LA APUESTA DE ECALA
Al tomar la curva a gran velocidad —tratando de demostrar que el vehículo soportaba toda la presión de su lado— un intempestivo viraje al rozar con el asfalto reventó el neumático, el sonido fue como el de una explosión, así Samuel comprendió que algo no iba a resultar bien de su maniobra, finalmente colisionó a gran velocidad.
El lujoso automóvil deportivo reventó en mil pedazos, cristales y metales desprendían destellos ante la mirada del joven conductor, los acompañantes vieron de igual manera como todo se desvanecía, atónitos veían en su mente el paso de sus cortas vidas —el que menos, no rebasaba los catorce años, el que más diecisiete—.
No hubo golpes intensos, ni raspones o contusiones con dolor —como tal vez varios de ellos hubieran esperado— todo iba desapareciendo, como si en partículas microscópicas los asientos, el volante, los interiores y todo lo que componía la maquinaria de alta ingeniería, se desvanecieran… el último sonido fue en seco —sin eco— el movimiento cesó.
Sombras borrosas observaba Samuel, sentía un líquido que le caía en su mano izquierda, que al querer acercársela a su nariz, algo se lo impedía, no había dolor, no comprendía el alcance de lo sucedido, trataba de voltear a ver a sus acompañantes —sus mejores amigos de la secundaria— no escuchaba a ninguno, les trataba de gritar pero la voz no salía… así por varios segundos… nadie respondía…
Belén, año cinco antes del nacimiento del Mesías.
¡De un salto Samuel se reincorporó de su sueño!
Sentado dentro de una habitación de adobe con morteros de cal y arena, una bóveda sobre su cabeza y él, vestido de simples paños, trataba de comprender que hacía ahí, miraba sus brazos —ahora de un color moreno canela— y se tocaba todo el cuerpo… ¡no le dolía nada!
Se incorporó y tocaba su rostro con sus dedos, su pecho, sus piernas y miraba el color de su piel —extrañado— de inmediato salió y observó en dónde estaba, al salir de la habitación se dio cuenta que estaba en un lugar lejano —los cuartos no tenían puertas y la calle no tenía concreto, no había postes ni cables de electricidad— todas las casas eran iguales, una ventana —o un simple hueco— cuadrada, el piso de arena rojiza; toda la gente vestida de túnicas blancas, unos con la tela de mayor cuidado, otros descuidados y mal olientes, trataba de buscar Samuel un espejo, algo que le reflejara su rostro —no lo lograba—.
A unos cuantos pasos rumbo a una especie de fuente, vio a varias personas tomar agua, mujeres, con niños de grandes ojos negros y pestañas rizadas, jugaban a aventarse agua —como cuando uno lo hacía en la alberca— corrió y buscó un reflejo, un resquicio de agua en calma que le reflejara su rostro, no le era posible, el barullo de los niños no lo permitía. Al cabo de un rato, logró que le dejaran que el agua se calmara —alejándose los niños y las mujeres— al acercarse se dio cuenta que ya no era él ¡ya no era Samuel era otra persona!… ¿pero cómo?… ¡que locura es esta!
¿En dónde estará Raúl, Lucas y Manuel? levantó la vista para buscarlos… ¿qué pasó?… ¡todo fue confusión por un largo momento!
La desesperación se apoderó de él, corrió de un lado al otro por el pequeño poblado, todo era similar, las personas, las calles polvosas y dentro del desierto palmeras altas de donde se miraba el único verdor de la zona.
Lloraba con agudeza, con lágrimas grandes, rebosantes de que todo fuera su imaginación, después de varias horas no le quedó de otra que aceptar la condición en la que se encontraba, miles de preguntas en su mente resonaban… ¿su papá en dónde estaba? ¿era un sueño?
De rato se sentó a la orilla del ojo de agua, más animales se acercaron a beber del líquido que brotaba, nuevamente, se acercó a mirar a la parte calmada del agua y volvió a cerciorarse de su reflejo… ¡no era él!…
—¡ay wey!… si tuviera mi teléfono podría de inmediato tomarme una foto, se tocó en donde lo traería —la bolsa de atrás de su pantalón— ¡era obvio que no estaba!
