico de azulejos sevillanos y valencianos, un despliegue de azules, amarillos y ocres que bañaban el espacio con una luz de ensueño. El interior no era inglés, como sugería su nombre, sino finamente español y morisco, el escenario ideal para disimular un complot que arrebataría intereses que pocos llegaban a comprender. La sala principal bullía con sillas de mimbre blanco y mesas de caoba, donde se servían los cócteles más dulces y se tejían las intrigas más amargas.

— ¡México se construye desde esta gran isla! –era la certeza tácita de los conjurados, un destino forjado en estas cálidas planicies rotas solo por el azul del mar Caribe.

Desde el Café del Louvre, adosado al hotel, ascendía el eco lejano del son cubano, una música alegre y melancólica que servía de perfecta máscara al diálogo apretado entre los tres extraños mexicanos. Bajo la mirada silente de los ornamentos, ajenos al drama de una nación lejana, Ocón, el general Bernardo Reyes y el general Félix Díaz pactaban en voz baja el fin de Francisco I. Madero, al son del rumbero.

La mesa, con sus tonos moriscos nacarados, relucía. Entre copas de ron y viejas vivencias, el estupor de quienes iban a decidir el destino de un presidente democrático flotaba en el ambiente. La decepción que Madero había causado al nombrar a sus familiares en el gabinete, recordaba a muchos los vicios del viejo Díaz, y esa era la munición que ahora usaban los conspiradores.

Ocón era un hombre delgado, de estatura media, pero con una firmeza que venía de los ferrocarriles que había construido, o financiado, durante el Porfiriato. Su rostro afilado, coronado por un bigote pulcro, lo hacía parecer más un hacendado rico que un general de artillería. Vestía con una pulcritud obsesiva: lino blanco inmaculado para el Caribe, que contrastaba con sus ojos pequeños y vivos, llenos de la calculada frialdad del inversionista que no temía apostar por la sangre. Amante del cigarro y del tono a ron, su ganancia con derrocar a Madero era segura, pero un interés más grande y oculto lo movía.

El nombre que daba legitimidad al golpe era el de Bernardo Reyes. El gran caudillo decimonónico, rancio. El hombre que Porfirio Díaz había temido y exiliado. En la imaginación de los conjurados, Reyes era un coloso: alto, de barba blanca y espesa, un viejo monarca. Representaba la disciplina castrense perdida, el orden férreo y una genuina popularidad entre las clases altas y el Ejército. Él era el padre intelectual del golpe, el que metía la cizaña suficiente para que todos aceptaran la propuesta.

Félix Díaz Prieto era el equilibrio. Sobrino incómodo y heredero forzoso del dictador. El más joven, casi torpe en su inexperiencia política, pero conocido por su elegancia y vanidad. Un oficial pulcro que representaba la continuidad pura del régimen que Madero había desmantelado. Los conspiradores lo veían como el símbolo de la reacción, el político aceptable que debía ocultar la barbarie militar de Bernardo Reyes y la avaricia de Ocón. Pero su propia ventaja en el golpe era un secreto a voces.

El error capital de Madero, un tema de tertulias, era haber conservado al mismo Ejército de Porfirio Díaz, desde los mandos hasta la tropa. Esa sería la factura más cara que pagaría.

—Miren señores —habló Ocón, limpiándose el filo del ron con una servilleta—, es menester de este día dejar claras las operaciones. No es con la intención de adueñarnos del poder presidencial, no financio esto para suplirle, sino porque vemos que no está del todo bien de sus facultades. ¿Comprenden? — El empresario sonrió con la suficiencia de quien posee un secreto. Los generales ya tenían rumores, muy bien validados, sobre las sesiones espiritistas del presidente, de su contacto con seres del más allá. Pero el acabose de la dignidad, la munición perfecta, era que Madero se ufanaba de que el espíritu del mismísimo Benito Juárez le aleccionaba en sus decisiones.

—Mire, señor Ocón, la toma de decisiones del plan que pretende debe estar sustentada —le reviró el general Félix Díaz, dando una profunda calada a su habano Tres Coronas. —No vamos a mover miles de efectivos a la insurrección si no tenemos garantías. Ejércitos como el de Villa podrían amedrentarnos… ¿Qué garantías considera posibles? Esto va más allá de lo personal, ¡es la nación misma la que está en juego!

