No es con exactitud una biografía pero sí un repaso pormenorizado del teatro que ya es leyenda. Luisa Josefina Hernández, la dramaturga, le cuenta a David Gaitán, también teatrero —y su nieto—, los pormenores de escritores y directores que hicieron época en la escena nacional, a partir de los años 50. Ella es franca y se confiesa privilegiada porque nunca tuvo que hacer más trabajo que escribir obras, contra los casos de su generación, que hacían “chambitas” para sobrevivir.
Solo con sus 12 obras, compilada como Los grandes muertos, Luisa Josefina Hernández podría descansar tranquila (nació en 1928 y sobrevive a Emilio Carballido, Sergio Magaña, Jorge Ibargüengoitia, Héctor Mendoza y Elena Garro, entre otros). Dice algunas verdades de a peso en su libro publicado por Ediciones El Milagro y la Universidad Autónoma de Nuevo León: Memorias. Una sentencia: “la mentira es cómoda, la mentira nos protege, nos evita enfrentamientos, la mentira es afable y acariciadora”. Otra: “triunfar, y ese puro deseo es peligroso, si el éxito implica gustar a públicos mal educados”. Magaña y ella, dice, era una de sus diferencias con Carballido.
Una más: “el crítico literario en general no está entrenado para leer o ver teatro, salvo en casos especiales…enfoca el teatro como si fuera prosa, y muy enfáticamente no lo es”. Una de gravedad: “hay una pléyade de malas escritoras que se dice discriminada por su sexo; creo que hasta tienen una sociedad y algo consiguen de vez en cuando”. Excluye a Elena Garro: “en el siglo XX el mejor libro escrito por una mujer fue Los recuerdos del porvenir…quien también escribió Un hogar sólido, muy buena obra de teatro. Una personalidad muy discutida en perjuicio propio”.
Fascinante forma de contarla de Luisa Josefina Hernández, que dice: “los artistas ni siquiera tenemos clase social”. Aunque ella no necesitó laborar, como Héctor Mendoza, “con más de 40 años y fama de ser el mejor director de México, y morirse de hambre” (a esa edad). Duras apreciaciones de la dramaturga que, advierte: “el arte no es para cobardes”.
Un libro que concluye con una clásica de Sófocles: “Y que nadie se precie de su vida hasta después de su muerte”.
¿A poco no dan ganas de leerla?