LA APUESTA DE ECALA
El llanto de Eutimia
Comaco Eutimia tenía una condición desde que ella nació: ¡no paraba de llorar!
¡se podía mirar a bien! si uno le ponía la vista desde que su mamá doña Felícitas le dijo a su padre que la estaba esperando… ¡vaya golpiza que le tundieron!
¡Felícitas tenía doce años! y acá por los linderos del pueblo, a esa edad, no era para que se hallaran de novios, se tenían que dedicar a los servicios del patrón.
¿Qué cómo eran los amos? cómo todos ¡unos hijos de la chingada! de a cerquitas de las niñas y de las mujeres.
Si míranos bien las cosas le visteamos de a pronto, que las mujeres les gustaban harto, no importando los años ¡ellos agarraban parejo!
¿Quién les decía algo? ¡naiden! ser amo es ser el duelo.
¡Eutimia nació de pronto! no le esperaban, de así nomás, ¡cayó en el piso y allí mesmo la dejó Felícitas —hubo perros y gatos que le comieron el onmiglo— ¡así mesmamente comenzó a llorar y no ha parado hasta!
¡A Felícitas no la volvimos a ver en el pueblo! unos dicen que se jue para la villa, y otros, que la vieron con unos hombres tomando.
¡No trato a sus mercedes de contarles todas las desgracias de la pobre de Eutimia! ¡ansina de tiempo me costaría! ¡pero sí que puedo decirles lo que divisaba!
¡Esa niña nació con mal di ojo!
A luego de rato de haber sido aventada a la casa de recogidos, una señora que se llamaba Melquiada la tomó como hija ¡le hubiera valido que el mismo alguacil de caldas la adoptara! aquella señora, con ella, era mala.
Me contaba una de mis hijas que cuando la veía que dormía a la niña — a mis hijas les encantaba andar mirando por las ranuras— le decía de cosas: «¡que fea y de espanto tu cara! ¡te orinas para hacerme el asco!» ¡y le abofeteaba!
Si se distraía la niña en algo ¡un varazo le daba en las piernas! si la comida salía mal ¡de un empujón la mandaba de cara!
¡Eutimia no paraba de llorar!
Creció de pronto —que a pesar de los golpes que le daban— y se divisaba, de entre todas las chiquillas de la calle ¡la más bonita! ¡la que mejor olía! de suave su piel y sus mejillas… ¡pero siempre con sus chillidos!
¡En veces reía y sus lágrimas salían de más! ¡pero nunca le para el moco!
Una vez vino un dotor al pueblo ¡un muchacho bien alaciado y de finos modos! que de pronto alborotó a todas en la plaza, los días de la música, en los días que se caen las flores.
Dicen que tuvo quereres con la Rosa de la jarciería, y que para que no se mirara que anduvieran, la muchacha se hacía la enferma y lo visitaba.
El lugar del dotor era chico y limpio ¡todo de blanco!
¡Lo malo es que tardaban reharto! y no medían, ansina el padre de la Rosa los cachó y ni tardo ni perezoso ¡le quebró la cabeza con un palo al dotor! «¡aquí las mujeres son para los patrones!» ¡y le sorrajó otro más!
¡La Rosa hincada sorbía sus lágrimas! el dotor se fue y no regresó.
¡Dicen que por allá de San Juan le han divisado con otra que también se llama Rosa! ¡le han de gustar las flores!
Ese dotor sí sabía que tenía Eutimia «ella sufre de una enfermedad que se llama dolor del alma» y con eso que dijo ¡todos quédanos tranquilos!
Para males de Eutimia, la señora que la tenía ¡se casó! el desdichado fue uno de los de la barranca —hijos de don José y Maclovia— un prieto afamado de borracho y jugador ¡apostaba todo lo que tenía! y pos como la niña no estaba fea ¡la perdió en un albur!
¡Miro de cuando se la llevaron! no atinábamos si estaba contenta o triste ¡no paraba de llorar!
Quien se la ganó era el aparcero de la hacienda de los amos, aquella metida dentro del follaje gordo del río, El Rocío se llamaba.