Díaz, serio, continuó: —¿Es verdad que la Iglesia está en contra del propio Madero? Es un asunto que nos apremia. —General, hemos sabido de buena fuente, por el general Gregorio Ruiz, que algunos obispos están en descontento porque la euforia de los ejercicios espiritistas se ha propalado. Dicen que en Ciudad de México se han abierto hasta tiendas de magia negra. ¡Los parroquianos se sienten amenazados por fuerzas del mal!

—¿Fuerzas del mal? —interrumpió el general Bernardo Reyes, golpeando la mesa con un dedo. —Eso suena a cuentos para niños. ¡No vamos a bajar al presidente por lo que hace en sus ratos libres! ¡Él puede cantar misa si quiere! El golpe es para remediar lo que no hizo, lo que no le convino, o lo que de plano ¡no supo qué hacer!

—O lo que no le dejaron hacer, mi general —cortó Félix Díaz.

Fueron interrumpidos por la llegada de un personaje poco conocido por los generales, pero asiduo del empresario Ocón. Venía de la Embajada de Estados Unidos, aunque no se proclamaba diplomático. Su poder se observaba a leguas; en la isla todos le respetaban. “El John” le apodaban, pero nadie sabía a qué se dedicaba realmente.

Vestido con una guayabera de Sancti-Spíritus, sandalias simples y un colorido estampado en su pantalón corto —parecía casi mugroso frente a la elegancia de los generales—, saludó y se sentó. Ordenó otro ron y plátanos chatino. Con todas las confianzas, dejó caer sobre la mesa los papeles que le habían encargado.

—Aquí estar todas las cuentas bancarias del señor Madero. Los ahorros de toda su vida, de su hermano Gustavo también —su entrecortado español era burlesco—. Mis “amigous” del banco me han dado la información. Si logramos que el amigo de los “espiritous” ser asesinado junto con todo su gabinete, si la trampa venir de adentro, y si vaciamos sus “dinerous”… completamos el movimiento, Mister Ocón. ¿A los señores ya les “explicou” la razón del golpe? ¿O siguen pensando que ser solo por política?

—No, Mister John, apenas estaba por decirles —murmuró Ocón.

Los generales se miraron, intrigados. Aunque la supuesta falta de cabalidad de Madero ya estaba probada, los intereses externos les eran ajenos —Deseamos nos explique, estimado señor Ocón, ¿Qué otros intereses hay en el golpe a Madero? —insistió Reyes —Señores, hay algo más que solo algunos saben. Múltiples hacendados están en contra de entregar tierras con sus famosos “Nuevos centros de producción”. Pero hay una familia de la que soy representante y hemos unido fortunas para pagar este golpe: los Carrera Torres.

Ambos generales se asombraron.

—A ciencia cierta, estimado señor Ocón y Mister John, hemos venido para el derrocamiento de Madero con la firme intención de que, ante su caída, se ponga un presidente en su lugar y se convoquen a elecciones en poco tiempo. Esas son nuestras intenciones… —mencionó el general Reyes, observando a Félix Díaz. — ¡No, mi general! Usted si estar muy “equivocadou” —soltó el gringo, con una sonrisa amplia y cínica. —En “primerau”, todo esto se gestar desde la oficina del mismo Victoriano Huerta, quien comandar la operación. En “segundau”, el financiamiento es para que Huerta ser el presidente de la república. Ya tenemos apalabrado el stock de armas con la embajada. Una vez Huerta llegue al poder, repondrá el préstamo, y ustedes quedarán dentro de la plana mayor de Huerta. ¿Comprender?

Bernardo Reyes perdió la compostura. — ¿Soy el único pendejo que no vio esto, Félix? —Calma, general, calma —intervino Félix Díaz. —Están errados, como nos lo dijeron, solo que pensamos que era una partida comandada por nosotros, pero eso no evita que estemos en el plan…

— ¡Oh, amigo! ¿Usted “creyou” que iba a quedar de presidente si tumbábamos a Francisco Madero? —El gringo soltó una gran carcajada.

Reyes se abalanzó sobre él. Lo tomó de la camisa y lo estampó contra la pared. — ¡Mira, pinche gringo! No estás con cabrones a los que les puedes esconder información —sacó su Colt y la puso en las costillas del “John”. —Si ahorita mismo me dieran las ganas de partirte en dos no tendré pensamiento alguno para sacarte todas las tripas. ¡No voy a exponer a mis hombres para la satisfacción tuya! ¿Qué más me escondes, cabrón?

