Cuautla, Morelos, 13 de mayo de 1911
Hace ya varios años que el exconvento de San Diego de los frailes franciscanos menores ha servido, desde sus huertas, como la estación del tren de esta bulliciosa ciudad. Es un punto fundamental para el comercio y el transporte de víveres que se dirigen a la Ciudad de México. El sol domina el paisaje y se refleja en los brillantes ventanales del Pullman.
Parvadas de aves revolotean, esperando que los granos que caen sean suficientes para su sustento diario. En los vagones de carga, miles de borregos son transportados hacia su destino. Las haciendas, con sus vastas extensiones que les daban cobijo, están a un par de días de camino en arreo.
El Ejército Libertador del Sur, comandado por Emiliano Zapata, asedia la ciudad con más de cuatro mil hombres. Cada uno de sus integrantes es un campesino, peón de hacienda o trabajador rural que, al verse desprotegido y explotado por los hacendados, ha seguido a Zapata en múltiples batallas. Sin arreos militares ni enseñanza de guerra, avanzan para tomar una posición ante un ejército federal en desventaja, con no más de cuatrocientos soldados. Aunque estos últimos son diestros en el arte de las armas, su posición en la estación de tren de San Diego es vulnerable.
A diferencia de la sólida estructura militar de los federales, el ejército libertador se organiza en torno a sus líderes. Generales, cuyo carisma atrae a grupos conocidos como partidas, atacan bajo las órdenes de Zapata o su hermano. Su arsenal consiste en las famosas carabinas “treinta-treinta”, cuchillos de campo, machetes y armas robadas a los ejércitos federales. Los distingue la ferocidad, la valentía de sus hombres y un espíritu de lealtad a la causa: “La tierra será de quien la trabaja.”
En la madrugada del 13 de mayo, hombres de Amador Salazar, a quien las poblaciones han apodado “La Bola”, lideran a más de la mitad del numeroso ejército. Se desplazan en silencio para rodear la ciudad, sus entradas principales y las salidas hacia las tierras de cultivo, puntos cruciales para tomar posiciones. Genovevo de la O comanda la otra mitad. A pesar de los roces que han existido entre ellos —principalmente por las mujeres que comparten y con quienes tienen hijos—, ahora son leales a la causa.
La casa de campaña del general Emiliano Zapata está rodeada de escoltas. Dentro, además de los generales Amador y Genovevo, se encuentran su hermano Eufemio y el general Felipe Neri Jiménez, quien aporta más de mil hombres a la causa. Juntos, constituyen el Consejo de Guerra para el asalto a Cuautla.
Una elegante mesa sostiene no solo el mapa del exconvento de San Diego y la estación de tren que alberga, sino de toda la ciudad. Los “adelantados”, hombres infiltrados en el pueblo, han marcado las posiciones. El número de efectivos zapatistas deja claro que la posición será tomada, algo relevante para los planes de Madero.
Aunque poco instruidos en tácticas de batalla, el Consejo de Guerra es efectivo como ninguno. Se podría decir que el espíritu revolucionario es la base de su existencia. Décadas de injusticias contra sus padres, abuelos y otros, explotados por caciques, caudillos y patrones, los mueven a tomar una posición clave y abonar, de una vez por todas, a la causa.
Zapata es un hombre de presencia desaliñada, con bigotes fijos y el cabello despeinado. Sin embargo, su carisma es tan sólido que una simple mirada basta para sentirse cercano. Su trato es cálido y siempre tiene la palabra correcta para la toma de decisiones. No se le sigue por lo que promete obtener al ganar la batalla, sino porque es un imán de incógnitas resueltas. Ofrece una respuesta constante a las dudas de sus ejércitos. Es envidiado por sus iguales y respetado por sus enemigos. No lleva solo unos meses luchando; la causa es su razón de existir. Es un hombre educado, serio y de mirada penetrante.