Los aparceros se alevantan desde la noche, caminan buenos trechos, y a luego terminan recién el sol quema los purititos ojos
¡Eutimia le llevaba todos los días de comer! y a luego se levantaba —antes que su amo— y le tenía listo su guaje y sus tortillas con chile, le acompañaba por unos pasos, porque como se la pasaba llorando ¡pos a él no le gustaba! ¡y la regresaba de un madrazo!
—¡ándese pa´la casa! y dele de comer a los marranos… ¡no se vaya a comer lo de ellos! — le dijo antes de soltarle otro golpe.
Eutimia a pesar de su mal modo que vive, y de no dejar de llorar ¡tiene intimidad con su amo! —me dijo una de mis hijas—.
¡Pero también allí no deja de llorar! …¡no crean sus mercedes que la ando siguiendo!
Cuando las lluvias llegaron a la hacienda, esta vez fueron recias ¡se inundó todo!, así que nos llevaron a la juerza para las trojes y nos amontonaron unos con otras.
¡y allí volví a divisar a la niña Eutimia!
¡Sus pies ya estaban duros! su cara seguía linda, su piel suave y su aroma no lo perdía, allí mesmo fue cuando uno de los de la hacienda la miró, yo creo ya la conocía porque se le arrejuntó mucho ¡quesque por el frío de la muchachita! y ansina mesmo se la llevó pa´ la casa grande.
¡Dale a fisgar a la casa! — le dije a una de mis hijas, la más metiche— y ansina que le corrió para no perder detalle.
Cuando regresó tenía ¡chicos ojotes bien pelados! no me contó lo que miró.
—¿Pos qué mirates que andas tan juída?
—¡Nada apá!
—¿Cómo que nada? ¡si a luego se te mira bien enjuinada!
Mi hija tomó su petate y ansina que luego se durmió.
Las cosechas llegaron y todo se llevó pa´ la fiesta —la del día del santo patrono San Julián— ¡todo huele a eucalipto y los huizaches están bien acallados por los fríos!
Fue en esa fiesta del patrono en donde tornamos a mirar a la Eutimia… ¡pero qué chula se miraba! ¡con sus vestidos de señora! ¡sus peinados bien juertes! ¡toda ella lena de adornos y cosas brillantes! ¡caminaba bien de bonita!
Le tendía su mano el mero hijo grande del patrón —un cejudo muchacho bien bragao— que al entrar a la parroquia, de a leguas se le miraba re contento con la muchacha Eutemia ¡ella mesma le tenía bien apretujado de su brazo! para que no se lo robaran.
¡mandé a una de mis hijas para que le preguntara a la señorita si estaba bien! y de vuelta, me dijo que no estaba llorando.
—¿pero le preguntates?
—¡ansina que sí apá!
—¿Qué te contestó?
—¡Que no sabía decirme lo que se sentía!
Ya cuando uno de los amos de la hacienda murió —por la balacera de los cristeros y los pelones— todo se volvió un desorden ¡los que murieron fueron a pronto quemados! ¡unos decían que se escuchaban los gemidos del dolor! ¡otros que eran las almas…
¡Allí Eutemia no paraba de llorar!
¡Ya no se le miraba contenta! ¡había perdido el brillo de su cara! ya no olía a flores ¡estaba marchita!
Ocurrió en esos mesmos años, que de un juerte torzón la Melquiada se petatió, cuando el pagrecito le echó el agua bendita —el día que la enterramos— y ansina el último de los que estaban formados aventó su puño de tierra y se jué, Eutemia se alzó la falda, se agachó y ¡se orinó arriba del montón de la tumba.
¡Yo sí lo vide!
Yo pienso, desde nantes sus mercedes «que esta canija de la Eutemia si de ansina no quería a la Melquiada ¿porque no se jue y no regresó? como lo hizo la Felícitas, porque si de juzgar se mira, jue la única que le daba de comer ¡mal agradecida de niña! »… ¡pero eso miro yo!
Ya pasaron varios años de la muerte de la Melquiada, el pueblo sigue igual de jodido, ya no hay niños ni mujeres, los hombres que quedamos ¡ya nomás para dar lástimas!
Solo la Eutemia por las noches, nomás se ve que anda de intimosa, allá por la ladera del río.
¡no para de llorar!
-Fin-