LA APUESTA DE ECALA
El trayecto no era en nada cercano a lo sencillo, el camino de Querétaro hacia las Floridas era vasto en tiempo y distancia, colocar las carretas llenas de oro cubierto con chocolate —que representaba más del setenta por uno del total del patrimonio total activo de la Compañía de Jesús previo a su expulsión, que de mano sabida y que será trasladado hacia Italia— dejaba que fuera preparado con cautela.
La ruta más cercana estaba diseñada para que de la ciudad en donde estaba la Universidad de San Ignacio de Loyola —Querétaro— se partiera por el camino Real de Minas que llevaba a una de las ciudades de mayor tamaño San Luis Minas del Potosí, en donde se establecía un nuevo reino que subdividía a la Nueva España: Provincias Internas de Oriente, que abarcaba desde desiertos, puertos, montañas y zonas de extremo frías, la ruta debería ser cuidada y estudiada.
Las reformas borbónicas que se extendían por todo el reino de la Nueva España y que poco se aplicaban —buscaban regresar el poder absoluto al Rey de España— tenía pensado aumentar la presencia de efectivos militares en las zonas que cubrían las minas —de oro y plata principalmente—.
Ya se hablaba por los estudios de la corona en estas tierras —realizados por síndicos reales y tenedores de haciendas— de hacer grandes divisiones que cubrieran una mejor y mayor administración de los recursos obtenidos, se diseñaba ya de por sí un gran territorio denominado Cartas Geográficas de Intendencia de San Luis Del Potosí, que estaba solo ya en fase de aplicación, debido a que la cédula real estaba dictada, comenzaría a aplicarse en 1774, siendo apenas enero de 1767, los estudios se conocían por las órdenes religiosas —los franciscanos asesoraron en estos menesteres—.
De tal forma las carretas llenas de oro y cubiertas de chocolate —ya con permiso de salir del territorio, pero sin saber que el producto cubría el metal— se alistaban para tomar el camino por lo que se conocía como antiguo camino del real, un pasaje que llevaba hacia el norte desde a la ciudad de bóvedas y campanas, hacia San Luis del Potosí, con la firme intención de no levantar sospecha alguna de los alguaciles.
Francisco Javier Clavijero, jesuita designado para tal caso, logró hacerse de varios custodios, cocheros, cabalgantes que les permite tomar a razón la seguridad el camino, el lograr llegar a bien, sobre todo evitar a como diera lugar que el chocolate se derritiera, para ello envuelto en papeles y mantas.
La primera parte del camino era sortear la zona conocida como Camino de Hurto —no de a facto el sobrenombre, era más bien un aviso— gracias al cual una pequeña población llamada Nuestro Señor de San Miguel el Grande, era famosa en que ladrones del Camino Real asaltaban diligencias para la casa de moneda —cargadas de oro y plata— llevaban los botines a la ciudad, transformaban el oro en monedas iguales a las de la corona y las redistribuían en la zona, por ello muchos habitantes habían fundado su ciudad con lujos y excentricidades, pero también con una historia de un religioso y algunos perros, para que no dejaran huella de ser un camino de ladrones.
En ello la suerte estaba echada, si lograban pasar este primer paso, el de más —cercano a grandes lagos y ríos— sería ya solo cosa de lograr embarcar.
¡vaya inocencia!
Por los caminos adyacentes a la colina de Loma de Pájaro —una ciudad pequeña que solo rodeaba a un suntuoso conjunto de templo y anexo— se llegaba a un puerto de caminos denominado Casas Viejas, llamaba la atención a los lugareños de una caravana que transportaba chocolate —la conocían como la Caravana de Aromas— porque a cierta distancia llegaban los elíxires del producto.
De todos era ya sabido de la existencia de este material en la caravana, pero la suspicacia se arremolinaba en las casas de licores y hostales.
¿Sería un capricho de algún Obispo o seglar? ¿tendría como destino alguna ciudad importante del norte de la Nueva España? las apuestas no se hacían esperar.