—A ver, a ver señores — separando Ocón interviene — calma, general Reyes estamos dialogando y debemos ser receptivos a la crítica, y John por dios ¡Calma tu ironía! Tratamos de ser civilizados, andad señores calma — logra separarlos. Después de un rato que se calmó, sin dejar de mirar a los generales y tratando de pasar saliva “El John” se retiró, seguido de Ocón. Los generales se sentaron de nuevo. Reyes trataba de calmarse, pero su furia era una brasa —Lo que más me encabrona es que participe el pinche gringo este. ¡Al rato les vamos a deber hasta la risa! No, mi general, yo así no expongo a mis hombres —dijo, llamando al mesero por otra botella de ron.

El general Félix Díaz hablaba con pausa para que la cólera del general amainara. Pensó en contarle su propio secreto: su mayor interés no era Huerta, sino crear las condiciones para el regreso del propio Porfirio Díaz a la presidencia. Pero no era el momento, observando a dos personajes que merodeaban la barra del Lobby, les hizo una señal de que todo estaba bien, ellos, guardaron sus armas y se dirigieron a un mejor lugar para observar.

10 de octubre de 1912, Palacio Nacional.

Para estas fechas, Madero había instaurado ya un sistema de votaciones innovador, un sustento real para la democracia. Había renovado por completo la Cámara de Senadores y sustituido a los gobernadores, quitando a los rancios porfiristas que más que gobernar eran caciques.

Se habían mejorado las garantías para la libre prensa —a pesar de que muchos atacaban a Madero pagados por comerciantes y hacendados—, y el derecho a huelga y las libertades sindicales habían detonado una gran viveza entre obreros y trabajadores.

Sin embargo, las revueltas militares de Villa y Pascual Orozco no cesaban. Eran el talón de Aquiles de aquella profecía que tanto le habían advertido: Zapata no le reconocía como presidente.

Sospechosamente, su ejército le mostraba una lealtad inquebrantable. Madero se sentía protegido. Erguido en la cúpula de su mando, el General en jefe de la División del Norte y comandante de las fuerzas federales, Victoriano Huerta, le rindió informe de actividades tras acribillar a los ejércitos de Pascual Orozco.

Al término del informe, Madero le dirigió unas palabras que sellarían su destino:

—El águila que ciñe los cielos del celeste brío, que cubre el aire de los héroes que tiñeron de rojo nuestro lábaro patrio, es hoy, por la voluntad de la nación, ¡corazón henchido de honor por nuestro ahora General Victoriano Huerta! ¡Viva Huerta!

Todos en el patio principal, donde se rendían honores al nuevo general, gritaron al unísono: ¡Viva el general Victoriano Huerta!

A lo lejos de entre las personas, Madero alcanza a ver una silueta que le parece conocida, intrigado trata de acercarse, conforme camina todos los invitados le distraen de una u otra forma ¡El saludo cordial al presidente! Un abrazo, alguna queja de señoras de copete alto que con su abanico solo arrean la peste de sus vestidos, algunos jóvenes que desean saludar al presidente, el extraño camina con más prisa, después de un momento se detiene, como esperando a Madero, quien en el saludo y la buena educación decide tomar camino.

La silueta continúa su camino cómo si le quisiera enseñar algo, en el transcurso ya se encuentra en la gran escalinata que dicen los que saben ¡Fue construida por el otrora emperador Maximiliano a su hermosa Carlota! Subió y al llegar a la puerta un recorrido de frío lo sintió desde sus pies hasta su nuca… con calma abrió la puerta, un fétido olor se exponía, sacó uno de sus pañuelos y se lo puso procurando tapar su boca y nariz, entró con cuidado, descubrió unos pies que salían desde el espacio de la cama y el ropero — ¿es acaso una premonición de la muerte o el cadáver de alguien más? — pensó— Se acercó un poco más… y lo que vio hizo que su rostro cambiara de tono — corrió horrorizado a pedir ayuda — ¡Asistidme! De favor, ¡Asistidme!

Continuará…

Etiquetas: CarranzaCubadíazHabanaMaderovilla

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