12 de mayo de 1911, Sitio a Cuautla, Morelos. Segundo día de hostilidades.
La madrugada se tiñe de pólvora y el estruendo de la batalla, como si la sinfonía de la destrucción anunciara el alba. El viento aviva las llamas de los edificios incendiados y los cuerpos de los caídos yacen aún en las calles. Un comando de Zapata ordena a sus hombres rescatar a los heridos, pero una nueva andanada de metralla los sorprende, haciendo que más de sus hombres caigan en el intento.
Mientras tanto, en la estación del tren, que funge como puesto de mando, el suntuoso batallón Oro, del 5.º Regimiento de Caballería al mando del coronel Eutiquio Munguía, recibe los reportes. El coronel Francisco Rivera Mutio, quien comanda medio batallón, y el mayor Gil Villegas, encargado de las bajas, la recuperación de armas y municiones, le dan un reporte detallado. —¿Cuántas bajas tuvimos? —pregunta Munguía con el rostro tenso.
—Señor, aproximadamente unos cuarenta en el incendio, doce en la calle cercana a la plaza, y aún no encontramos a diez. De las montas perdimos veinte de las buenas, de las entrenadas. El cerco de la estación del tren no fue vencido, pero los tuvimos muy cerca, mi coronel, a no más de unos veinte pasos. El cerco sigue, debemos actuar con prontitud. —¡Qué la chingada! —exclama el coronel golpeando la mesa—. He enviado hombres a avisarle al coronel Victoriano Huerta, pero no tengo respuesta. Resguarda más de seiscientos hombres la posición de Cuernavaca. Si tuviera el tino nos podría ayudar.
—Siguen siendo pocos, mi coronel —le dice Mutio—. Además, creo que hay ataques en la posición que custodia. Debemos asumir que estamos solos, señor. El coronel Munguía observa el gran mapa que realizaron los ingenieros militares de Cuautla. — Sabe que, si se mantienen dentro de la guarnición del tren, colapsarán pronto. Tenía una sola estrategia: desgastar a Zapata hasta que el asedio fuera insostenible y se retiraran.
Los hombres de Emiliano Zapata, poco a poco, avanzan para cercar el sitio. Con calma, se acercan durante toda la noche de manera casi imperceptible, paso por paso, en este movimiento, los hombres de Munguía observan a un grupo numeroso de efectivos que se dirige hacia la hacienda de Cuautlixco, la más grande de la zona. Esta hacienda no solo produce las cantidades de azúcar que sostienen a toda la región, sino que también abastece a la Ciudad de México. Se rumora que las riquezas del hacendado están resguardadas en su interior.
Si los zapatistas logran tomarla, será un golpe importante, ya que cortarían el suministro de agua a la ciudad, pues la hacienda contiene el caudal principal del río. Los hombres del Ejército Libertador del Sur que son oriundos de Cuautla hablan de espectros y apariciones en la antigua construcción, pero es un hecho que van por ella.
Un batallón comandado por Genovevo de la O se acerca por un camino rural que atraviesa grandes extensiones de plantas semitropicales, cocoteros, piñas y cañaverales que cubren la hacienda. Lo alto de los carrizos oculta la llegada de los hombres que asedian. De manera casi imperceptible, la retaguardia de Genovevo sufre una sorpresiva detonación que parte la formación en dos. Jinetes y hombres son destrozados. Los hombres de la hacienda también están armados y listos para entrar en batalla. No son militares, pero saben defenderse muy bien, pues por décadas han sido el azote de todo lo que la rodea.
Al voltear, los hombres de Genovevo no ven a nadie. Sorprendidos, empuñan sus rifles y avanzan agazapados, tratando de afinar la vista. La madrugada aún domina el sigiloso brillo del amanecer. Están nerviosos, no encuentran quién dinamitó la posición. Unas risas se escuchan a lo lejos, seguidas de un fuerte silbido y una segunda detonación que abre un gran hueco en el camino.
—¡Todos a sus puestos! —grita Genovevo. Sus hombres vuelven a tratar de afinar la vista, pero sin resultados.
