Centro Mercantil de la Ciudad de México, 8 de diciembre de 1911 por la mañana.
…¡El suelo mismo bajo sus pies se había convulsionado por segunda ocasión en una de sus sesiones! Esta anomalía, este temblor que parecía un aviso del destino, comenzaba a corroer la ya frágil paz de Francisco I. Madero. Debía desentrañar el origen de aquella extraña sacudida que solo él parecía sentir en lo profundo de su ser, y para ello, urgía la prudencia de la investigación.
Ensimismado en cavilaciones, el Presidente de la República descendió los peldaños del fastuoso Centro Mercantil, un templo al progreso y la codicia. Sus ojos, fijos en un punto invisible, repasaban la fecha que había consignado en sus escritos esotéricos, sin mirar el último número, solo evocándolo en su mente febril: —Puede ser entre este año y el 1919—, musitó. Absorto en aquel abismo temporal, sintió cómo una presencia etérea le invadía, un frío que le tomaba del hombro derecho. Al voltear, su sorpresa se convirtió en un escalofrío que le heló la sangre.
Ahí estaba, envuelto en una luz espectral, su hermano fallecido en la tierna infancia. Este recurrente y tormentoso sueño, que acosaba al propio Madero, no era sino una advertencia de los peligros que acechaban su vida. En esta ocasión, en medio de la irreal trepidación, el pequeño fantasma le indicó, con su diminuta mano, que tomase la oscura y olvidada escalera de servicio. ¡Madero se precipitó a la huida sin pensarlo dos veces! En el primer recodo, su hermano continuó señalando la ruta: atravesó corriendo el espacio dedicado a la lencería —símbolo de una vida frívola— para dirigirse a la primera ventana que encontró. Al abrirla de golpe, la vio: la gente en la calle se dispersaba, buscando desesperadamente protección.
—¡Se caen las casas! — El clamor de la multitud, un eco de la tragedia que se cernía, le llegó amortiguado. De nuevo, su espectral hermano le indicó con la mano izquierda un pequeño escondrijo que conducía al almacén general. Lo alcanzó, abrió la diminuta puerta y en un santiamén se halló inmerso en un laberinto de cajas y telas enrolladas. Siguió corriendo hasta que sus ojos avistaron una luz, una penumbra que se asomaba por debajo de una puerta. ¡Corrió hacia ella con desesperación! Abrió la puerta y…
… ante su espanto, se encontró ante una escena que se le antojó macabramente familiar. Vio dos carruajes que se dirigían a las afueras de la Ciudad. En uno de ellos, una persona trajeada era extraída de la lúgubre penitenciaría de Lecumberri. Por otro lado, una familia se acercaba, mirando de reojo un automóvil negro de cristal plano, de donde descendían dos figuras que les dieron alcance. ¡La familia les reconoció al instante! Eran esbirros de Victoriano Huerta. Se acercaron al automóvil y comenzó un feroz intercambio de disparos. Parecía que en aquel coche en marcha viajaba su amigo, José María Pino Suárez. Madero intentó acercarse, corriendo con desesperación… ¡Tras varias ráfagas de plomo y pólvora! El automóvil de parabrisas plano se detuvo de manera abrupta.
… Al acercarse el propio Madero a la dantesca escena, vio cómo Pino Suárez descendía corriendo, sujetándose el vientre, de donde manaban grandes borbotones de sangre. Escupía también por la boca hilos de un color grana intenso. Trató de auxiliarle, de contener la vida que se le escapaba, pero Pino Suárez no le hizo caso. Después de unos cuantos pasos de agonía, ¡cayó de bruces sobre el frío pavimento!
… Madero corrió hacia el vehículo, forcejeó la portezuela hasta abrirla. ¡El rostro de su hermano Gustavo estaba irreconocible, lleno de tiros! Hilos de sangre brotaban de todo su cuerpo. —¡Hermano, no!—, gritó, desesperado. —¡Hermano! ¡Reacciona!—, lo tomó en sus brazos, lo acunó contra su pecho mientras un sollozo desgarrador le partía el alma.