¿Pero qué carajos es esto? ¿no que cuando uno se moría se iba al cielo? ¿eh? —gritaba mientras se daba cuenta que tampoco traía su ropa interior— pero extrañamente su pulsera de tejido en la muñeca izquierda —nunca usó reloj— unos hilos amarrados de color rojo que le regaló su pequeña hermana Ludmila ¡sí la traía!
Con las manos puestas sobre su cabeza trataba de cerrar los ojos y los volvía a abrir —una y otra vez— tratando como de regresar, como de que esto fuera solo su imaginación y él estuviera en un mal sueño.
¡no tenía éxito!
Se pellizcaba los brazos y se echaba arena en los ojos —pésima idea— así estuvo por un largo rato, hasta que una señora se le acercó y le dio un poco de agua para que lavara su rostro —en una vasija de cerámica roja— Samuel la tomó —apenado un poco por el ridículo que hacía— y se lavó la cara.
La joven señora le tomó su mano y con una tierna sonrisa le preguntó.
—¿Qué le pasa buen joven? ¿acaso se perdió? en ocasiones los muchachos que vienen en las caravanas se pierden, estos desiertos de peñascos y caminos altos resultan difíciles de caminar ¿de dónde viene?
—Del futu… —creerán que estoy loco— …aún no sé.
—¿Cómo que no sabe? ¿acaso usted es levita? —jóvenes dedicados a los templos que nunca salían de sus aposentos—.
—¿Eso qué es?… ¡la verdad no sé! creo que vengo de una tierra muy lejana —¡no sabe cuánto! — y acabo de llegar.
A lo lejos una niña de rizados cabellos castaños y ojos negros le gritaba con fuerza —venía con varios borregos grandes y gordos—.
—¡Samuel!… anda apresúrate que ya va a llegar papá.
La señora de tierna mirada le indicó que fuera con la pequeña, Samuel confundido no reconocía a la niña quien de nuevo le gritaba:
—¡Samuel!… anda apresúrate que ya va a llegar papá.
La señora se acercó al joven, le limpió sus lágrimas con la propia túnica de él, con sus manos suaves le quitó el polvo de sus mejillas, de manera cariñosa le dio indicaciones.
—Debes cuidar a la pequeña ¡anda ayúdale! meter los animales a los corrales es lo más pesado, no falta que alguna ovejita corra y tendrás que ir tras ella.
Samuel como si supiera adónde ir se encaminó —lo extraño es que sí sabía qué hacer y en dónde— se apresuró a meter los animales, la niña de dulce voz le recordaba constantemente que su papá llegaría.
—¡Anda apresúrate que ya va a llegar papá!
Entraron a la casa de la cual Samuel salió corriendo por la mañana, tratando de ir observando los detalles, los espacios —aún extrañado no dejaba de sollozar— era como si le doliera estar ahí, pero a la vez sentía un descanso, a pesar de que el clima reforzaba el sol, no sentía calor alguno o molestia por la temperatura.
Miraba a la pequeña niña que no paraba de platicarle a él: que si vio como una borrega saltaba una cerca alta, que si tomaron agua por toda la vereda del río, que si una de las borregas gordas tuvo a su cría ¡blanca como la luna!
Samuel tomó unas sandalias y las colocó cerca a la entrada de un gran cuarto, con una mesa de madera fuerte, apenas de alta de un brazo, en la cual contando espacios solo cabían cuatro personas, dedujo que un espacio era para la niña, él y pues seguramente un papá con una mamá.
Al sentarse logró observar lo parecida de su hermana con fotos que cuando niño, una vez su mamá le enseñó el álbum familiar.
¡Aún no distinguía el sueño de la realidad!
Una vez llegó a quien la niña le dijo papá, se acercó a él y le nació darle un gran abrazo, esperando tal vez que una mamá apareciera, estuvo un rato esperando, no sucedió.
