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Madero Esquina Querétaro

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
31 octubre, 2025
en Editoriales
22 de febrero de 1867, Querétaro, Qro.
31
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Palacio Nacional, Ciudad de México, 8 de diciembre de 1911.

La mañana se había filtrado con una luz cruda por los ventanales del Salón de Acuerdos del Palacio Nacional. Ya eran varias las jornadas en que Francisco I. Madero, el presidente de la República, sentía cómo sus quehaceres espiritistas le cobraban un alto precio. Las jaquecas le taladraban las sienes y los vahídos se sucedían, a veces coronados por visiones fugaces y espectrales.

Había meditado abandonarlas, dejar ese contacto con el «más allá», pero ¡era imposible! Eran la argamasa de su voluntad, el cimiento místico que había apuntalado su ascenso.

El contacto con el espíritu que él llamaba “Benito Juárez” no era un mero pasatiempo; le había dictado lecciones políticas que, por vías ordinarias, jamás habría aprendido. Madero era ahora el presidente de un México naciente, y esa oportunidad no podía arriesgarse a la merced de la razón sola.

Apostaba su futuro como mandatario a la asesoría de los espíritus. Tal vez, por su notable dominio del inglés, le fuera posible contactar con algún presidente norteamericano —¡Qué audacia! —. Por ahora, correspondía escudriñar sus diarios y cuadernos, buscando la clave para establecer una nueva comunicación. Recordaba la regla de oro: para acercarse a un espíritu de abolengo, se requería una prenda o un objeto personal del difunto.

En la pasada y agitada campaña que lo había llevado a desafiar y finalmente a derrocar a Porfirio Díaz, Madero recordaba su paso por Veracruz. Había pisado la región de Catemaco, un paraje donde la selva tupida parecía querer devorar la laguna. El aire, denso de humedad y chirridos de fauna ignota, era una constante queja de la naturaleza indómita. En medio de aquella vasta extensión de juncos y plantíos tropicales, Román Robledo, el cacique local, se había erigido en uno de sus pocos apoyos.

Robledo dominaba la zona con la tozudez arrogante que solo la imposición a fuerza de pistola y castigo confiere a los caudillos. Era un hombre acostumbrado a que las deudas se pagasen —”¡Pronto es poco tiempo!”—, y a la vez, devoto seguidor de un chamán. Este curandero, experto en adivinación y prestidigitación, había fascinado a Madero con sus presagios, utilizando caracoles como medio para que el más allá se comunicara con él. En aquella ocasión, Madero había logrado hacerse con una docena de caracolas bien conservadas, que había mandado guardar en un cajón del Palacio.

Madero llamó a su lado a Amira, su inseparable confidente, aquella mujer de semblante profundo y ojos que parecían hechos de noche. Juntos se dedicaron a la laboriosa tarea de rebuscar en sus cosas hasta que, finalmente, Madero exclamó: “¡Aquí están!”.

Al sacar una bolsa de franela roja con elegantes amarres de cuerda, un par de libretas cayeron, esparciendo recortes de papel sobre el lujoso parqué de maderas aromáticas. Al reunirlos, la sorpresa de Madero se agigantó. Las páginas contenían las instrucciones detalladas, con la caligrafía inequívoca de su amigo Robledo, sobre cómo utilizar el rito pagano de las caracolas para el presagio. El texto describía, paso a paso, las “puertas” que se irían abriendo una vez que el ritual fuese dominado.

Sin titubear, Madero arrastró una mesa redonda de filos dorados e incrustaciones que dibujaban un paisaje de los volcanes cercanos. Colocó la franela roja a modo de tapete sagrado y encendió un cirio que había traído de las tiendas esotéricas de Londres en su juventud.

El destello de la vela proyectó sombras danzantes en las paredes del elegante salón, pareciendo multiplicar las presencias. Al tomar los pequeños caracoles, un temblor inquietante se apoderó de sus manos. Los arrojó casi por reflejo, y un halo de color violáceo destelló sobre la mesa. Ambos se quedaron absortos. Madero consultó apresuradamente las páginas:

“… los halos violáceos son la primera puerta… la segunda será en tonos marrones y se abrirá el primer libro del presagio… dará el futuro de las personas que acompañan la sesión…”

Madero observó a Amira, cuyos destellos de belleza le recordaban a las antiguas reinas egipcias, y arrojó de nuevo las caracolas. Una tez de temor invadió el rostro de la joven cuando la luz se tornó marrón. Madero intentó levantarse, pero una fuerza imaginaria, como un imán psíquico, lo mantenía anclado al suelo.

