LA APUESTA DE ECALA
Samuel es ya una adulto, sus canas y largas barbas le incluyen dentro de la comunidad de la región de Galilea, quedó atrás aquellos recuerdos de sus juventudes con sus amigos, comprendió de manera rápida su existencia en aquellos lugares cercanos al gran río, sabría que regresar a sus tiempos de adolescente, son ya una posibilidad mínima.
Dejó en el olvido a sus hermanos, su padre adoptivo y mamá, la vida que llevaba es solo un vago recuerdo, una simple brisa en la inmensidad de haber sido acompañante de Jesús en su niñez y adolescencia.
Es él quien podría narrar la niñez del Mesías, aquellos momentos en donde traviesos jugaban con las cabras de la comunidad, le amarraban cencerros a las más veloces, para que por la mañana, se levantaran todos al sonar de los ruidosos estruendos, que emulaban campanas.
El saberse queridos y amados es tal vez la mayor fuerza de Samuel, ante la nostalgia de recordar en poco su anterior visión, apenas unos cuantos destellos de sus recuerdos del tiempo.
En una ocasión el niño Jesús — de solo unos once años— le preguntó acerca de su familia, de si recordaba con claridad a su madre, y si los extrañaba.
Samuel le contestaba que sí sentía nostalgia por ellos, pero que estar a su lado habría sido la experiencia más maravillosa de su vida, que no podía explicarlo, pero la paz y el gozo de acompañarle es la razón que ahora le da sentido.
—¿Aún no sabes porqué estás aquí?
¡No Jesús! pero no necesito saber qué hago aquí ¡estoy plenamente feliz y alegre de saberme acompañado por ti!
El tiempo pasó veloz, Samuel ya sabe todas las tradiciones de los tiempos, las fiestas de las cosechas, la de las tiendas de acampar, el comienzo del año hebreo con la primera luna después de la primavera, es ya un diestro miembro de la comunidad de la ciudad de Nazaret, entronada en la región de Galilea.
Por aquellos días un suceso llamó la atención de Samuel, Jesús comenzó a reunir a personas que no conocía, solo les decía que lo siguieran y varios lo hacían, el Maestro —como algunos ya le llaman— les daba predicaciones acerca de un mundo mejor, de mayores y alentadores lugares a donde se podía llegar —siendo el hijo del carpintero José, Samuel no se explicaba cuando hablaba de su padre— pero daba a entender que todos iríamos a su presencia.
Cierta tarde una vez que Jesús regresaba de con sus nuevos amigos —discípulos les dice la gente— se acercó a Samuel para platicar mientras recogían las herramientas de carpintería del pequeño taller que estaba en la casa de María su Madre.
—Dime Lázaro —así le decía Jesús a Samuel ahora ya de grande— ¿cómo te sientes después de tanto tiempo conmigo?
— Feliz Jesús ¡muy feliz de estar contigo! antes no era nadie, solo me interesaban mis cosas, ahora he comprendido mi labor dentro de la comunidad, me siento útil y con un propósito… ¡no deseo que nada me aleje de ti!
—Es momento ya amigo Lázaro que nos despidamos, pero no por mucho tiempo.
—Dime Jesús ¿qué he hecho de malo yo para que ya no estés a mi lado?
—Nada amigo, solo que es ya mi momento, en su debida razón lo comprenderás, solo dime una cosa ¿te olvidarás de mi?
—¡Nunca Jesús! — Samuel se postró de rodillas y lloró, a lo que Jesús le tomó del hombro y le dijo.
¡Yo estaré contigo amigo hasta el fin de los tiempos!… estas palabras lo reconfortaron desde los más profundo de su corazón sintiendo una calma indescriptible, de gozo.
«Papá mira… Samuel está otra vez llorando… —vamos hija déjalo descansar un poco más, ya se ha recuperado y va avanzando nos dice el doctor, apenas van tres días de su accidente, vamos ven, déjalo descansar»
Aquella noche Samuel tuvo tal vez —dentro de su larga estadía en aquellas tierras— razón para quedarse por siempre por aquellos lugares.
Jesús y sus discípulos —que ya eran doce— partieron aquella misma noche hacia Jerusalén, la ciudad amurallada y más poderosa de la región, en donde los mandos militares romanos, el rey Herodes y el gran Sanedrín, eran los que gobernaban extrañamente aquella región, plagada de pueblos en levantamientos constantes.
Samuel al otro día cayó en una profunda enfermedad, sus hermanas adoptivas se preocuparon de sobremanera y rápidamente una de ellas corrió a avisarle a Jesús de su condición, cuando el Maestro llegó ya había muerto Samuel —o Lázaro, como Jesús le decía— quien su cuerpo ya estaba en el sepulcro.
Sala de terapia intensiva, Hospital de la Ciudad, hoy día.
Apenas tomaba el sol por asomarse dentro de la habitación de terapia intensiva, cuando Samuel abrió sus ojos, grandes lágrimas escurrían por sus mejillas, las maquinas de cardio mostraban un ritmo acelerado de su corazón.
Volteó a ver su entorno, sonidos, imágenes claras y nítidas que no recordaba, su padrastro estaba dormido en un sillón cubierto con una pequeña frazada del color azul profundo…
—¿Papá eres tú? — su padrastro se levantó como un resorte del sillón y tomó las manos de Samuel, le besaba y acariciaba su rostro.
