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Madero Esquina Querétaro

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
29 agosto, 2025
en Editoriales
22 de febrero de 1867, Querétaro, Qro.
49
VISTAS

Abril de 1911, Hacienda de Bustillos, Chihuahua.

La Hacienda de Bustillos, en Chihuahua, despierta con el canto incesante de los insectos del alba, un chirrido agudo que rompe el tenso silencio. El olor a café recién molido flota en el aire, pero nadie parece notarlo. En la mesa, Francisco I. Madero, un hombre de maneras suaves y mirada serena, sorbía de una copa de brandy. Era su único consuelo. A su alrededor, los generales se mueven como fieras enjauladas, impacientes. Doroteo Arango, conocido por todos como Pancho Villa, fue el primero en romper el pacto de silencio.

—¡Ya, Madero, ¡por Dios! —refunfuña Villa—. ¿Vamos o no a atacar Ciudad Juárez? Estamos a un palmo de lograr la mejor ubicación estratégica de la región; esto nos permite el libre comercio de armamento y víveres para nuestros ejércitos traídos desde los gringos. ¡Vamos por ellos! —insiste el ya denominado Centauro del Norte.

—Calma, señor Arango. Con paciencia vamos a negociar la plaza con el ejército; es la mayor proporción del conglomerado federal. ¡Somos más! Así que tendrán que doblegarse. —¡Los federales solo se doblegan a chingadazos! —se levanta Villa, impaciente y ansioso—. Pascual Orozco ya tiene la mejor ofensiva para terminar de una buena vez con los pelones. El pedido encargado ya está en camino, la Colt’s Patent Fire Arms Manufacturing, y los contrabandistas de El Paso están a un día de llegar. Hay que tomar la plaza para salvaguardar el contrabando. ¡Dile, Pascual, a Madero la razón de la prisa!

Pascual Orozco ha tenido la paciencia suficiente para tratar de calmar a Villa, impetuoso, respondón y arbitrario, que solo desea el conflicto por el conflicto. Su posición es útil, pero sobra decir que lo mejor que tiene Villa es que es letal con sus hombres. Pascual sabe que debe mediar entre ellos. Tomando un sorbo más de su apretado café, debe soplar un poco para no quemarse los labios. Gana tiempo para calmar los ímpetus y, a la vez, mira su reloj. Aún es temprano para entrar en debates apostólicos sobre el ataque. —Mire, señor Madero, tenemos más de dos mil quinientos hombres dispuestos a atacar Juárez. No son pocos, están bien adiestrados y dispuestos a seguir las órdenes del alocado Villa —diciéndolo delante de él—. El escurridizo Juan Navarro comanda la plaza federal con no más de setecientos hombres. ¡Está en la mira! ¿Qué esperamos para el ataque? Debemos hacerlo ya; de otra manera, la construcción del plan con Díaz no tendrá base. Usted quiere, mi señor, negociar con el presidente Díaz; ¡señor, eso nos llevará meses! ¡Actuemos! Lo resolveremos en unos cuantos días.

Madero está en pláticas con Francisco S. Carvajal, quien representa al presidente Porfirio Díaz. Solicita el cese al fuego en las poblaciones de Chihuahua a cambio de la “inminente renuncia de Porfirio Díaz y Ramón Corral el vicepresidente”, a la cual los revolucionarios Orozco, Villa y Garibaldi no están de acuerdo. Existe el rumor de que Díaz aprovecha el tiempo para generar un gran cerco militar y tratar de apoyar la plaza de Juárez.

—¡Mire señor Madero! —entra Villa—. Si seguimos aquí haciéndonos pendejos, lo único que vamos a lograr es que la gente crea que la revolución es una verdadera pantomima. Si nos ven inactivos, no reconocerán el valor de la causa y tendremos que rehacer lo ya construido. —sentenció.

