LA APUESTA DE ECALA
Tal vez el momento de mayor tristeza lo vive en la celda, un verdadero rincón de ratas, en la esquina inmediata hay un valde que sirve para los desperdicios humanos —escupitajos y orines principalmente— un catre todo roído, profundamente hediondo, en la parte superior una simple ventana de círculo del ancho de muro de una vara, hace imposible siquiera sacar la cara para respirar aire fresco, si alguien en algún momento consideró que había una celda digna de llamarse muladar, era porque había conocido la cárcel de Tepeacuilco.
Atado de manos y de pies, con un simple pantalón y una camisa de cordones, sus botas de antaño lustrosas, ahora viven sus peores momentos, no le han desatado desde Temazcala, por lo que sus necesidades las ha tenido que hacer en sus propias ropas, la peste le causa nausea.
Por su mente recorren los caminos de la última batalla, cuando lo sorprenden los realistas con un batallón de quinientos hombres, causando confusión en Tehuacán, aquella en donde se dirige a Nicolás Bravo cuando sus caballos chocaron y en la caída, pierde tiempo el apresado y lo capturan, no sin antes dirigirle la última orden como general a Bravo:
«…diríjase y salvaguarde al congreso, al tribunal de justicia y al personal del ejecutivo, le instruyo para que les de cobijo en lograr escapar de los realistas, que, aunque yo perezca, importa poco»
Bravo tomó su monta y a todo galope —en un redomón azabache— se dirigió hacia la boca del lobo, Atenango del Río, de donde había salido el ejército realista, a lomo del brioso corcel logra dar alcance a los poderes y les escolta hasta la llegada a la sierra, en lo más profundo.
Los alegatos afuera de la prisión de Tepeacuilco son de volumen considerable, no hay empacho en callar lo sucedido:
—¡Le hemos capturado!
—Congratulaciones a todos, debemos de inmediato generar un juicio y llevarlo al paredón.
—La horca sería lo mejor, ¡fusiladlo! gritaban los realistas… ¡fusiladlo!
De todos era sabido que, si un eclesiástico caía o era sorprendido en armas, el fusilamiento era lo que marcaba la ley novohispana, pero el virrey Callejas buscaba a toda forma dar un escarmiento duro a los ejércitos insurgentes, teniendo en cuenta que podía ser la estocada final al movimiento.
Debía ser cauto, la jurisdicción le pertenecía al clero, en sí al derecho canónico, hizo correr una carta al coronel Eugenio Villasana con las órdenes de que hacer con el preso —en lo que se decidía su futuro inmediato— también pensó Callejas que lo debía sacar de allí porque los insurgentes ya planeaban recuperarlo.
Dos simples campesinos de Huisuco fueron los testigos del levantamiento del preso, dando fe que era el personaje buscado.
El prisionero ya tenía llagadas las muñecas y los tobillos de las cuerdas —mismas que no se le quitaron en todo el trayecto hasta que llegó a la ciudad de México— ya le sangraban y se habían encarnado.
Dentro de todo este proceso de papeleo y misivas, el coronel Manuel de la Concha estaba indignado porque no se ejecutaba la orden de fusilamiento como lo marca el derecho canónico, además de estar enemistado con Villasana, quien no le caía en nada debido a su heroísmo fingido y continuo ensalzamiento del virrey.
El mensajero del virrey le entregó a Manuel de la Concha la orden de trasladarlo, porque él quería se juzgará en Puebla, por la rapidez de cumplir la sentencia.
Cuando los insurgentes supieron de la captura, el diputado Carlos María de Bustamante comenzó las negociaciones para lograr un trato digno al preso, mismo que insistía en constantes misivas al virrey —quien no las tomaba en cuenta — en donde se solicitaba que no se le tomara como preso, sino como uno más de la voluntad de una población justamente irritada, que procuraba el preso solamente inspirar esta desventaja entre unos y otros, y que en ello, era la misma América quien reclamaba su libertad.
Callejas en tono de burla, no hace caso a las misivas y reitera la intención de hacer un juicio en la ciudad de México, con la firme intención de buscar aleccionar al movimiento insurgente.
El propio Bustamante vuelve a escribir otra carta, ahora con un tono que apela a la conciencia del virrey:
« ¡Cuidado, pues, con los azares de la guerra! ¡cuidado con las vicisitudes de los imperios! ¡examine vuestra excelencia nuestra situación y recursos y tiemble por la venganza! si vuestra excelencia se muestra cruel ¿qué puede prometerse si las contingencias inesperadas de la campaña lo ponen en nuestras manos? ¿acaso sus prisioneros tendrán derecho para implorar nuestra piedad?…
… Dios guarde vuestra excelencia muchos años. Tehuacán, 17 de noviembre de 1815. Lic. José Sotero Castañeda, Presidente del Congreso; Lic. Ignacio Alas, Presidente del Gobierno; Lic. José María Ponce de León, Presidente del Supremo Tribunal de Justicia.
Al Señor Capitán General del ejército español Don Félix María Calleja del Rey»
¡No hubo respuesta alguna!
El juicio al preso maniatado de las cuerdas encarnadas, comenzó, con grande desventajas para él, pues se consideraba una lección a los insurgentes, más que salvaguardar las leyes y derechos emanados de la Novo hispanidad.
¡En todo momento un juicio desleal! con lo que esto conlleva.