“… al tercer intento de las caracolas se verá claramente la premonición que más domina el futuro, aquella en donde puedes descubrir, a quien avienta las caracolas, el deseo que apure saber…”

Como un resorte, Madero formuló la pregunta que lo atormentaba: —¿Mi amigo Pino Suárez morirá como lo he visto en sueños?

Un agujero hondo y desplegable se abrió en la mesa, como un portal. A través de él, se vislumbró un árbol de copas frondosas. Su amigo, Pino Suárez, le saludaba desde el otro lado, sin voz, pero con una certeza que trascendía el sonido. Madero escuchó una voz incorpórea:

“…tu igual será cómo tú, el que preguntas sucumbirá igual que tú, lo que has visto es un espejo…”

Madero se sintió más intrigado que aterrado. —¿Qué querrá decir? ¿Acaso… moriré de igual manera? —volvió a preguntar. El paisaje cambió. Se encontró en un vasto cementerio sin fin, donde observó a su esposa y a la joven Amira llorar sin consuelo. Mientras se acercaba, un golpe seco resonó en la puerta: “¡Toc! Toc…”. El sonido se repitió, más fuerte.

—presidente, ¿está ahí? Presidente… Han llegado los invitados a la cena y esperan su presencia. ¿Se encuentra dispuesto a recibirlos? —inquirió una voz desde fuera. Madero intentó recobrar la razón y separarse de la mesa, pero le fue imposible. El imán imaginario aún lo atraía. —presidente, insisto ¿Los va a recibir? —continuó la voz.

La consciencia regresó a Madero. Tomó uno de los cuadernos y empezó a hojearlo frenéticamente. —¡Estoy seguro que está por aquí! —vociferaba, mientras veía a Amira sumida en un profundo letargo, tal vez desmayada. —¡Aquí está! —Con rapidez, trató de memorizar y pronunció las palabras que indicaban cómo terminar la sesión.

Palacio Nacional, Ciudad de México, 10 de diciembre de 1911, la madrugada.

El personal cercano a Madero se mantenía en la expectativa. El presidente llevaba dos días sumido en un sueño profundo. Nadie sabía si era un mal del corazón, la temida gripa de temporada o, como murmuraban los más cercanos, el resultado de sus peligrosos contactos espirituales. El temor medía la tensión en los pasillos.

El vicepresidente José María Pino Suárez convocó a una reunión urgente. La preocupación por la salud del mandatario era una cosa, pero la amenaza de levantamientos en varias regiones, exacerbada por el vacío de poder, era otra.

La sala de reuniones guardaba aún el eco de los sigilosos secretos del porfiriato. Sobre las mesas se extendían mapas de la República y pilas de documentos con las órdenes de constancia sobre el estado de la nación a solo unos días de la toma de protesta. La estrategia militar contra las sublevaciones se detallaba en los planos: el Ejército Agrario para la defensa de la nueva ideología maderista, el Ejército del Norte para custodiar el comercio con Estados Unidos, y los Ejércitos del Sur, destinados a la inminente confrontación.

José María Pino Suárez, vicepresidente de México y presidente del Senado, debía dar la cara ante la ausencia de Madero. Frente a él se sentaban el secretario de Gobernación, Abraham González Casavantes; el de Justicia, Manuel Vázquez Tagle; el de Guerra y Marina, José González Salas, y el tío del presidente, Ernesto Madero Farías, secretario de Hacienda y Crédito Público, junto a Gustavo A. Madero, el artífice del financiamiento de la Revolución.

Pino Suárez era una figura de melancólica distinción en la convulsa galería de la Revolución. No poseía la corpulencia rural de otros caudillos ni la presencia aristocrática del viejo régimen, sino la silueta del pensador que había trocado el aula por la trinchera política. Era un hombre delgado, forjado en la vida yucateca, con un porte formal y un rostro de nariz aguileña enmarcado por un bigote bien recortado. Su mirada era profunda y grave, la de un poeta —autor de Melancolías y Procelarias— que había cambiado el verso por la arenga democrática. Impecables trajes de corte sobrio, en contraste con la sencillez casi austera de Madero, cubrían un espíritu inquieto movido por la fe. Aunque nunca había comulgado con los ritos espiritistas de su líder, ahora debía envalentonarse para dar el parte al Gabinete.