Al intentar regresar para auxiliar a los hombres heridos, descubren una pequeña escaramuza que se dispersa a lo lejos —¡Vayan tras ellos! —ordena Genovevo. Entre los cañales, alcanzaron a los atacantes hasta tenerlos a tiro. Para su espanto, los vieron: figuras mutiladas montando a caballo, espectros descarnados que se burlaban de ellos. Los zapatistas, asombrados y en estado de asombro, se detuvieron. Aún distraídos por lo que vieron, no logran articular palabra. —¡Naiden vaiga a cuentear nada! —les dice Nurio López, el encargado del escuadrón—. Si no, seguro nos tacharían de locos, ¿me compran?
Mientras regresan, los disparos de los hombres de la hacienda vuelven a sonar desde los cañales. Las líneas de destellos luminosos dan en el blanco y los hombres del escuadrón comienzan a caer. Insisten en arrear mejor las montas y dan a todo galope hacia la hacienda.
Desde la posición detrás de la hacienda, se encuentra agazapado el segundo grupo de hombres de Genovevo. Al escuchar los disparos, comienzan a ingresar a la hacienda por la parte de los cañales, pegados al río. En total sigilo, toman el granero y el troje, y en simples pasos se colocan detrás de la entrada principal.
Se les había ordenado que ningún machete brillara con el alba, de lo contrario los hombres de la hacienda verían los destellos. Un grupo de avanzada toma la entrada y levanta una improvisada barricada con las carretas que encontraron. Al tenerla lista, permiten el acceso de más hombres. En un momento de distracción, un boquete de fuego se abre. Un cañonazo desde el interior de la hacienda parte en dos la barricada. Hombres caen partidos. Después del destello, los hombres de la hacienda, bien armados, asaltan la posición ganada. Una lucha encarnizada comienza.
Al no tener los machetes, los zapatistas tienen que luchar cuerpo a cuerpo. Las detonaciones de grueso calibre ensordecen el ambiente, y los hombres que cuidan la hacienda son un centenar más. Los disparos continúan desde los cañales.
Genovevo ha logrado tomar la posición principal desde la parte de atrás. La entrada se ha incendiado y la gente que vive en la hacienda corre aterrorizada. Un escuadrón de Higinio Campo, leal a Zapata, aprovecha la situación para asaltar todos y cada uno de los cuartos de la hacienda.
Bajo el fuego cruzado y las potentes detonaciones, ingresan a los cuartos de los trabajadores. Mujeres, jóvenes y niños son acorralados. El ímpetu de los asaltantes hace que disparen sin darse cuenta de que, al correr, los niños son aplastados, muriendo varios de ellos. Ante los gritos de sus madres, que los levantan en sus brazos, todos son expulsados a los patios. Los hombres directos del patrón de la hacienda no pueden contener el asalto.
¡Entran a todos los lugares! Cocina, almacenes, comedores y guarniciones de vino y destilados, caballerizas y corrales fueron tomados en su totalidad.
Solo una habitación no sucumbe al ataque. El patrón de la hacienda, Francisco de la Torre y Mier, junto con una docena de sus mejores y más leales hombres, esperan dentro del elegante comedor. Brillantes copas de fino cristal reflejan la luz de los candelabros. El escándalo que se vive afuera contrasta con la tranquilidad de la habitación, donde la servidumbre sirve copas y comida a los que se disponen a defender ¡Cómo si nada estuviera sucediendo! En la misma habitación se encuentra todo el oro y posesiones del hacendado: escrituras, joyas de la familia y lingotes en pesados arcabuces. Todo el patrimonio está custodiado por él mismo.
Sus hombres tienen a la mano una ametralladora Colt-Browning M1895 con 250 disparos por cargador, apuntando de frente hacia donde seguro ingresarán los asaltantes. No temen a nadie. Con sus Colts y rifles, creen que nadie les arrebatará su fuero, o en eso confían.
Cerca de la puerta del comedor se escuchan las detonaciones de la primera puerta que protege la posición del hacendado. Una nube de humo de pólvora pasa por debajo del gran portón. El olor de la dinamita es inconfundible. De la Torre y Mier toma la palabra, mientras se faja su pistola al cinto, se pone de pie y con una mirada desafiante les hace la señal:
—¡Mientras yo esté de pie, nadie deje de disparar! ¿Comprendido? He dejado claro que esta hacienda ha sido, es y será de la estirpe que ahora me honra. Vamos a defender este cuarto como si fuera el último pedazo del país ¡No dejaré que la chusma se apodere de lo que hemos construido por siglos! Aquí no vamos a permitir acciones bárbaras. ¡Esto se hizo con trabajo y honradez! Así lo vamos a defender. ¿Comprendido? ¡Nadie deja de accionar sus armas mientras esté de pie! —Todos asienten.