—¡Presidente… señor! ¡Despierte!… ¡Señor!—
Madero reaccionó, volviendo de su tormento. Estaba tendido en el umbral del Centro Mercantil, aturdido, se limpió las lágrimas que surcaban su rostro. Varias personas le rodean, intentando comprender lo sucedido. La extraña verdad era que solo en el interior del gran almacén se había percibido el temblor; todo lo demás estaba en su sitio.
Algunos cadetes del colegio de armas, apenas unos mozalbetes que no rebasaban los trece años, guardianes nocturnos del Presidente, se acercaron, observando el revuelo. Trataban de entender la presencia del primer mandatario en aquel centro de comercio. No se les había informado de nada, pero la extraña situación se había normalizado con una pasmosa celeridad.
Al cabo de un rato, llegó el vicepresidente José María Pino Suárez, quien le ayudó a levantarse y le condujo al automóvil que lo llevaría a Palacio Nacional. Durante el trayecto, ya solos en el sillón trasero, Madero se armó de valor para relatarle el turbador suceso, mientras Pino Suárez, ajeno a los presagios, encendía su cigarrillo, y el cerillo iluminaba fugazmente el interior del capó del automóvil.
La fría madrugada retenía los pequeños y efímeros destellos de la vivaz pero escasa vida nocturna de aquellos años. El humo de los habanos y los puros de diferentes bares de buena posición albergaba a jugadores empedernidos del póker y la ruleta. Las calles se convertían en caminos ambiguos por el titilar de las farolas que apenas realzaban su cansada existencia. El alumbrado público apenas tenía unos años de haber sido colocado, ¡y ya parecía tener décadas! Todo fallaba. La ruta hacia Palacio Nacional era un par de calles, debían cruzar la gran plancha de flores y jardines. Madero observó la gallardía de su amigo, un hombre de negocios de la península de Yucatán —“la otra república”, como le decían—. Pino Suárez había decidido retomar la vida pública para auxiliarle en sus decisiones democráticas, aunque no le otorgaba el más mínimo beneficio de la duda a sus menesteres espiritistas, a pesar de haber asistido a múltiples sesiones. Madero tomó aliento y le confió:
—Amigo, he tenido una visión que no sé si sea prudente comentarte. He visto muchas cosas y solo deseo advertirte, si me lo permites…—
Para José María Pino Suárez, las visiones de su gran amigo Madero siempre le habían parecido ridículas. Incluso, pensaba, demeritaban por mucho el actuar democrático y la gran razón de ser del imaginario político del Presidente. Era todo un visionario cayendo en las charlatanerías de brujos y chamanes.
—Mira amigo — mencionó Pino Suárez con voz firme. —Bien sabes que mi aprecio y mi distinción han estado en todo momento a favor de todos tus atinos. No he mostrado abandono alguno por tu singular visión de hasta dónde podemos llegar. Pero creo que la rapidez con la que están ocurriendo las cosas te tiene agotado. Pino Suárez sonó aleccionador ante su amigo: —Me parece que debes tomar un tiempo. Te observo cansado y aferrado a un imposible que te has encaprichado a toda costa. Si me permites, aun no comprendo tu presencia en este centro mercantil, pero no dispongo de tu tiempo ni de tu agenda. No te ocupes ya de tus visiones; las respeto, pero no las creo, lo sabes—, indicó comprensivo.
Madero, aún pensativo, intentó hacerle ver que había presenciado su muerte, el lugar y la forma en que todo habrá posiblemente de ocurrir. —¿Convendrá decirle? —, discurría pensativo.
Palacio Nacional, 10 de diciembre de 1911.
Llevaban varias semanas trabajando en un decreto que transformaría los procedimientos laborales y las relaciones entre patrón y trabajador, el sector más lastimado de toda la lucha para derrocar al tirano Porfirio Díaz, quien ahora gozaba de uno de los mejores retiros que se le pudo haber concedido: ¡Una vida de lujos en París!