“…Su pantalón de faena, la camisa blanca y el sombrero ancho no son distinción; son el uniforme del hombre de campo que él nunca dejó de ser…”, le describen, Zapata toma la palabra:
—Cuautla es el momento que estábamos deseando. Nos enfrentamos a una lucha dentro del poblado —dice mientras mira el mapa, aleccionándolos—. Debemos tomar por esta esquina —la señala rebotando su dedo índice en la tabla—. Llevaremos a los hombres por esta arboleda en la plaza, y tomaremos la esquina con el empuje de doscientos hombres. Cerraremos el cerco con la caballería y quienes huyan serán recibidos por los hombres de Felipe Neri. Si se les ocurre ir hacia el tren, ¡tenemos la batería para recibirlos! ¿Estamos, señores? —rugió con la ecuanimidad que lo caracteriza.
—¡Sí, General! —contestaron al unísono.
Los ejércitos de Zapata están acostumbrados a que sus escaramuzas en grandes grupos provoquen desbandadas. En campo abierto es una maniobra sólida, pero dentro del pueblo tendrá que dividir a sus hombres, lo que podría reducir su letalidad.
Una vez que el general Zapata habla en el Consejo de Guerra, no vuelve a pronunciar palabra. Escucha con atención a sus hombres y asiente con la cabeza. A veces hay que adivinar lo que piensa.
Eufemio se acomodó el sombrero, mirando a los demás generales.: —Mi General sabe que esos “pelones” están bien atrincherados, pero los quiere a todos. No se va a quedar ni uno solo. La cosa es caerles encima sin piedad. Son poquitos, no se van a poder defender, ¿estamos? sus hombres deben ser letales. Solo una cosa: ¿cuántos ponemos a resguardo por si tratan de evadir la posición? ¿Alguien de aquí sabe mercar trenes? Mesmamente será de vital importancia que nos háganos pronto de él, y en cuanto lo ténganos, ¡a treparse! Será lo que nos mueva hacia la capital. ¿Se comprende? Vamos a mercar la posición.
Salieron del Consejo de Guerra con estrictas indicaciones sobre cómo actuar, con “órdenes explícitas de la toma del pueblo ferrocarrilero más importante de la región”.
Instantes más tarde, los hombres de Amador avanzan con la indicación de tomar las calles aledañas al exconvento, donde el general que domina el ejército federal se ha atrincherado en la estación de tren, ubicada en las huertas del mismo convento. Los zapatistas han desplegado un gran cerco a lo largo de todo el pueblo. Hay cinco cuadras llenas de federales, listos para recibir los embates de los escuadrones que vigilan las posiciones.
¡Desde las torres del exconvento llueve metralla! Los hombres de Amador se refugian apenas ingresan por la parte baja del pueblo. Los tiros pasan entre sus piernas. Algunos caen, otros se agachan para evitar ser alcanzados. Frente al conjunto franciscano, se visten de sombra en los portones. Una vez que se sienten seguros, los federales abren los portones desde el interior de las casonas y comienzan a atraparlos uno por uno. La sorpresa llega cuando, desde una posición cercana al exconvento, se escuchan cañonazos que destrozan todo el frente de las casonas donde se resguardan. Los hombres son aplastados por los escombros.
Desde el cerco de asedio, los zapatistas escuchan los cañonazos y saben que los federales también cuentan con ametralladoras de reciente adquisición.
Un escuadrón de zapatistas, lugareños del mismo pueblo, trata de asegurar una casona que acaban de tomar. Ingresan con sigilo, paso a paso, llevando sus machetes y granadas improvisadas. Saben que los federales no solo están en el templo, pero dudan que estén esparcidos por todo el ancho del pueblo. Al entrar en una casa, son sorprendidos. Los federales, escondidos, los toman por el cuello y les encajan sus espadas hasta que la punta sale entre las costillas.
Un hilo de sangre caliente resbala por las piernas de los rurales, quienes se creyeron expertos en la traza y fueron sorprendidos. Al no haber respuesta de quienes incursionaron en el pueblo, Zapata decide lanzar un ataque a distancia a lo ancho de todo el sitio que los rodea. Comienza la hostilidad. Por todo el pueblo llueven ráfagas de plomo que parecen gotas. Esto permite que los infiltrados de Amador Salazar, a quienes se les indicó el camino por donde no pasaban los tiros, avancen con la orden de apoderarse de las ametralladoras y algunos cañones colocados en lugares estratégicos. Deben ser veloces; de lo contrario, caerán en el fuego amigo.