Callejas fue cauto y en primera instancia hizo confesar al reo con un sacerdote, creyendo que, en un hecho insólito, el confesor violara su secreto de confesión y se le fincaran cargos por asesinato.
Al preguntarle los juzgadores al sacerdote si había confesado asesinato el contesto:
«…en efecto lo confesé, y lo único que puedo decirles, es que, si se le desea acusar al preso de asesinato, deberán buscar otro delito»
Durante el tiempo del juicio —aunque lo negara Callejas— las prácticas habituales de los carcelarios son de torturar de mil maneras a los prisioneros, sin olvidar que el gobierno de las Américas, mencionado por Bustamante buscaba la protección del reo.
Fuertes azotes se le dieron y jamás se le soltaron las manos y los pies desde su captura en Tehuacán, solamente cuando se le ponía ese ridículo vestido para mofarse de él en los tribunales, y los recorridos con su vela verde en la mano. Callejas había hecho de este juicio un espectáculo grotesco, en donde la figura del reo estaba siendo encarnizada ya por quienes veían los hechos.
Así, el inquisidor decano dio como escarmiento delante de todo el tribunal, veinte azotes al reo, quien de rodillas recibió el castigo, y a su vez se le conminaba a confesar varias cuestiones.
—¿En dónde el reo pueda decirnos el lugar exacto de las provisiones de armas, pólvora, arsenales y hombres con los que cuenta la insurgencia?, que conste que, de no hablar palabra alguna, será acreedor a otros veinte azotes con la punta de fierro.
El reo no contestó la primera amonestación y recibió los azotes en la espalda.
Al paso de unas horas —exhausto— indicó el lugar exacto de lo solicitado. A su vez Callejas era informado de todo lo concerniente en los tribunales.
—¡Abjúrate de tus errores y confiesa que la novohispanidad vive y se mantiene en el centro de esta justicia!
—¡Me abjuro! — dijo el reo ya cansado y adolorido por los azotes y las marcas que se comenzaban a infectar en sus muñecas.
Al día siguiente lo vistieron de sacerdote —sin bañarlo— y se dedicaron bajo el derecho canónico, a degradarlo, aplicando el autilio por parte del santo oficio. El presidente del santo oficio doctor don Juan José de Gamboa, ordenó la deposición perpetua y degradación solemne, para el 27 de noviembre de 1815.
El reo que ya había sido vestido para una ordenación sacerdotal y teniendo en sus manos el cáliz mismo, fue despojado de todas y cada una de sus vestimentas, hasta quedar en andrajos, como señal de su degradación.
—¡A partir de ahora eres oscuro y enteramente detestable por tus maldades sin ejemplo!— le sentenció el obispo.
Una vez terminado el rito, fue entregado a los mandos militares representados por el comandante Manuel de la Concha, para que hiciera lo pertinente.
Escribiera el obispo una carta ese día, dando un epitafio a lo vivido:
«…abecilla sanguinario, astuto, dominante y alguna vez afortunado, no presentaba ni remotamente la esperanza de su caída. Engreído y altanero y mandando siempre en déspota, parecía que su persona tenía más barreras que vencer, no menos por esto que por la influencia tiránica que se había adquirido sobre los bandidos.
Galeana y otros muchos, y como caerán los restantes, según la Divina Providencia vaya apurando su sufrimiento respecto de cada uno. Es necesario confesar que jamás hemos experimentado más visiblemente la protección y amor del Señor a nosotros que en estos años de tribulación y pesares, pues que después de tantas crisis peligrosas, de tantos momentos en que la esperanza de la salvación huía de tantas apariencias de ruina, ha derramado su piedad auxilios extraordinarios y ordenado circunstancias milagrosas»
Este texto fue ditado por un impresor de libros que hizo famoso este acto de juicio al reo tan solo unas semanas después.
San Cristóbal de Ecatepec, 22 de diciembre de 1815.
Una vez que el reo sentenciado y degradado como sacerdote —aquel de las cuerdas encarnadas en sus muñecas— visitara la capilla del Pocito del cerro del Tepeyac, fue conducido a su último gusto.
Le sirvieron un jugoso caldo de garbanzo, con verduras y algunos pequeños pedazos de pollo, acompañado de tortillas y un tarro de agua de chía, sentado en una mesa rodeado de soldados realistas. Después de comer, le invitaron un pequeño dulce de miel que cubría algunas pepitorias con piloncillo, un café aromático y escaso le fue servido. Pidió a uno de los soldados si le regalaban un puro de hoja —de Veracruz— a lo cual accedió sin chistar, hasta amigable.
A las tres de la tarde una turba de pobladores de San Cristóbal trató de armar algún bullicio en la ciudad, pero los realistas amagaron de inmediato y se esparcieron rápidamente. Al sonar las campanas de las tres de la tarde, el reo se levantó de la silla y se dirigió al coronel Manuel de la Concha, le dio un fuerte abrazo y le dijo:
—Ande, deje ya de mortificarse señor Concha ¡démonos un fuerte abrazo!
El coronel accedió.
El reo no quiso le vendaran los ojos, se puso de rodillas puso un crucifijo en su pecho y dijo:
«Señor, si he obrado bien, tú lo sabes; y si mal, me acojo a tu infinita misericordia»
Una sola descarga terminó con su vida, Manuel de la Concha solo expresó:
¡Qué gran general este Morelos! que la vida te premie con honores.
Mandó lo enterraran de inmediato con la cruz en su pecho…