LA APUESTA DE ECALA
Axayácatl el joven esposo de su prometida de 16 años Huitzilxochitzin —nombre tomado así por su abuela la gran señora de Tacuba— esperaban con ansia el rito para el desposo, sentados los dos dentro del cuarto de preparación
—… tú, padre, serás la raíz y base de la familia —le rezaba el sacerdote mientras lo impregnaba de perfumes—.
—…tú, mujer que sales del Calpulli de tu familia para ingresar al sagrado recinto del hombre, a quien le darás descendencia y continuarás con el linaje, que, de no ser así, cederás el lugar a una consorte que esté dispuesta a dar vida… —le recitaba el sacerdote mientras la impregnaba de perfumes, algunos de ellos con la base de la orina de su próximo esposo—.
—Tus padres joven Axayácatl —cara de agua— han permitido que te una en un nudo con la que será tu esposa, y esta unión será interrumpida solo si no hubiera hijos, de tenerlos, arderán en vida como el fuego que aquí tenemos…
—Tú Huitzilxochitzin, tengo en presagio de los caracoles y las estrellas, que darás a hijo un emperador, que cambiará el destino de nuestra raza, será un nuevo hombre construido del fruto de tus entrañas, y que las estrellas me dan, como mayor encomienda, que lo llames Motecuhzomatzin, señor de todos los señores, y emperador de todos los emperadores.
Al paso de tan solo unos meses la joven esposa e 16 años del emperador Axayácatl quedo embarazada, así que fue pertinente en las recomendaciones de todas las parteras, las cuales ya visitaba desde la primera noche del tálamo nupcial.
«…no estés cerca de fogón alguno, podrá salir el hijo con manchas negras; no mires color rojo alguno, o el niño nacerá con los pies primero… no veas a ningún ahorcado, el niño podría sufrir asfixia por su propio cordón…»
Así, la hermosa emperatriz de piel color de la corteza del árbol, y pies suaves como la hierba, tuvo un agradable embarazo.
En las noches de intimidad con el emperador, solo era posible una posición, en donde el hombre estaba detrás de ella —para que el niño no viera el cuerpo desnudo de su padre— y los dos recostados en el piso, lugar sagrado por supuesto, previamente santificado por el sacerdote quien presenciaba la intimidad para que la mujer no fuera lastimada y juntarse en el universo, dos seres que recién cuidaban al heredero.
¡Cuando por fin llegó el parto!
La noche estrellada en el palacio del emperador —que era custodiado por sus caballeros águilas, élite de resguardo y protección— avanzaba con cautela, ella era atendida en sus dilataciones con un esmero digno de su estirpe, cuatro parteras atendían sus necesidades, una de ellas en especial cuidado de que la bolsa no se rompiera y así tener un parto amplio.
El ejercicio de tener su primer hijo a esa edad es el ideal, las estrellas fechaban el día y las condiciones del parto le darían el nombre al hijo, en su caso, si el dolor era intenso el sería un gran guerrero, por otra parte, si naciera sin dolor alguno —o el mínimo— será sacerdote.
¡El dolor fue intenso! pero de pronto disminuyó al mínimo. ¡Guerrero sacerdote! un emperador que equilibraría estos dos mundos de la amplia y compleja cosmovisión tenochca.
Al nacer el niño venía con cara de enojado, por ello el nombre cambió, de Motecuhzomatzin —señor de señores— a Moctezuma, el que se enoja y es ceñudo.
¡Será su signo por toda la eternidad del nuevo Tlacaélel!
Durante los primeros años de su infancia, Moctezuma era de gran valentía y enérgico, siendo noble, no participaría en la crianza de la agricultura, pero se interesaba en ella; no participa de la pesca, pero era hábil; lo que si le interesaba demasiado era la religión y sus profecías.
La rigidez de su padre acerca de los quehaceres del imperio aún no era de su interés —ni de uno o de otro— el ingreso al Calmécac le daría la consistencia necesaria para prepararlo aparte de los demás, en las artes de la política y de las guerras, educación privilegiada exclusiva de los hijos de los emperadores.
¡La disciplina a los niños era implacable! férrea y dura
Si Moctezuma hace un berrinche o demostraba estar en contra de una orden, una tutora le impregnaba la boca de hierbas amargas —¡un emperador nunca miente! — le decía mientras le encajaba una espina de maguey atravesando la lengua.