Aparte de las veinte carretas, los caballos y los cocheros los acompañaban dos carretas más, una llamada Sentencia y la otra De Vidal, mismas que eran las encargadas de tener las casas de campo, los alimentos y las cocinas para la preparación de los alimentos, pero también, llevaban al jesuita Clavijero en condiciones propicias para tal ocasión.
Una de las habilidades de Clavijero era la naturaleza y el estudio de las culturas, en específico estas tierras de los nativos, debido a que por años los españoles no han querido que se realice estudio alguno de las creencias, tradiciones, usos y costumbres de los llamados indígenas —que son la población de mayor número en la Nueva España— ya varios años de estudio de estas culturas habían hecho del religioso un ávido experto de esta condición— se sabía seguro de que parte de sus archivos escritos y algunas ilustraciones realizadas por los nativos mismos, le darían propicia oportunidad de enviar estos documentos a Italia junto con el “cargamento” valioso.
Al llegar más allá de Casas Viejas, a unas 2 leguas, levantaron el campamento, un círculo realizado por las carretas en dónde de punta a cabo una tras otra, en medio del gran círculo una fogata de supervivencia, algunas casas de campo fuera del círculo para los custodios y otros tantos más en el centro para tener fuerza en caso de ser sorprendidos por los ladrones de la zona.
El jesuita se mantenía dentro de su carreta —prefería De Vidal por su gran caja— realizaba escritos y algunas disertaciones de los estudiado —siendo ya un señor de 36 años pintaba su amplia frente y buen peinado a estilo de los lusitanos— sabía que al finalizar esta entrega sería tal vez la última vez que tendrá que estar en estas tierras, la expulsión de la Compañía de Jesús de otros reinos había cundido la noticia de la alta probabilidad que en la Nueva España ocurriera lo mismo.
El campamento sonaba en plena calma al entrar ya la fría madrugada, los sonidos solo de bichos y algunos destellos de luciérnagas daban sentido a lo teñido de azul marrón.
Un silbido de menos a más dejó romper la distancia del silencio, dio de lleno en el cráneo de uno de los custodios, se lo partió en dos, la sangre salpicó a los acompañantes.
Todo el campamento se levantó ¡era un asalto en sorpresivo tiempo!
Los caballos de los ladrones saltaron las carretas y de uno en uno lograron ingresar al círculo, mismo que fue tomado por completo, a no más de unos veinte jinetes armados hasta por espadas y con uniformes de los dragones de la reina, a gritos comenzaron a dar indicaciones.
—¡Desde dos leguas que les venimos siguiendo! ¿quién es el responsable de esta caravana? — su brioso corcel no dejaba de moverse, un luminoso reflejo de plata le daba a cada movimiento de sus sendas crines, el jinete atento a cada movimiento—.
Salió con calma y sin espanto el jesuita Clavijero, les tomó en tiempo adivinar que realmente era un hermano jesuita…
—¡Voto a las glorias! ¿qué hace un seglar en estas condiciones?
—No soy seglar soy religioso de la Compañía de Jesús, vengo a llevar un cargamento por orden de mis superiores hacia las Floridas, es un simple embargue de chocolate.
Se acercó a una de las carretas, tomó un trozo…
—De esta carreta no me muestres nada, dame de aquella…— señaló con su mano una más de hasta el fondo.
Caminó Clavijero hacia la indicada, abrió la manta que les cubría…
—¡Dame de lo que tengas desde debajo de la carga!
—Eso me implicará sacar varias piezas de chocolate…
—¡hazlo!
Sin reparo alguno tuvo que bajar toda la carreta el producto, desde los de más abajo logró sacar una pieza, la rompió, se la mostró al que luces pareciera algún capitán —pero sin la brillantez y gallardía de un dragón de la reina— lo probó y quedó satisfecho.
A la vez tomó el jesuita su permiso otorgado por la corona y se lo mostró, al leerlo el seudo capitán se lo regresó.
—¡Me temo hermano devoto que tu permiso de nada te va a valer! — con voz de mando instruyó a sus acompañantes a que decomisaran todo el chocolate — ¡lo siento nos quedamos con todo!
¡Clavijero palideció!
Puerto de Veracruz, febrero 22 de 1767.
