LA APUESTA DE ECALA
El niño Francisco Xavier disfrutaba de sus mañanas en las playas de Veracruz, seguramente como nadie lo hacía, no solo se bañaba en las refrescantes aguas de sol y sal, sino que los juegos con sus compañeros indígenas le permitía aprender su lengua —que de sí es complicada y nada sencillo pronunciarla— las mañanas van en tiempo prontas, él debe regresar a su casa, debido a que tendrá que partir de estos mares porque a su padre lo han mandado a trabajar a otra ciudad —acción que se presentará a cada seis meses por lo menos—.
—Dime Panfrisco —así le decían sus amigos totonacos— ¿no regresarás nunca?
—Mi padre me ha dicho que no, que seguramente vamos a ir cada vez más dentro, hacia la ciudad principal.
—Deberás acordarte de nosotros… ¿nos olvidarás? — un dejo de nostalgia había en los ojos de sus amigos—.
—No los olvidaré, creo vendré pronto, les prometo que regresaré.
Una niña de formidables ojos negros y cabellera brillante le hacía la tristeza de ya no volver a verse, es tal vez quien mejor le enseñó su lengua, con ejemplos claros, de ir fruta por fruto, cosa por cosa, paso a paso, le dijo como se mencionaban, fue su maestra y tutora, era en sí quien más sentía la partida del niño hijo de español y criolla, lo que a él le daba su casta también de criollo.
Ella una indígena pura.
Aquella noche la partida sería ya la definitiva, la familia de Francisco Xavier se adaptaba rápido a las órdenes tendrían que cruzar hacia Puebla —una señorial ciudad llena de hermosas casas de tres pisos y palacios dignos de la lejana España— a lo que la cita era clara entre el niño y su amiga luz de luna, Metztonalli.
—Te irás y no nos volveremos a ver niño Javier.
—Te prometo que cuando sea grande seré un capitán de la corona, famoso y valiente, vendré por ti, me acompañarás a buscar el legendario dorado, aquella tierra de pisos de oro y paredes de las casas que relumbran ante la luz del sol.
—Solo serán promesas tuyas Javier, mi corazón nos dice que no nos volveremos a ver, eso me entristece, ya no verte le dará a mi vida una razón para tener mi alma nublada.
—¡Te prometo que regresaré!
Tomó su pequeña navaja y se cortó la palma de su mano derecha, a lo que Metzy —como él la llama de cariño— hizo lo mismo, unieron sus manos con sangre, un pacto que jamás los separaría, la noche completa era su testigo.
—Estaremos unidos por la eternidad —le dijo el niño— escoge una de las estrellas… ¡esa mira Metzy! junto a la luna, que llevas su nombre ¡esa te la regalo! ella será testigo que nunca te olvidaré y regresaré una vez sea capitán.
—¡Prométemelo con todas tus fuerzas!— imploraba la hermosa niña con pasión.
—Lo cumpliré.
La orden franciscana de Puebla era quien imperaba de igualdad aquellas regiones, el abuso de los conquistadores en Chololoa —una atroz matanza de Cortés a los indígenas, niños, mujeres y ancianos fueron masacrados como lección para Moctezuma— que habían destruido ciento veintitrés basamentos prehispánicos de más de trescientos cincuenta que había, dejó a la zona con grandes resentimientos.
Por ello, los franciscanos dejaron claro a los podres de Puebla que la ciudad sería construida dentro de un parámetro poco visto en estas tierras: todos iguales, indios, españoles, mestizos y las demás castas, crearían una comunidad cercana respetuosa y llena de atención, para lograr que estas tierras prosperaran —obligadas del paso de europeos hacia la gran ciudad capital de la Nueva España— debido a que los franciscanos ya tenían una pésima experiencia con una región llamada Querétaro, en donde los españoles eran amos y señores de la ciudad, los indios en aquella ciudad posterior hacia el camino real, tienen que caminar por pasadizos debajo de las casonas y palacios para entrar a la ciudad, de otra manera no pueden pisar las calles.
¡Vaya disparate!
Para evitar esto, los poblanos decidieron una comunidad próspera y respetuosa de sus costumbres, todos entran a la ciudad y respetan las leyes en la majestuosa ciudad de Puebla.
La familia de Francisco Xavier llegó como encargados del despacho de comisarías y revisiones de la Nueva España, un puesto que le permitía a su padre Blas Clavijero, tener una perspectiva correcta de la situación que guardaba las ciudades, en próximo a adquirir una casona, Javier le insistió a su padre una cercana a la región conocida como Atlixco, a los pies de un monumental volcán que en todo momento mantiene una nube arriba de él.
Los hermanos de Javier — diez hermanos, él era el tercero— llenaban de alegría toda la casa, unos por divertidos, alegres solo uno menos, porque tenía problemas para caminar y utilizaba una muletilla.
Las comunidades de Puebla coinciden en el mercado, un lugar en donde todos comerciaban, lo mismo trueques entre telares y canastos de paja traídos de Veracruz, otros más de dulces de leche de los establos cercanos, así como semillas y especias que, al combinarlas creaban fantasiosas pastas de sabores, y sus ya famosas leches de licores, vivos con sabores fuertes y dulces.
Fue ahí en donde Francisco comenzó a hacerse de las costumbres de los niños de Chololoa, quienes cada sábado —una vez terminadas sus labores de casa— le invitaban a hacer un camino de medio día para internarse en callejuelas y grandes basamentos piramidales, los cuales les encerraban infinidad de aventuras, con ello, el niño aprendió su lengua —parecida a la de los totonacas— y lo que más le impresionaba era el gran templo que se miraba como otra montaña, a los pies del volcán que la gente conocía como el cerro que humea, el Popocatepet.
