Entre las muchas formas que hay para acercarnos a un poeta inmenso como lo es Antonio Machado, hay una que la juventud -la primera juventud, esa que se debate entre la niñez y la edad adulta- por suerte nos ofreció (quiero creer que a muchos) cuando lo descubrimos como el romántico finísimo que también era y no pudimos separarnos ya nunca más de sus versos: “Yo voy cantando, viajero / a lo largo del sendero…/ -la tarde cayendo está-. / En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”.
Leí y releí estos versos en la escuela secundaria, sin saber nada de los profundos dolores que acompañaron la vida de Machado, quien llevaba abrazada la de Juan Mairena, heterónimo suyo y genial profesor al que tal vez, pensó, se le podría permitir decir cosas que no eran del todo bien vistas, por ejemplo: “Un Dios existente -decía mi maestro- sería algo terrible ¡Que Dios nos libre de él!”
Sus verdaderos maestros, sin embargo, él mismo los nombra con toda justicia y cariño cuando nos cuenta: “Me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza y conservo gran amor a mis maestros: Giner de los Ríos, el imponderable Cossío, Caso, Sela, Sama (ya muerto), Rubio, Costa (D. Joaquín —a quien no volví a ver desde mis nueve años—). Pasé por el Instituto y la Universidad, pero de estos centros no conservo más huella que una gran aversión a todo lo académico”. Esto último era tan cierto que cuando fue nombrado miembro de la Real Academia, le escribió a Unamuno comentándole que él no había buscado ese reconocimiento, “pero Dios da pañuelo a quien no tiene narices”.
De todos sus maestros, a quien más lloró -también poéticamente, por fortuna-fue a don Francisco Giner de los Ríos, a quien dedicó uno de sus poemas más luminosos, que precisamente lleva como título su nombre: “ hacedme / un duelo de labores y esperanzas. / Sed, buenos, y no más, sed lo que he sido / entre vosotros: alma. / Vivid, la vida sigue, / los muertos mueren y las sombras pasan, / lleva quien deja y vive el que ha vivido”.
Decía antes que Machado tuvo grandes dolores. Uno de los más tristes lo representó Leonor Izquierdo, la preciosa niña con la que se casó cuando apenas ella cumplió los 15 años. Puedo imaginarme cómo sería visto eso en la actualidad, pero prefiero de momento pensar que para felicidad de ambos, porque se amaban, fue posible en esa época. La felicidad, sin embargo, fue amargamente efímera: sus nupcias se celebraron el 30 de julio de 1909 y tres años después ella moriría víctima de una forma de tuberculosis para la que entonces no había cura.
Machado es poesía, pero igualmente enorme intelecto y, a su modo, genio filosófico. Joaquín Xirau decía que Unamuno era una forma de sentir; Ortega y Gasset, una forma de pensar; mientras que Machado era una forma de ser. Y ser, desde la poesía, era la mejor forma de existir para este hombre que se empeñaba siempre en luchar por lo mejor para todos y, desde luego, para España. Así que cuando vino la II República, en 1931, fue el primero en cantarle lleno de esperanza. Seis años después, él mismo recordaría el grandioso suceso:
“Mi amigo Antonio Ballesteros y yo izamos en el Ayuntamiento la bandera tricolor. Se cantó la Marsellesa; sonaron los compases del Himno de Riego. La Internacional no había sonado todavía. Era muy legítimo nuestro regocijo. La República había venido por sus cabales, de un modo perfecto, como resultado de unas elecciones. Todo un régimen caía sin sangre, para asombro del mundo. Ni siquiera el crimen profético de un loco, que hubiera eliminado a un traidor, turbó la faz de aquellas horas. La República salía de las urnas acabada y perfecta, como Minerva de la cabeza de Júpiter”.
Me conmueve la convicción democrática de Machado, la exaltación de la voluntad de los electores, el cambio pacífico que de esta puede emanar. No era un político, porque sabía desde la atalaya de la poesía algo que incluía también a algunos de los escritores y poetas del momento incapaces de mover un dedo por un régimen legítimo y por la democracia: “en política solo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela”.
Y a pesar de eso reivindicaba el acto de votar, las elecciones como la gran fórmula para cambiar las cosas. Era un reformista amigo de todos los republicanos, pero siempre defendía el entendimiento antes que la violencia. En su Retrato, escribe: “Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, / pero mi verso brota de manantial sereno; / y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, / soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Ahora se acaban de celebrar los 150 años de su nacimiento, y cabe recordar que este Antonio Cipriano José María Machado Ruiz, nacido el 26 de julio de 1875 en Sevilla, moriría prácticamente con la República el 22 de febrero de 1939 en Colliure, Francia. Y era quien creía ser, un ser humano bueno. “Hay dos clases de hombres: los que viven hablando de las virtudes y los que se limitan a tenerlas”.
@ArielGonzlez FB: Ariel González Jiménez