En muchos años no se veía a un cuéstor español por estos lares, dentro de la estirpe de cercanos al rey, los cuestores eran los representantes de dar y ejecutar las órdenes, de tal forma que no había quien les deslindara de situación alguna, un bando o cédula real estaba para cumplirse, a carta total y entero responsiva de quien así no lo hiciere, calabozos y tribunales eclesiásticos estaban al tanto de cumplir sentencia. Su llegada presagiando para estas tierras, malas noticias.
Fue recibido por el ordenanza de puerto —un viejo de aspecto fatal, con una sífilis avanzada y espantoso aliento, de que a mucho en tiempo no se había dado higiene alguna y que por temor al contagio, a más distancia para su beneplácito, el llevar a cabo plática alguna—.
—A varias lunas de distancia de su natal España cuestor.
No le recibió el saludo.
—A tiempo tenme ordenanza mis caballos y carreta, que debo partir de inmediato a la ciudad grande.
Sin reparo ni acercamiento alguno, tomó las maletas, las subió a la carreta principal, un carruaje de maderas finas y estofados dinteles, así como telas cubren el interior, un neceser de pieles negras moteadas daba la intención que ahí llevaba de lo más valioso, no joyas o monedas de oro, sino simples ordenanzas y seguramente una mala noticia.
Partieron los caballos de custodia a la par de la carreta, el camino se miraba denso, la fuerte lluvia de los nortes del puerto les acompañan, es imperceptible una simple mueca de satisfacción, el disgusto total en su rostro dejaba claro que no estaba para tardanzas.
La ruta trazada daba por paso todas y cada una de las provincias, parroquias, templos, conjuntos y colegios de la llamada Compañía de Jesús, en donde cada una de las atenciones y recepciones, dejaba un sobre con sellos del anillo de puño del propio Rey Carlos III —caído en ceras guindas— con la firme intención de ser abierta en tiempo, no antes ni después.
¡Tiempo exacto!
La sierra que acompaña los verdes valles y escarpados volcanes de figura de mujer, les azotan con lluvias recias, de a punto de volcar la carreta por el camino; a lo lejos se vislumbra un valle poblado, una cúpula a la inmensidad sobre un cerro, el camino es peligroso, pero un cuestor no ha dejado rastro alguno de incumplimiento, no al menos ante el Rey, los azotes le aseguran tendrá, si en propio hiciera algo similar.
El camino hacia el Colegio Jesuita de Puebla le tenía con preocupación al cuestor:
«… en mucho me incomoda no saber de levantamiento alguno de los dineros y acervos de oro y platas de la Compañía, cierto el vislumbrar la propiedad raíz se ve a leguas y destino, propios serán incautados y dados a la corona, o en sí a los ayuntamientos, pero el oro… ¿qué razón le daba a los que hicieron el levantamiento, no hay evidencia y prueba alguna de contar con el requisito propio, no hay cantidad suficiente en libros para asegurar que el oro y las platas no están en suficiente por los años avecindados en estas tierras…»
San Miguel el Grande febrero 24 1767.
La comandancia rebosaba de borrachines que habían tenido un festín, la atención era desmesurada y Clavijero trataba de dar las condiciones del capitán de los dragones que le incautó la caravana completa, el santo y la seña no coincidían con ninguno de los conocidos de la región.
—Pues en las condiciones de las indicaciones de los personales de quien me hace referencia hermano jesuita no contamos con ninguno de los capitanes que nos describe… a más de estar cercano, no hay en todo San Miguel persona alguna que diste de los particulares, le han robado ¡esa es la palabra!
En la preparación, en el camino, en la atención a dirigir la caravana no había existido un aire de ocupación por parte de Clavijero ¡hasta ahora!
Un borrachín se acercó al barrote de la mazmorra y le avisó al alguacil:
—¡Yo sé de quién están hablando! se llama Raúl Galeana, de los hermanos al servicio de la corona, le he visto enfundarse a talle tal uniforme, que recogen de los heridos en las trifulcas de tres ríos o de los difuntos propios.
—¿sabe en dónde puedo encontrarle?
—¡seguro!
Continuará…