Madero, sin alterarse, se levantó de la mesa. Los chirridos de insectos del alba truenan en el caudaloso clima. Con cuidado, tomó su silla y la acomodó para no hacer ruido. Caminó hacia la mesa de servicio, tomó una copa gorda y traslúcida y se sirvió un buen tono de brandy, abundante. Reconoció la barrica, destellos de madera y canela en el endulzado caramelo le hicieron sentir emociones. Sorbió, enjuagando todas las luces en el paladar. Tragó. Es su única vía de escape de la brutal realidad que se le impone. Volteó a ver a sus generales, que le habían abierto el camino para ingresar de nueva cuenta al país, y les habló:

—La sangre de sus hombres antecede cualquier decisión que tome. Sin importar que cada hombre es un padre, un hijo o un hermano, la causa los llena de orgullo. No deseo más muertes, pero, si hay que sacrificar, que sea por una democracia cercana a lo ideal. Porfirio Díaz ha tenido desatinos; hemos mandado ya las cartas petitorias por medio del corresponsal, pero no tenemos respuesta.

—¿Cómo chingados vamos a tener respuesta si todo se pide de favor? —interrumpe Villa. El ímpetu de Madero es racional; el de Villa, visceral. No concuerdan. Madero tomó la palabra: —Señores generales, es el momento de la paciencia. Podemos lograr la rendición de Díaz de manera que solo se derrame la tinta de los escritorios, no la sangre.

Orozco y Garibaldi se voltearon a mirar, levantando la ceja a Villa, en señal de acordar. —Mire, señor Madero —entró Garibaldi a la decisión—. Lo ideal es que esperemos, pero a nuestros hombres no podemos tenerlos apostados. El sustento de comida, sus mujeres, no podemos dejar de darles su paga. Si eso pasa, habrá deserción. ¡Son un interminable campamento! Si no atacamos, estamos en el riesgo de que nos ataquen, unos por otros, mi señor. —¡Solo les pido paciencia, señores! Solo eso —sentenció Madero.

Los tres se pusieron de pie, agradecieron el desayuno, le dieron un abrazo a Madero y saludaron. Las espuelas resuenan en toda la hacienda. Ya a lo lejos sus bridones les esperan, bufando, sintiendo el olor a nervios, junto con los capitanes de pelotones y coroneles ávidos de entrar en batalla. En el camino hacia el campamento de los miles de alistados y sus mujeres, algunos con hijos, acordaron darle un ultimátum de cinco días más a Francisco Madero. De no hacerlo, ¡Van por Ciudad Juárez!

—¿Crees que el señor Madero logre el cometido con el presidente Díaz? —pregunta serio Garibaldi a Orozco mientras toman camino hacia el gran campamento—. ¡Tengo mis dudas! —hace el sonido con su boca para que se mueva el bridón, hasta suena cariñoso, monta un caballo de raza inglés que el propio Madero le ha conseguido, esto con la finalidad de que los mandos tengan montas de calidad y raza, tratando de mejorar el criollismo de todos los de caballería de los ejércitos maderistas revolucionarios. —¿Qué opinas, Villa? —cuestiona el de descendencia italiana. —Es una pendejada estar parados ¡Ya me vale madres! Si Orozco tiene razón, ¡lloverá metralla si llegan los federales a reforzar la plaza! ¿Están o no conmigo? Doroteo Arango toma rumbo al campamento donde le esperan ¡dos mil quinientos soldados a sus enteras órdenes! Al llegar, todos se pusieron de pie para escucharle: “…atención, cabrones. ¡Tomaremos camino! …”

1 de mayo de 1911, Ciudad Juárez, Chihuahua.

La insistencia de los oficiales que se habían quedado al resguardo de Francisco Madero lo advierte tocando a la puerta de la antigua hacienda. —¡Señor, por favor, urge que se levante! —insisten—. ¡Señor, el campamento está vacío! La primera en salir de la habitación es la hermosa mora de ojos de cuarto de luna, dejando perfumes a su paso. Le sigue apenas Madero, tratando de hilar la idea.

—¿Qué pasó? ¿Cómo que está vacío? —Sí, señor, los últimos escuadrones que había han salido a Ciudad Juárez —le informaron. A lo que Madero responde: —¡Pero no hemos doblegado la causa! La última carta apenas salió anoche… Al subirse a su caballo, vislumbra la última formación que parte en línea de batalla. —¡Por Dios! —vociferó con rabia—. ¡Villa lo hizo! ¡Vamos, señores, todos hacia Ciudad Juárez! — Tomaron las cabalgaduras a todo galope. ¡Es un viaje de siete días!

