LA APUESTA DE ECALA
Cuento de Navidad parte I
Querétaro en diciembre de 1810 se dejaba ver triste, casi una ciudad abandonada.
Centenares de familias se habían ido de la ciudad, unos a Celaya, otros a la ciudad de México, algunos hacia San Luis Potosí, pero dejar la ciudad era ya, un camino a seguir, después de haber estallado la guerra.
¡La guerra contra los españoles no se daba por casualidad!, ni por desear que se fueran, había algunos buenos y llenos de cariño por las personas, pero en su mayoría eran crueles y violentos con los queretanos.
Los esclavos, ¡perdón!, los sirvientes de las casas españolas no eran más que los perros. El trato era poco afable y la violencia con la que eran humillados, merecían más castigo la mano peninsular, ¡por eso estalló la guerra!
La ciudad se mira grande y palaciega, a pesar de su abandono.
El descuido de las casas ya denota un poco de maleza, ventanas rotas y desvencijadas, hojarascas secas por toda la ciudad, que los vientos fuertes, gélidos de diciembre, dan cuenta de ellas, pero las arrinconan cerca de la plaza de los escombros, haciendo ver aún más lúgubre el paisaje.
Pocas farolas se encienden debido a que los serenos están cansados y enfermos, los ebanistas, caleros y aguadores, han tenido que dejar su oficio.
Los barrios que rodean a la ciudad, como Santa Ana, San Sebastián, San Francisquito o San Antoñito, permanecen con su gente, con las familias que, durante siglos, trabajaron como afanadores, jardineros, cocineros y cocineras, cuidando niños y caballos.
¡todos ellos se quedaron sin trabajo!
Las familias que abandonaron la ciudad fueron los españoles, los peninsulares, que eran los que ocupan el casco central de esta hermosa ciudad.
Las casonas están abandonadas, y se cuenta por cientos de ellas en estas condiciones, solo las personas que se quedaban de planta en ellas dan un poco de cuenta acerca de que pasó con los ocupantes.
– ¡Se fueron para México!
Dicen los más.
Pero las casas están abandonadas y en espera, como dicen los que saben leer, de que se calme la guerra, ¡que seguramente durará poco! – dicen los más viejos-
Pero este diciembre como los otros, ¡no volverá a ser el mismo!
Aquí en este Querétaro, en diciembre de 1810, una vez comenzada la guerra en contra de los peninsulares y del gobierno gachupín, vive nuestra heroína, una chiquitina llamada Beatriz, que pernocta dentro del casco central de la ciudad, no en una casona, sino en una casita pequeña cerca de la calle de la gran Palma.
Allí solo existe una gran casona y estuvo ocupada por un militar, que, con su esposa y sus 14 hijos, hicieron las delicias de aquellos rumbos, cercanos al gran río que caudaloso lleva rápidos y fieros torrentes por las noches.
Un militar bueno, criollo, de descendencia lusitana, por ello el color del bronce en su piel y los ojos negros de calor y conciencia, que emulaban a los héroes europeos de las cruzadas.
Hombre letrado y de gran gallardía, era el ocupante de la capitanía de la ciudad, un puesto importante para la clase criolla, pero que de ahí no podría pasar, debido a que las coronelías y los generales eran solo para los peninsulares.
A pesar de su límite de grado, no le importaba, y hacía su trabajo mejor que los mismos generales que custodiaban la ciudad, por ser durante muchos años, la tercera ciudad de mayor importancia en el virreinato.
Cerca de esa gran casona Bety, como le dicen de cariño, era la encargada de llevar el pan, el huevo y la carne a la casa del capitán, ya lleva varios meses haciéndolo.
Una chiquitina pequeña menos aún, que el común de sus amigas, tiene 9 años y es muy trabajadora, pero tiene una pequeña dificultad ¡no ve bien!, una ceguera extraña que le hace ver todo borroso a cierta distancia, le hace tímida en su conducta, pero cuando ya se sabe el camino, nada le para y es ¡alegre como ninguna!