Ninguno de ellos logra llegar. La respuesta de los federales es letal. Escondidos en las entradas de algunas casas, los reciben con disparos de Winchester que, con certero tino, los hacen caer en grandes números.
Cuando el resto del escuadrón de la caballería zapatista llega, encuentran los cuerpos. Furiosos, se abalanzan sobre la siguiente casa. En el salón, descubren a una familia entera, temblando de miedo. Un pequeño comerciante de quesos, con sus hijos y esposa, se ha puesto delante de ellos, como un escudo. —¿Dónde tienes a los pelones, viejo? ¿Ansina os tienes escondidos? —rugió el zapatista. El anciano, pálido y temblando, no puede hablar. Solo señala una esquina de la calle con la cabeza. —Más te vale que sea cierto —le advierte el líder zapatista, levantando el machete.
El anciano, con voz quebrada, susurra: —Solo hay soldados en la plaza y en las calles que llegan a la estación de tren, ¡por Dios que se lo juro! No hay nadie más en el pueblo. El zapatista lo mira a los ojos, dudando. El anciano, con un valor que no se esperaba de él, se pone de rodillas. —Tómenme a mí… pero dejen a mi familia. Ellos no saben nada.
El rural zapatista baja el machete. Asiente con la cabeza. —No los vamos a tocar, viejo. Pero tú nos indicas el lugar.
Una vez vieron la posición regresaron a la casa, el rural que comanda la escaramuza lo mira y ordena: —¡Toma a la esposa! — Entre los gritos de los niños, que ruegan que no le hagan nada, la separan de ellos, rompen su vestido y la desnudan. Ella se cubre, llorando. —Observa bien, que de esto muchas cosas pasarán. Mis hombres van a atacar la posición, pero qué ardo de rabia si no es verdad lo que nos dices, ¿quedó claro? —¡Lo pueden comprobar! Por Dios, dejen a mi esposa… — Un golpe en el rostro lo deja balbuceando.
Un escuadrón de rurales se pone en marcha.
En la entrada del exconvento, lo que es la parte trasera de la estación del tren, se ocultaban de la metralla. La oscuridad del callejón era casi total, pero una silueta conocida se asomaba por una rendija de la puerta. Era el viejo comerciante de quesos. Con el rostro desencajado, le señaló un rincón donde unos barriles de madera yacían apilados. —¡Ahí guardan el queroseno, patrón! ¡Para las locomotoras! ¡Es todo lo que tienen! —susurró el anciano.
Se acercaron, observando todo dieron certeza—Pinche viejo cabrón, dijo la puritita verdad… ¡ahora semos nosotros los que tenemos la ventaja! —dijo el hombre con el tono fuerte y rasposo. —Tú, cabrón, regresa a la casa del comerciante y dile que ansina todo lo que dijo fue verdá. ¡Vistan a la señora y pídanle perdón! —ordenó a uno de sus hombres—. Y ahora sí, cabrones, ¿saben rezar? Porque de aquí no saldremos con vida. ¡Así como lo prometió el general Zapata! Semos unos por otros. ¡Jálenle en chinga!
Con granadas improvisadas y cartuchos de dinamita, encendieron el infierno. El aire se llenó del agrio olor a queroseno quemándose. Un silbido ascendente rompió el estruendo de la batalla, seguido de un destello cegador.
Una cadena de incendios se desató, devorando los barriles uno a uno. Los federales, que antes estaban confiados, ahora corren despavoridos, sus cuerpos convertidos en siluetas que arden en la noche. Una explosión sorda, pero potente, sacudió el suelo. El zapatista que comandaba la acción y sus hombres se cubrieron el rostro, sintiendo el calor en la piel.
¡Murieron de la gran llama que les alcanzó!
La explosión, como un grito de victoria, alertó al Consejo de Guerra. Zapata, que había estado observando la ciudad, vio el humo y el fuego que se elevaba desde el convento. Sus puños se apretaron. Era la señal que esperaban. «¡Disparen de nuevo contra la posición!», rugió. Y así, la lluvia de plomo desde todas direcciones de los zapatistas comenzó de nuevo, más intensa que antes.
El incendio no es solo un acto de destrucción, era el preludio del ataque final.
Continuará…