8 de mayo de 1911, sitio de Ciudad Juárez.

Villa lleva cañoneando algunos puntos de la ciudad de manera aleatoria, sin aviso ni ritmo. ¡Dispara a diestra y siniestra destrozando posiciones! El gran campamento revolucionario maderista está a solo unos cuantos pasos de formación. Algunas escaramuzas se dejan ir por la parte norte de la ciudad. ¡Nadie los repele! Logran ingresar y dinamitar algunos puntos, mientras los civiles en asombro se reúnen en casonas y templos. Comienzan a saquear los víveres de la ciudad en los mercados. Los corceles hacen batallas imaginarias al recorrer todos los lugares a gritos y disparos.

¡Aún no hay enfrentamiento! Villa lo considera un ataque a las mentes de las personas. En una escaramuza, los hombres de Pascual Orozco raptan a hacendados y caciques de la zona. Las haciendas que rodean la ciudad son vastas y llenas de riquezas. ¡Toman animales y granos! Saquean todos los víveres, cabezas de ganado, montas y se roban a las mujeres. ¡No es botín! Es acompañamiento.

El párroco de Ciudad Juárez es José María Ortega, uno de la diócesis. Al estar ya acorralado por el sitio de Villa, Orozco y Garibaldi, optó por abrir el templo para dar cobijo a la mayoría de los pobladores posibles.

Como a un santo, llevan a Villa al hacendado de mayor poder de la región, Luis Terrazas hijo, que con su hacienda San Miguel de Babícora, con extensiones inmensas de más de trescientas mil hectáreas de ganado bovino, surtía con la carne que se exportaba a El Paso. La intención era mandar un mensaje a la familia Terrazas, que a pesar de que no estaban de acuerdo con el latifundio de Porfirio Díaz, ¡sí hacían de las suyas con la explotación!

—¡Dime, cabrón! ¿Moviste tus ganados hacia otras regiones? ¿Las mandaste a los cerros? —preguntó Villa sin percatarse del sufrimiento del hacendado, quien solo hace por respirar entre las heridas en su rostro. —¡Contesta, cabrón, cuando te hable el general! —le dijo “Carnicero” mientras le daba otra bofetada. —¡Tomen lo que deseen, señores! Solo dejen a mi hija en paz. ¿Quieren las cabezas? Tómenlas, no lo impediré —tose mientras un ojo está perdido por los golpes.

Villa, sin mediar nada, se acercó y con todo el frío movimiento, insertó su cuchillo de monte entre el tercer espacio de las costillas, poco a poco, viendo cómo se hundía entre gritos de dolor del hacendado, ¡hasta que topó! —¿Puedes respirar? —le preguntó. Jalando aire de donde pudo, el hacendado le susurró: —¡Infeliz! El infierno será tu eternidad, maldito…— Respiró de fondo y sus ojos se levantaron hacia el techo. Murió. El general se levantó, retiró la hoja con húmedos tintes grana, e indicó: —¡Traigan a cada uno de los hacendados! Debemos topar con fuerza cualquier movimiento de pedir ayuda.

A las seis de la tarde, Madero llegó al campamento. El ayuno lo había dejado débil, pero su espíritu se sintió más pesado que su cuerpo. La primera visión en la tienda de Orozco lo asqueó: sobre la mesa, apiladas como macabros trofeos, están las manos cercenadas de los caciques de la región. Cada una con las llaves de su hacienda. Un símbolo de poderío, de venganza. Llegó, pero sin evitar la barbarie.

A lo lejos se escucharon las trompetas de ataque del ejército federal, que hace por retomar la posición y salen al encuentro del ejército maderista. ¡El estruendo de las armas y los gritos ensordecen la posición! La población sale del templo porque han entrado los hombres de Giuseppe «Peppino» Garibaldi ¡asestando tiros a todos los varones! Los disparos fueron clara premonición. —¡Mujeres no corran! O les pasará lo mismo —mientras los de infantería toman a las más jóvenes, las suben a las montas y salen de prisa ante el inminente ataque al templo.