—¡Anda Samuel que esperas para hacer la oración! te escuchamos— le dijo el hombre de gran barba negra, ojos oscuros y serenos, de voz ronca con una gran panza y alto como un árbol, vestía una túnica de colores.
De la voz del joven salió un canto melodioso y rítmico —que, aunque no lo entendía lo interpretaba con seguridad asombrado— cuando terminó comenzaron a comer.
Con su mano tomaba con un pan sopeado la crema de berenjena —así observó lo hacía el señor de gran voz y la pequeña niña—le esperaba un pescado asado con dátiles y un agua de romero, todo se comía con la mano de manera tal que resultaba apetitoso —que decir de lo suculento del manjar— y no dejó nada en los platos —la costumbre es que todos comen del mismo gran plato, con ello se entrelaza la familia y los cariños se arraigan—.
—Dime Samuel —dijo el hombre de gran barba— ¿cómo te fue hoy?
—Pues sorprendido… hace rato estaba en un lugar y de pronto aparecí aquí… me llama mucho la atención lo que pasó… aún no lo comprendo.
—¿Aún no sabes por qué estás aquí?
—Pues no lo imagino, quisiera decirles lo que siento… si estoy algo confundido, siento que estoy como en un sueño, como si estuviera dormido ¡pero no! alcanzo a sentirme muy bien aquí, es como si todo hubiera vuelto a empezar…
—Ven hijo acércate.
El señor de grandes barbas negras le dio un abrazo cálido.
Sala de terapia intensiva, Hospital de la Ciudad, hoy día.
No cabe duda de que todo hospital parece hospital, huele a hospital ¡sabe a hospital!… llevamos aquí más de tres horas esperando informes y nadie dice nada, es más ni siquiera que mamá es influyente ha podido saber la condición de Samuel.
De Lucas y Manuel solo sabemos que fallecieron, pero a Raúl lo mantienen entubado.
Se acercó un doctor con un expediente grande y varios reportes de condiciones del paciente.
—¿Algún familiar del joven Samuel Vidaurry?
—Sí doctor, somos nosotros —lo rodearon.
—Pues es el momento de ser fuertes, supongo usted es el padre…
—Soy su padrastro, su verdadero padre no se ocupa de él.
—Bueno pues la condición de Samuel es grave, está en estado de coma, no reacciona y seguramente una vez que baje la inflamación cerebral tendremos oportunidad de ver que reflejos le quedaron, las fracturas son múltiples, no solo de las dos piernas y la pérdida de uno de sus pies, están comprometidos varios órganos, deseo dejar claro que es considerado grave y su vida está en riesgo… insisto, no les doy más esperanzas— cerró la carpeta y se acomodó sus gafas para leer.
lloraron, los hermanos de Samuel, la novia y el padrastro, quien quedó con un hueco profundo de terror y angustia de la noticia.
—¿podemos verlo?
—No veo porqué no, le ayuda sentir su gente cercana, háblenle si desean, dicen algunos colegas neurólogos que escuchan a sus familiares… no dejen de hacerlo, me retiro y en un par de horas voy a darme una vuelta para saber los avances de su condición.
El doctor tomó al padrastro del hombro y le indicó con una mirada que tenía que darle mayores noticias, caminaron hacia el pasillo.
Entraron a la habitación, había tubos y máquinas por todo el cuarto, sonidos que distinguían su condición —aunque nadie sabía para que eran— los hermanos rodearon a Samuel, unos minutos después entró el padrastro.
—¡Mueve sus ojos! — dijo Hernán el mayor de todos.
— ¿Me escuchas Samuel?
Le tomaron sus manos, las acariciaban, el padrastro no dejaba de llamar por el celular a la oficina para avisar de que no iría a trabajar.
—Papá… ¿él nos escucha?
—Me temo que no.
—Pero lo dijo el doctor.
—Él solo trata de hacernos sentir bien.
Continuará…