Se observa cómo el portón intenta abrirse. Los intentos de forzar el gran aldabón de hierro forjado a mano son constantes. —Prevenidos —dice el hacendado. Una vez que los hombres de Higinio logran romper el portón, se cuentan por cientos. El hacendado da la orden:
—¡Ahora!
En una pertinaz locura de sangre y heridos desfigurados, la ametralladora Colt-Browning M1895 entra en acción, destrozando a quienes intentan ingresar y dejando una línea de muertos a lo largo del gran pasillo. Ninguno quedó con vida. Un segundo grupo de hombres se parapeta detrás de los grandes pilares al observar que el monstruo mecánico, que nunca antes habían visto, deja de disparar.
Cuando los hombres del hacendado están cargando la siguiente ráfaga, los asaltantes entran al comedor. El hacendado los recibe con disparos. En el caos, él y sus hombres también soportan a los interminables tiros de los hombres de Higinio. —¡Anden, perros, tomen lo que puedan! —grita el hacendado —Atrévanse a tomarnos ¡Vamos a defender todo lo que henos hecho en este cuarto! A tiros todos. — ordenaba mientras con la mirada concentrada en sus tiros que no le hace fallar.
Al estar dentro del comedor, la escena comienza a volverse confusa. El hacendado, de pie, no deja de disparar con una Winchester de repetición, dando en el blanco de cada hombre. Al terminarse sus tiros, toma otro rifle y repite la acción. En una posición infernal, no deja de escupir plomo a quienes atacan.
Sus hombres repiten la misma acción. Uno a uno, decenas de hombres de Higinio caen. En un respiro que toma el hacendado para agacharse y recoger otro rifle, un hombre de Higinio le atraviesa el cuerpo con un cuchillo de campo. Al sentir el frío de la hoja, voltea y, sin decir palabra, descarga todo el parque en el cuerpo de su atacante. Todavía de pie, en un segundo asalto, los hombres vuelven a atacar el comedor. Distraídos por la pólvora y los cuerpos, se abalanzan encima y logran, por fin, terminar con todos los que defendieron la posición. El mismo hacendado yace ya con la mirada fija en el oro, una lágrima confundida con su sangre rueda por la mejilla aún.
Fuera de la hacienda, los soldados federales se retiran. El escuadrón con bajas considerables se repliega fuera de la gran construcción. Mientras huyen, incendian algunos cañales para que los zapatistas no sigan avanzando.
¡Los hombres de Genovevo toman la hacienda de Cuautlixco!
Para las siete de la noche, Zapata y sus hombres aprietan el cerco del sitio. Más de un centenar de hombres se han perdido, pero la llegada del general a la hacienda le da el lugar estratégico que deseaban. Desde aquí no solo custodian la vista, los animales y el ganado, sino que el mayor logro es el control del agua de Cuautla. A la orden, desvían el cauce. No hay agua para la población. Zapata espera que eso sea suficiente para vencer la plaza.
La hacienda corresponde al mejor sitio para perpetrar la total caída de la posición de los federales, quienes se estima no quedarán más de unos doscientos, eso sí, fuertemente adiestrados y armados; la gran hacienda está en óptimas condiciones de operación, las mujeres de los hombres de Zapata la han tomado, parece que la familia del hacendado tuvo a bien retirarse al resguardo de que se iba a proteger la posición por el mismo patrón, pero deben buscar muy bien, estos resguardos arquitectónicos están llenos de trampas y cuartos escondidos, si logran desenmarañarla ¡seguro darán con la familia del hacendado!
Le traen a Zapata un mensajero del coronel Eutiquio Munguía, quien, acribillado, lleva un mensaje: “…perdimos la hacienda de Cuautlixco, solicito refuerzos. Munguía…”
Continuará…