Y si recurría en alguna de las anteriores faltas ¡azotes con ortiga!
—Un noble tiene como voluntad y don de los dioses, ser honesto, valiente y en todo momento apegado a la verdad— le acariciaba su cabello mientras calmaban sus lágrimas.
Así creció Moctezuma dentro de una disciplina, que, al comprenderla y forjarse en el crisol de la familia, logró sobreponer un estado exacto para ser emperador ¡aunque su fascinación seguía siendo la religión y las profecías!
¡Especialmente una!
Aquella de que regresaría el ciclo solar de Tloque Nahuaque, el hombre más sabio de la existencia de la historia del imperio Tenochca, el dios protagónico de la existencia e inexistencia, creador y ordenador de todas las cosas, creador de la primera pareja de humanos y jefe supremo de las cinco edades del mundo o cinco soles.
Que una vez partió y ¡prometió regresar!
Moctezuma sabía todo de aquella profecía, el inicio y el final, de memoria recitaba lo aprendido en el calmécac – que fue su materia preferida la historia de las profecías-
¡Un solo Dios una sola persona! recitaba la oración a Tloque Nahuaque, inciensos, fogatas y ritos cíclicos acompañaban esta profecía.
¡Moctezuma amaba a Tloque Nahuaque!
Le llamaba la atención a Moctezuma porque sus antepasados no habrían erigido grandes templos a él — eterno dios— no había doctrina cierta y precisa para adorarle, ¡quien todo había hecho! que todo había construido, que el cosmos era su piso y su techo.
¡Dios de los dioses! pensaba el joven próximo Tlatoani.
En su propio tonalámatl —diario personal— Moctezuma escribía los augurios de su tonalpouhqui —presagios— en los cuales prometía encumbrar a su Tloque Nahuaque hacia el templo de los sacrificios, aquel conjunto de torres y basamentos en donde se coronaban a los tlatoanis y se hacían los ritos principales de la gran urbe de Tenochtitlan, ciudad de las dos lagunas, una de sal y otra de cristalina y dulce.
En una ocasión sugirió al gran sacerdote entronar un templo a su amado Tloque, a lo que el propio sacerdote le acusó de blasfemo con su padre cara de agua Axayácatl, quien no le recriminó, pero le dio anuencia para conversar.
Cerca del trono del palacio, fue presentado con todas las reverencias al lugar ¡el hijo Moctezuma a su padre el Emperador, señor del sol y del cosmos!
—¡Mi muy amado y esperado hijo Moctezuma! ¡mi aire y mi mañana! ¡mi cervatillo de ojos negros! ¡mi nube que me da la frescura que mi sol no queme mi piel!… ¡dime amado hijo! ¿porqué resistes a que tú siempre amado Tloque Nahuaque ya no vendrá y no nos acompañará?
—¡Mi señor emperador! mi dueño de la esperanza ¡mi flecha de guía y trono de espera! ¡mi señor que me alimenta y cubre mi cuerpo con su manto! ¡mi esplendor de la tarde y dueño de mi cuerpo!… ¡mis sueños se posan en tu frente! ¡y no hay temores porque tu abrazo me hace crecer el espíritu que ronda mi cuerpo!… ¡mi padre amado por su pueblo!… solo deseo hacer de tu conocimiento que, en veces, mi alma se suspende en un elixir de sentimientos al recordar solamente sin tu permiso, que alguna vez existió el rey y único dios Tloque Nahuaque! ¡solo es eso mi señor de ojos de águila!
—¡Mis sacerdotes están inquietos con tu pensamiento dulce miel del maíz!
—¡Mi señor dueño de mis voluntades y de mis aciertos! es solo un recuerdo que deseo rescatar, ¡no observo con mi lentitud de acertar que exista un templo hacia mi amado Tloque Nahuaque! ¡es y no hay! en ello mi atrevimiento.
El emperador se acercó a su hijo y le tomo por el hombro, para que caminaran juntos, así lo alejó de los oídos del sacerdote —el mismo que lo había acusado— y lo acercó a una de las terrazas que daban al gran mercado, lucía repleto de personas en sus negociaciones- y con reverencia le dijo:
—¡Hijo dueño de mi sangre y de mi carne! desde que tu llegaste en tu propia señora madre y amada esposa, vi el rostro diferente de un emperador, tu señorío opacará lo que yo haya hecho.