Dentro de la gran reforma, era imperiosa la creación de nuevas oficinas y departamentos que sus allegados consideraban la joya de su recién presentado proyecto de nación. Madero había recalcado: —Todo girará en este centro regulador de crecimiento, la Secretaría de Fomento, Colonización, Industria y Comercio—, de la cual había sostenido diferentes reuniones con empresarios, industriales y comerciantes de toda la República. En estas, observó los lineamientos de un correcto crecimiento ya no solo basado en las haciendas y ranchos productivos, sino en el quehacer del comercio. Aunque no poseía la cifra exacta, a leguas se miraba cómo el comercio sostenía gran parte de la comunidad, el barrio o la cercanía. Incluso los atrios de los templos católicos eran flujo de tianguis y mercados ambulantes.
—Más que repartir tierras — mencionaba el Presidente en las mesas de trabajo a quienes diseñaban esta nueva rama de relaciones laborales — debemos hacer que produzcan. El campo debe estar constituido por acuerdos, en donde la creación de nuevas comunidades colonizando territorios nos daría la capacidad de hacer producir lugares que no se han desarrollado. Si llevamos la tecnología y el método necesario, podríamos generar centros de productividad en lugares donde la pobreza no tiene fuentes de donde tomar mano para evitarla. Pero para que esto suceda, debemos tener varios acuerdos—. Respiraba y se acercaba a revisar el dictado. José María Pino Suárez intervino: —Esto sería interesante bajo tu perspectiva, pero al desarrollar nuevas poblaciones alrededor de las tierras que se prometieron que se iban a repartir, ¡algunos caciques no estarían de acuerdo! Entre ellos el mismo Emiliano Zapata y Pancho Villa—, le advirtió.
—Ellos lo comprenderán, estoy seguro, si observan los beneficios que se otorgan. ¿De qué sirve hacer producir la tierra si no existe industria que reciba la materia prima? —, recordó Madero, quien había sido un gran exportador de algodón de sus haciendas en Parras. —Debemos promover la industria y las minas, que son actividades que todo el mundo desea que explotemos para hacer negocios con nosotros; acercar y asesorar a todos los comerciantes para que los reunamos en cámaras de comercio, así como lo están haciendo varios estados, entre ellos Querétaro. Me he reunido con ellos y tienen un modelo de reunir a todos los comerciantes de la ciudad y ponerse de acuerdo en las políticas de operación. Es un gran ejemplo, su presidente, Don Desiderio Reséndiz, me ha dado varias ideas para conformar esta nueva relación entre patrones y trabajadores.
Pino Suárez tomó un trago de su aromático café, dejando de sopear su telera recién horneada, comiéndola antes de que goteara sobre los papeles y ensuciara también su fina camisa.
—No has entendido que Don Desiderio Reséndiz solo te da el sí a todo lo que le propongas. Es un visionario que sabe que, si sus ideas permean la presidencia, su idea de generar gremios de comercio y fomento no es mala. Lo malo es que todos coincidan—, le asesoró.
Madero tomó la propuesta del decreto que enviaría a la legislatura, con un escrito a lápiz en la parte superior que rezaba: “El ejecutivo propone y el legislativo dispone”, considerando que debía existir en toda democracia un alter ego de la presidencia, que él estimaba sería la propia cámara ante la que había rendido protesta.
Para esas horas, la reunión tenía preparado el decreto y la propuesta de ley que, de buena manera, Madero le leyó a Pino Suárez: —Mi buen amigo, permítame que le explique con sencillez, pues la noble causa del Pueblo exige claridad, no oscurantismo.