Ahí conoció la comida, sabores, el agua de miel, plantas comestibles, a los niños indígenas les parecía extraño como un criollo de su edad hablara tan bien su lengua, que la llenaban de nuevas y variables formas.
Infinidad de leyendas —episodios que los nativos daban por verdaderos, pero que al ojo de quien busca la verdad, solo son espectros de voz en voz— le narraban al niño Francisco Xavier, que si una mujer se convirtiera en animal y viceversa o que una mujer había matado a sus tres hijos en un estado de locura y que después los buscaría por toda la eternidad, de un abuelo que baja de la montaña que humea robándose a los nietos desobedientes.
Todo esto causaba en Francisco una fascinación por aquello que no comprendía del todo, su fe y creencias basada en lo católico dejaba clara su formación, pero estas leyendas le llenaban el ojo y su imaginación de un mundo que no comprendía del todo, porque no lo sabía del todo.
Una vez tuvo su familia a bien conocer y registrar lo que a las labores del padre le hacían del deber en Puebla, partieron a otra ciudad esta vez a Huaxyacac —nariz de guaje— en donde culturas indígenas convivían con los españoles, pero ahora como esclavos.
Esta situación indignó al niño Francisco Xavier, quien de inmediato generaba reclamos con su padre acerca de estas magnitudes de desprecio y falta de respeto a la dignidad de las personas nativas, así que como él —representante de la Nueva España— tendría manera de intervenir en estos asuntos.
—¿Cómo permites esta situación padre? si está en tus manos tómale y soluciónalo.
—Eres aún demasiado joven para comprender hijo que eso no está en mis manos hacer, solo recaudo los datos y las poblaciones que visito, no tengo autoridad por encima de los ayuntamientos o las casas de los gobernadores.
—¿Quién lo hará?
—¡Seguro estoy que nosotros no!
Era de verdad apremiante para el niño ver las condiciones de esclavitud, no solo de los indígenas —que ya había órdenes que no sucediera con ellos– sino de los africanos que, como ropa o enseres de la casa, se vendían en la plaza principal de la llamada ciudad Oajaca.
Uno de ellos llamó la atención del niño Francisco, Mbe era su nombre, un niño ya pegando a la juventud, que estaba al servicio de su propio padre, con quien tuvo a bien aprender su lengua, de los que los españoles llaman Cimarrones.
Mbe sabía cómo domar caballos, era alegre y condescendiente con los perros, controlaba muy bien a loros y pericos, los gatos le seguían —decía en la casa de los Clavijero que porque siempre olía a pescado— pero su gran habilidad estaba en que permitía que todos pudieran aprender trucos que él mismo les enseñaba.
Así con estas habilidades y su gran sonrisa Mbe y Francisco Xavier se hicieron buenos amigos, el conocer ambas maneras de comportarse, comer lo que los esclavos comían —en ocasiones las sobras de los patrones— el saber como era posible que una persona igual con dos manos y dos pies estuviera por encima de otro, le llenaban la cabeza de asombros.
Pero en el trato de todos los días, Mbe le enseñaba como domar animales al niño Francisco Xavier.
El padre receloso de la relación de su hijo con un esclavo —en primero le asombraría, después le fue normal— conocedor del espíritu de Francisco le dejó hacer las compañías, en sí, las labores, por aquellos lados de la ciudad de Oajaca no había en ocasiones mucho qué hacer.
Los esclavos se encargaban de todas las actividades, las de la tierra, de la recolección, de la caza y de la vigilancia, debido a que la zona estaba infestada de jaguares, que, de saberse cercanos a ellos, se les guardaba el mayor de los cuidados.
Una inserción de los jaguares a la ciudad llenaba de pánico a los españoles avecindados en tan fastuosa ciudad, la primera señal de la llegada de los jaguares a la ciudad eran las borregas y cabras que bajaban a la plaza de armas de los verdes pastos altos a la ciudad —como si las nubes bajaran de las miles en número— después sabían que habría pérdida del ganado.
Tanto Mbe y Francisco enseñaban los domingos a los niños de la plaza los trucos con pericos y perros, los adultos tenían la costumbre de tomar el chocolate en mesas dentro de las arcadas de las casonas, o en los patios.
¡Famosos eran ya el esclavo y el criollo domadores de animales!
Al terminar las funciones —presentaban dos en la mañana y ganaban algunos dulces y monedas— caminaban a casa de los Clavijero.
—Dime Mbe ¿sabes algo de tus tierras originales?
—No, nada mi amo.
—Pero algo, no sé, tus padres y abuelos deben de saber algo y contarte.
—Vengo solo, mi familia son los esclavos de tu casa, mi madre murió en uno de los barcos siendo yo apenas de dos años, me tomó a cargo una mujer llamaba Mbiombe, a quien amo como si fuera mi madre misma, ella trabaja en la casona de la esquina, es quien hace la comida.
—¿Ella no te platica de dónde vienes?
—¿Conoces los leones?
—Los he visto en grabados.
—De ahí vengo, una tierra más allá de La Española —así se le conocía a la isla en donde concentraban a los esclavos— me dicen que todo es grande y no existen las casas, los caminos nunca terminan y solo debes cuidarte que no te coma una de aquellas fieras.
—Se llama África Mbe.
Continuará…