—¡Mi señor tus palabras tejen mi cesta de aceptación de tan amorosas! construyo un recuerdo en este momento, lleno de esperanza para mi corazón ¡prometo no olvidar tu enseñanza!
—¡Hijo escucha! ¿para que templos y torres en honor a Tloque Nahuaque? ¡si es dueño de todo! ¿por qué tu corazón se enciende de fervor por quien llevas dentro de tu espíritu? ¡por qué él te construyó del barro! ¡no necesita tu amado Tloque Nahuaque templos y torres!… ¡porque él está en todas partes¡¡el tiempo se dobla ante su nombre, las estrellas son su vestido y nuestra vida su templo!
Moctezuma hizo la reverencia y se fue lleno de entusiasmo.
«¡Mi amado Tloque Nahuaque volverás! ¡te miro en las profecías! ¡nos enseñaste el arte de sembrar, el arte de pescar, a los sabios les diste inteligencia y a las mujeres el don de la vida!»
¡Rezaba todos los días a todas horas!
Municipalidad del ayuntamiento de La Española.
Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano, oriundo de Medellín, en la Extremadura de España, había pasado algunos meses en prisión dentro de la isla La Española, acusado de tratar de sublevarse a un mando militar, el joven bajo de estatura y férreo defensor de las alianzas para lograr cualquier cabo, fue echado a patadas de la cárcel por cuestiones que ya estaba armando un motín.
¡Peligroso muchacho! dictaba la sentencia de libertad hacia su persona, el alguacil de la cárcel —con quien incluso había hecho amistad— le resultaba hasta gracioso las andadas y aventuras de este joven español cerrado de barbas y con un acento extraordinario, sus mocedades se entrelazaban entre mujeres y parrandas, así como el de lucir alcurnia alguna —que no tenía— pero que al contarlas hacían la delicia de quien le escuchara.
Una de las pasiones de Hernán era la caballería y la navegación, oficios bien aprendidos en su vida, en donde tuvo el privilegio de navegar para llegar a la Española con el afán de hacer la vida.
Desde que Colón tiempo atrás había dado a conocer el nuevo mundo, rumores de ciudades llenas de oro, de mujeres hermosas y diferentes a las malolientes hispanas ¡le hacían el caldo de las viandas!
Contaba Hernán con un primo que de andanzas le correspondía, que por cartas se anunciaban, Francisco Pizarro, un navegador rico, que de familia bien hecha —a diferencia que de Cortés— se pronunciaba por explorar el nuevo mundo.
¡Hacía ya más de una década que Hernán había dejado a sus padres! y había obtenido el permiso de ser el escribano y administrador —que en esos años era necesario en extremo— de los asuntos de la corona en aquellos lares.
Estudioso de la universidad de Salamanca, dejó los mismos por irse a las indias a buscar el oro y la aventura —es allí en donde obtendría la sífilis— enfermedad que le recorrió sus juventudes y no había cura alguna.
¡Fue a la guerra en las invasiones a Italia! en donde aprendió la técnica y los favores de tan emblemático quehacer, siendo diestro y azuzado, los bautizos bélicos le dieron razón de ser…
—¡Deseo ser el conquistador del mundo! escribiría en sus cartas.
Levantaba su botella de Ron, un licor de las recientes islas anexas ahora llamada La Española, en donde una vez liberado, dio rienda a una expedición que había escuchado en una juerga de ibéricos:
—Que las mujeres de las tierras donde encalló las naves de Córdova y Juan de Grijalba ¡diosas del mar! que las he visto…
—Anda haragán ¡que las de aquí son de lo mejor!…
—Hernán… ¿dinos que mujer te apetece?
—Pues de las ellas la más dotada ¡la del oro! porque nunca es infiel, la que nunca se termina y los hombres pelean por ella, la que nunca te abandona y de sus caireles de luz te nutres para tu eternidad… ¡el oro!
Fuertes carcajadas y choques de botellas de ron, el elixir de las cañas.
¡Jerga hasta el amanecer!