Bety se levanta muy temprano, ¡aún es de noche!, toma su ropa cálida, calienta en le fogón un poco de café con leche, que previamente le había regalado la señora de la casona de la Palma, pone en un tarro y la mezcla.
Abre una hoja de maíz y se come un trozo de su tamal de carne de puerco, que también le habían dado como propina, por haber llevado la carne más fresca de la ciudad.
Bety se sabía muy bien su camino, al estar a unos cuantos pasos de la casona, solo contaba las ventanas y llegaba pronto.
En aquel diciembre, Bety entraba a la casona, sabiendo que había ya muy pocas personas, y el capitán aún permanecía en la ciudad, aunque su familia se había ido a otra, no sabiendo a cuál.
Tocó la madera de la habitación del capitán.
– ¡Pasa Bety! La puerta está abierta.
La niña entraba con la cabeza baja, mirando al suelo -como es la costumbre- le da un trozo de pan que tomó de la mesa principal, un vaso de leche y una taza de café cargado, que ya la cocina le había entregado en una charola.
Frutas, un poco de requesón y unos búlgaros, eran el desayuno del capitán.
– ¿Qué se cuenta por la ciudad Bety?
– No sé, no he visto a nadie.
– ¡Debes mantenerme informado de aquellos malos que nos quieran hacer daño Bety!, tú puedes ser la diferencia, recuerda ¡eres mi capitana!
Le decía el militar para levantar el ánimo, a una pequeña que a leguas se le notaba triste y sin futuro, por las condiciones de la guerra que ahora sí, pegaba duro a toda la ciudad.
Bety solo reía y se chupaba su manita.
– ¡si yo sé algo de inmediato se lo diré mi capitán!
-Estoy seguro de que será así, y dime, ¿cómo sigue tu abuelo?
– ¡creo enfermo como el que más! esta mañana aún roncaba, pero dice que está listo para defender la ciudad.
-Dile que se mejore pronto ¡porque lo vamos a necesitar! – mientras el capitán se enrizaba el bigote.
El militar terminó su desayuno, se enfundó su chaqueta y tomó su tricornio, se lo apostó al calce, y caminó dando unos pasos como marchando, cosa que la Bety le encantaba ver, en medida que pudiera forzar su vista para hacerlo.
Para lograr ver bien, en ocasiones Bety se apretaba un poco su ojo izquierdo, esto le daba claridad a la imagen, pero no podía hacerlo todo el día o le dolía su cabeza.
Caminó el capitán hacia el patio central, montó su caballo, un hermoso corcel de color café platinado y se abrieron las puertas del gran zaguán, para que, en estampida briosa, y con un tronar de cascos, saliera rumbo a la capitanía de la ciudad, cercana al palacio de los corregidores.
Bety permaneció un rato más por la mañana tomando las cosas del capitán que tuvieran que ser aseadas, sus botas, la funda de otra espada, sus anillos y sus medallas, que, en ocasiones especiales, portaba con gran alegría.
Al terminar de limpiar, le tocaba caminar para el mercado, que estaba como a unas cuatro cuadras, el dinero estaba donde siempre, cercano a una fotografía de la familia y los hijos del capitán, y eran las monedas exactas para la compra del día.
Bety acercó la mano para tomar las monedas como cada mañana, cuando de pronto…
… ¡una mano con un guante blanco le arrebató su canasta!… ella al no poder ver bien, solo sintió que la jalaban y le hacían ver que corriera, ¡pero no soltó su canasta!
– ¡corre y no te sueltes!
Le gritaba el hombrecito de guantes blancos.
Bety no podía correr, sabía que, si lo hacía, al tener dificultades para ver, caería de cara, y se rompería su boca, como ya varias veces le había pasado.
– ¡espera!… ¡espera… ¡¿a dónde me llevas?
– ¡corre pronto que ya llegamos!
Así Bety pasó del cuarto del capitán, a un lugar de la casona que jamás había visitado.
¡qué decir de haberlo visto!, se sorprendió de sobre manera al sentirse en un lugar calientito y con un aroma a dulces, veía muchas luces y destellos, aunque no definía bien su imagen…
– ¡acércate Bety no tengas temor!…
Continuará…