Los hombres de Garibaldi han tomado la plaza, el templo, las grandes casonas y los comercios de apenas el primer cuadro. Una escaramuza federal se incorpora y los toma por sorpresa, jalando cajones de dinamita que, al acercarse a los batallones que atacan, ¡explotan en renuente estruendo de montas y hombres! Bajas considerables. La infantería de los hombres del coronel Juan Navarro ya sabe cómo atacan los hombres de Villa, así que logran amartillar con tornillos los cañones para que, cuando los lancen, ¡sea una trampa! Al caer de las montas, son acribillados sin piedad. La infantería de Orozco penetra la ciudad; son más de mil revolucionarios que tunden a tiro y machete a todos los federales. Mientras unos, en cuerpo a cuerpo, cercenan las manos en la base de las muñecas, los otros saquean las casas que resguardan a mujeres y niños. ¡No hay clemencia! Los adolescentes son tomados prisioneros y las mujeres robadas. ¡En la infinita barbarie del ataque, los desprotegidos son los más afectados!

Un grupo de federales comandados por el mismo Juan Navarro se acercan a la posición de Villa y Orozco, que apenas los cuidan una docena de revolucionarios maderistas. Un pequeño desnivel les cubre; están a una simple carrera de dar alcance a los generales. De pronto, observan una figura que poco conocen: ¡es Francisco Madero en persona! Bajo, bien vestido, apenas se vislumbra con lo grande de sus hombres…

—¡Atentos, cabrones! —dice Navarro—. Si logramos matar a Madero, este desmadre se desmorona de inmediato… ¡Ustedes! —dirigiéndose a un escuadrón—, tomen posición y corran como alma que se los lleva el diablo. Deben estar cerca de Madero, nosotros les cubriremos el movimiento. ¡No tengan piedad! Al estar cerca, deben destrozar a Madero, es el único con traje que observan… Atentos a la orden… ¡Ahora!

Los hombres de Navarro corren al polvoriento lugar desde donde se dirigen las acciones del asalto a la ciudad de Juárez. Una nube de pólvora les cubre, mientras los federales cubren el recorrido a disparos. Al llegar, la sorpresa fue mayor: ¡una escolta de caballería los recibe con fuego! Todo el escuadrón cae. La caballería, al mirar que fueron repelidos, hace por dar la espalda. ¡De entre los caballos, el segundo escuadrón de Navarro, incluyéndolo, está de frente con Villa, Orozco y Madero! ¡Se les van encima! ¡Villa cae de bruces con dos hombres encima de él! Orozco, que es más pesado, logra detener a uno, pero el otro le detiene la mano para que no saque su revólver. Los escoltas de Madero caen heridos de gravedad mientras dos hombres más lo toman prisionero, doblándole el brazo lo hincan.

—¡Mátenlo! —grita Juan Navarro, que no alcanza a llegar a la posición porque los hombres de Orozco le tienen tomado del cuello.

Listos están para sacar el revólver y darle un tiro a Madero cuando, del mismo polvo levantado, ¡salen los escoltas de Pascual Orozco con el propio general a la lucha cuerpo a cuerpo! Los puñales de los maderistas son filosos y efectivos al ser enterrados en los cuerpos de los atacantes. Pocos tiros, mucho esfuerzo. Caen los federales. ¡Los disparos de Villa fueron certeros! Quienes tenían a Madero solo vieron la tierra de cerca al caer de las atinadas detonaciones. ¡Todos sobreviven al ataque! Orozco está herido, pero nada de gravedad. ¡Juan Navarro ha sido capturado!

—¡Vaya susto, cabrones! —dijo Villa, mientras tratan de saber qué sucedió. Después de dos días de ataques, ¡Ciudad Juárez fue vencida! Francisco Madero aún no dimensiona el resultado de esta maniobra.

Continuará…

Etiquetas: CarranzadíazMaderovilla

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