—Señores, bienvenidos. Ante el pequeño malestar que aqueja a nuestro señor presidente Madero, es tan grato como preocupante observar que algunos grupos han desconocido la valía de nuestro mandatario —comenzó Pino Suárez—. En el caso específico de Emiliano Zapata, ha promulgado el Plan de Ayala, que a ciencia cierta dicta, grosso modo —buscó entre sus fólderes y leyó—, que las tierras y montes arrebatados a los pueblos y ciudadanos tendrán que ser restituidos al instante. Los hacendados que se opongan, verán sus latifundios expropiados y repartidos por la fuerza de las armas. El Plan no solo alza un liderazgo, señores, sino que también inviste a Pascual Orozco.

—¡Traidor! —vociferaron al unísono.

Pino Suárez continuó: —Asumen la bandera de “Reforma, Libertad, Justicia y Ley”. Estamos ante un verdadero alzamiento de armas. Los campesinos de Morelos ya no luchan por un presidente; lo desconocen, luchan por un pedazo de tierra. Y no termina aquí. Un cuerpo considerable del ejército que se autodenomina “Libertador del Sur” se dirige al poblado de Ticumán, según nos informa nuestro secretario de Guerra. Adelante, general José González Salas.

El general González Salas era la estampa del jefe del Ejército Federal: pulcro, de uniforme impecable y ceñido, y de presencia grave. Sus modales eran rígidos en la mesa del gabinete, un contraste con el entusiasmo desbordado de Madero. Pero poseía un gran defecto: era malhablado como ninguno, si bien se moderaba en presencia de la cúpula. Madero solía justificarlo: “…los modos de un general deben ser congruentes con la tropa para que entiendan las órdenes”.

—Señores, no nos preocupa la toma del pueblo de Ticumán, en Morelos. Tenemos hombres y formación listos. También tenemos advertencias de levantamientos en el Norte con Pascual Orozco. De hecho, en este momento Pascual Orozco ha presentado su renuncia al ejército mexicano, argumentando que no hay condiciones parejas para la toma de decisiones.

—¡Traidor! —repitió el coro. —¿Cuántos hombres trae Orozco? —preguntó el vicepresidente. —Unos cuatro mil a lo mucho, pero bien armados y dispuestos a ir con él hasta el mismísimo infierno, de eso estoy seguro. De pronto, una de las puertas de acceso al salón se abrió.

Sobrio, como si nada hubiera pasado, el propio Francisco I. Madero hizo su entrada con gallarda vestidura. Sin aviso, tomó su lugar e instó a su secretario de Guerra a continuar. Ante el asombro de todos, Madero expuso su estrategia con una claridad contundente:

—Señores, dejémonos de medias tintas. Los ejércitos sublevados y aquellos que no quisieron disolverse se unirán a cualquier movimiento en contra de nuestras acciones. Quiero dejar claro: no daremos un solo paso atrás de lo planeado. La continuidad de un proyecto de desarrollo y crecimiento es solo con el control de todos los espacios. El presidente William Taft, mi amigo, me permitió armar todo el levantamiento, autorizando la compra de armas y municiones en la frontera. Es cierto que no fue un permiso escrito, pero sí debilitaron las revisiones para poder pasarlas. ¡No tuvimos altercado alguno! Sin embargo, la presencia del embajador Henry Lane Wilson ya en nada nos es propicia. Inclusive, creo que la desavenencia se da porque me considera una persona que no puede manipular, como sí lo hacían con Díaz.

11 de diciembre de 1911, Regimiento No. 1, oficina de la Comisión Científica Exploradora, Ciudad de México.

En la oficina del general de división Victoriano Huerta, encargado de la inteligencia de guerra y los brotes de insurrección, un telegrama había llegado desde la embajada de Estados Unidos. Su rostro, que ya clamaba edad, y su impecable vestidura, así como su tono feroz como comandante, dejaban claro que sus tiempos de mayor éxito aún no terminaban. Abrió el sobre del telegrama con la parsimonia de un sabio. Tomó sus gafas redondas para leer:

“… estamos listos para reunirnos. operación golpe al de Parras ha comenzado. Apoyo total. Lane Wilson…”

Continuará…

Etiquetas: CarranzadíazMaderovilla

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