—¡Samuel estas bien!… regresaste… Hijo… — lloraba con tal pasión como si de verdad fuera biológicamente su hijo, de inmediato habló para que viniera el doctor, tomó su celular y le marcó a toda la familia —¡Samuel ha vuelto en sí! — gritaba entusiasmado y alocado a la vez, lleno de una alegría maravillosa.
—¿Pero en dónde estoy? — su padrastro le explicó con detalle lo sucedido, le avisó de la muerte de sus amigos y que todos estaban consternados con la noticia.
—¿Hace cuánto pasó todo eso?
—Hace solo cuatro días.
—No es posible, llevó treinta años en Galilea…
—¿Qué? Por Dios Samuel solo han pasado cuatro días desde la madrugada del accidente.
De inmediato observó sus brazos y recobró su lozanía y tersura del adolescente de siempre…— ¡un espejo por favor! — se miró el rostro y solamente hasta ese momento comprendió que todo había sido una realidad alterna a la que vivía, un lugar dentro de su propio corazón.
Todos llegaron, lo abrazaron y lo llenaron de besos, pero cuando su madre se acercó Samuel quedó asombrado como el que más.
—¡Eres igual que María la madre de Jesús!… tienes su rostro.
—¡Hijo te amo tanto! pensamos que ya no ibas a regresar, que te habíamos perdido para siempre, hijo debes tomar con calma lo que te vamos a decir… sabes, perdiste a todos tus amigos en el accidente, solo quedaste tú, debes sentirte privilegiado, y también deseamos decirte… que perdiste uno de tus pies.
Samuel no hizo reparo alguno de su pie, pareciera que aquello no fuera lo importante, de inmediato una vez repuesto de las alegrías, y emociones, en calma, le pidió a sus papás que le trajeran un sacerdote.
Llegó un anciano sacerdote —de esos que apenas pueden sostenerse por la edad—y preguntó por la condición de Samuel a la recepcionista, quien le advirtió que no podían entrar religiosos a la zona de terapia intensiva. «órdenes de la dirección del hospital»
Samuel solicito a todos se salieran, quienes amablemente aceptaron, le narró todo lo sucedido, desde que llegó a la noche de Belén al nacimiento del niño Dios, hasta que salió Jesús con sus doce discípulos.
—¡Lo vi como si hubiera sido mi propia vida! — sentenciaba el joven al sacerdote que solo le escuchaba asentando con la cabeza.
Le preguntó detalles muy exactos de la vida de Jesús —que solo un teólogo experto sabría— Samuel contestaba perfectamente, con lujo de descripciones que al sacerdote le habría parecido imposible que por la edad lo supiera.
—Debes valorar lo que te ha pasado joven Samuel…¿cómo dices que te decía Jesús?
—Me llamaba Lázaro, ¿quién era él?
Cerro del Gólgota, 33 años después del nacimiento del Mesías.
La ciudad completa de Jerusalén estaba tranquila, toda la atención se habría puesto en la cena de pascua—antigua tradición que conmemora la salida del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto— unos cuantos salieron a ver la crucifixión de dos bribones ladrones y un profeta que se había autonombrado «Rey de los Judíos» en un cerro donde los romanos tenían a bien, ejecutar las penas capitales.
Los seguidores de aquel Maestro se habían recogido a esconder, debido al temor a la persecución, solo la Madre del joven maestro le seguía, acompañado de algunas personas —como Juan un discípulo de apenas catorce años— entre todos ellos esta Samuel.
Con un dolor profundo observaron como lo lastimaron en su totalidad, desde sus pies hasta su rostro —ya hinchado de los golpes— le coronaba un listón de espinas que traspasaban sus carnes, dejándolo ciego de lo encarnado de sus lastimaduras, un radiante sol contrastaban lo rojo marrón de su cuerpo, no había una sola superficie en donde no existiere una lastimadura, un raspón o a la vista de todos la misma carne en vivo, perforada y expuesta.
Una vez que lo clavaron en la cruz de madera —que previamente le habrían hecho cargar— todo se estremeció, un temblor profundo abrió el suelo y fuertes vientos azotaron a todos los presentes, la tierra y una pequeña brisa picaba el rostro de los reunidos.
Samuel veía todo delante de la multitud, entre sus manos se repetía, una y otra vez, cada vez que consagra el pan y el vino en el altar de la eucaristía, dentro del pequeño templo en el que ya tiene tiempo viviendo.
El joven Sacerdote sin un pie, se ha hecho ya conocido de la gran región de una pobreza extrema en la alta selva, sus predicaciones pareciera las hubiera aprendido del propio Jesús, a quien él le llama Amigo, cuando es el tiempo de la Navidad, la pasión con la que describe el pesebre es prodigiosa, detalles que le han hecho saber a las personas de la importancia de la llegada de cada año del Niño Jesús, a renovarnos, a limpiarnos.
—Coloquen un pesebre en cada una de sus casas, no importa si está hecho con tierra y figuras de maíz o de simple barro ¡háganlo! no dejen pasar oportunidad alguna de adorarle, de acercarle un trozo de su cena ¡invítenlo a cenar con ustedes!
En las noches cuando hace oración y queda dormido, en su sueño recuerda con nitidez la escena de mayor prodigio que ha quedado en su mente.
La resurrección de su amigo Jesús, a quien la gente le llama Cristo, pero que a lo largo de sus ya noventa años de vida, aún pareciera que María le pide que lo vuelva a cargar para arrullarle…
FIN