Al tomar yo posesión de la Presidencia, entendí de inmediato que el Sufragio Efectivo era solo la mitad de nuestra misión. El labriego y el obrero me entregaron su confianza, y era mi deber honrar su trabajo. Antes de que yo llegara, la maquinaria del Gobierno se movía bajo el peso de un engranaje antiguo, con Secretarías que databan del viejo régimen. Entre ellas, la más importante para el progreso material era la Secretaría de Fomento, Colonización e Industria. Piense en ella como la encargada de hacer que la tierra dé fruto y que las fábricas produzcan. Era la guardiana del progreso material: Daba las patentes a los inventores y regulaba las exposiciones de nuestros productos, impulsaba la agricultura y la minería, es decir, nuestra riqueza. Se encargaba de la Colonización y de hacer los grandes estudios sobre nuestra nación.
¿Qué obtuvimos de beneficios para las personas? Nada, solo latifundios. El pueblo quedaba expuesto a la pobreza al no ingresar a esta gran cadena.
—¡La gente no sabe leer, Madero! ¿Cómo la integras a la productividad?, le preguntó José María.
—Ahora bien, al ver yo la necesidad urgente de atender los conflictos entre el patrón y el trabajador —esas disputas que el porfirismo sofocó con la fuerza—, presentaré al Congreso un decreto de suma importancia: la creación del Departamento del Trabajo. No podemos aún darle el rango de una Secretaría de Estado completa, pero será el inicio, la primera piedra. Lo adscribimos a la Secretaría de Fomento, pues el trabajo es el motor de la industria y la riqueza de la nación.
Este Departamento tendrá la misión de: Reunir información sobre la situación obrera en toda la República. Servir como árbitro y mediador equitativo en los conflictos, actuando como un juez de paz entre las partes. Facilitar el traslado y la contratación honrada de los obreros.
Este es, en esencia, mi primer paso concreto en la materia social: establecer un cauce legal y civilizado para las justas demandas del pueblo trabajador, elevando el diálogo y la justicia por encima de la bayoneta. ¡Es la única forma de garantizar una paz duradera, basada en la equidad y la democracia! —
Todos los proyectistas que estaban en la mesa se pusieron de pie a aplaudir. Pino Suárez no supo discernir si el gesto era por una sublime sazón de apoyo falso o si, en verdad, el pensar de Madero les daba para eso. —La idea es buena, presidente. ¿Ya la platicaste con algunos legisladores? —
—Siendo tú, amigo Pino Suárez, el vicepresidente de México y presidente de la Cámara de Senadores, no encuentro resistencia alguna al decreto. ¿O acaso crees que José Nepomuceno Macías, Daniel García o Francisco Alfaro pondrán resistencia? Son hombres leales a la democracia. La Constitución de 1857 en su artículo setenta y nueve establece que tú, como vicepresidente, debes llevar los decretos también como presidente del Senado; son tus labores, amigo—, sentenciaba Madero.
Pino Suárez solo atinó a saborear su pan, mientras por su mente pasan historias personales de lo que está a punto de validar. Sabe perfectamente que este decreto tendría muchas repercusiones. Aquí no solo se jugaba la continuidad del proyecto de Francisco I. Madero como presidente, sino los intereses de caudillos, terratenientes, caciques, hacendados y una gran parte del territorio nacional que está lleno de ellos se exponían, no participan en cámaras ni en fomentos. ¡Ellos ven en su productividad la única riqueza! No les importa si la cadena de producción continua o se hacía más extensa. ¡El dinero es el dinero! Lo saben bien; Pino Suárez es dueño de las haciendas de mayor producción de henequén en Yucatán, que le reditúan cientos de miles de pesos en ganancias mensuales, parte de ellas en dólares. Tampoco a él le atraía este nuevo decreto.
De pronto, después de un largo recorrido entre pasillos y oficinas un cadete se apresuró a entrar a la oficina, con el rostro desencajado y sin tocar a la puerta. —Presidente, acaba de llegar un telegrama urgente desde la frontera con Estados Unidos:
“… Se reconoce al incitador de movilización de tropas. General Félix Díaz. Espero indicaciones.”
Continuará…







