LA APUESTA DE ECALA
La ciudad reboza de una pobreza poco conocida por algunas familias, en sí, las casonas que rodean la desvencijada plaza de armas, da un toque de pestilencia, debido a las innumerables familias que habitan estas vecindades, que en su época debieron de ser casonas señoriales del alcurnia.
Es en este tiempo que la ciudad requiere de una descripción poco conocida.
Cuando subes a la plaza de armas, se observa una calle empedrada, a la misma plaza la rodean descompuestas piedras, viejos y despintados autos le dan la vuelta y los árboles tienen cal hasta la tercera parte de su tronco, mal podados por supuesto.
Al caminar uno se encuentra que de frente a la casa de la corregidora —que de por sí absorbe la cárcel de la ciudad y uno puede saludar a los presos desde su celdas — está la fuente de los perritos, misma que sirve de frescura y descanso a quienes caminen por sus espacios.
En el riesgo de meternos a la vecindades —por ser descubiertos como no habitantes del lugar y ser golpeados — logramos ver que los lavaderos son compartidos por todas las señoras, tendidos en los patios de arcadas elegantes, vemos desde calzones, hasta brassieres de tamaños varios.
¡El olor es inconfundible! entre orines y vapores humanos, al pasar por cada cuarto —
que no debería de haber tanta gente allí metida— se logra ver un fogón, un colchón, el baño, la mesa de comida, la ropa amontonada, unas botellas de cervezas y revistas ¡todos en un cuadro de no más de tres metros por tres!
Las otrora y elegantes escaleras están llenas de parejitas.
La casa de Ecala está abandonada y llena de triques —como si el tiempo hubiera determinado que esa gran mansión fuera una bodega de la secretaria de la familia—
no existiendo quien la cuidara, uno se podía meter a cualquier rincón y descubrir que era el lugar de residencia de más de dos vagos.
¡Así todo lo que rodea la plaza de armas está deshecho y abandonado¡ las paredes llenas de agujeros y mal pintadas, recuerdan aquellas gráficas de guerra de los libros de segundo de primaria.
Cuando uno camina y baja por el andador libertad, se encuentra de frente con mismas vecindades —y mismos olores— hasta la calle de corregidora, en donde se descubre una escultura de bronce de don Venustiano Carranza, y debajo de esa plaza, un estacionamiento.
Cabe resaltar las cantinas y los bares que rodean esa plaza —que a partir de las seis de la tarde ya llaman a las mujeres, que por destino, decidieron dedicarse a la vida galante— toda la plaza llena de prostitutas que asisten a sus clientes en las posadas de Pino Suárez y Juárez.
¡Qué difícil ser niño en Querétaro de 1976!
El Jardín Guerrero es un centro fabuloso de diversiones por su circular pista de patinaje… ¡hasta que llegan las siete de la noche! en donde los vagos de las calles de Guerrero y Ocampo, se dedican a bajarnos el dinero, fuera con amenazas, hasta los simples golpes, pasando por las advertencias de que si no traías dinero en la próxima te tocaba doble, para que les dieras tu domingo, veinte centavitos de cobre —que nos alcanzaba para el señor de los barquillos de crema de fresa con coco y cajeta, cuatro tacos de cabeza y una coca—.
¡Ya todos sabíamos de los vagos del Jardín Guerrero! y si los veíamos venir nos propinaban semejantes corretizas, y uno que otro terminábamos en el callejón de Matamoros, esquivando poses sexuales de los enamorados, para escondernos.
La orden de Mamá es clara: ¡tienen prohibido ir a la cruz de noche por los vagos de Tres Guerras! Y vaya que nos daba miedo, porque también había advertencias de la calle de la Leona Vicario y de Ocampo esquina Escobedo.
El Cerro de las Campanas, lugar histórico, era una verdadera pesadilla para la autoridades de seguridad.
Los pandilleros y porros de la uni, hacían y deshacían con fechorías por toda la ciudad, algunos estudiantes tomaban camiones y se dedicaban en los depósitos de cervezas a vaciarlos, luego se subían y se las bebían en el cerro de las campanas ¡lugar más que prohibido para ingresar las patrullas! y si alguna osaba hacerlo se vería en la penosa necesidad de ser incendiada.
¡Y lo cumplían!
El mismo cerro era ya famoso por los cientos de autos con parejitas, borrachos y fiesteros que llegaban para animar la noche ¡que tiempos dicen algunos! pero los niños vivíamos constantes temores por las hermanas que no llegaban y las mamás en llanto porque sus hijas no aparecían.
Al otro lado de la casa de mi amigo Esteban, un lugar llamado el Safari, en donde la música, los borrachos y las interminables bandas de música ¡no terminaban en toda la noche! sin considerar que un diario famoso estaba a una cuadra del tugurio aquél.
Dirás tu amigo mío ¿entonces en que se divertían? bueno pues toda la chiquillada nos juntábamos en casa de alguien a jugar fútbol, los que más riquillos eran vivían por el panteón y allí había una alberca que te dejaba entrar a nadar por unos simples centavos, otros más – los más listos- los metían a sus clase en bellas artes del centro.
Y otros, sus papás decidieron sacarlos de aquella ciudad, en donde apenas unas cuantas fábricas daban trabajo y así varios tuvieron que dejar el terruño y buscar nueva vida en internados o escuelas en los iunaites.
Existía un lugar llamado Acuasol, por la cimatario —otra colonia de riquillos— dónde a cualquier hora podías ir a echarte un buen chapuzón.
Tal vez la mejor medicina para los niños que vivíamos en aquel Querétaro fue la televisión —que no se veía nada antes de las cuatro de la tarde, porque no había transmisión— y comenzábamos la barra con las caricaturas de un gato y su pandilla, uno que otro perro que hablaba y terminábamos con el repetitivo y singular programa de un tal chapulín de color rojo.
Ya de más tarde las trilogías policiacas y una que otra historia de terror de misterio en su casa… ¡y a dormir!
¡Existe a quien en esta época le causa nostalgia! yo más bien digo que nos causaba terror, hoy nadie habla de aquella ciudad, hoy vemos a nuestras calles brillantes y llenas de color, con sus andadores y farolas de luz iluminado, con museos y tiendas de prestigio.
Pero existió una vez en 1976, una ciudad de maleantes, vagos y pandilleros, que te bajaban el dinero de tu día para el jardín, y que no había quien te diera una ayuda, se entraba a un lugar de abusos y golpeadores, a quienes los veías en la escuela, en la calle y en misa… esa ciudad se llamaba Querétaro.