Nunca dos historiadores cuentan la misma historia de igual forma. Incluso si consideran los mismo hechos y le dan el mismo peso a sus protagonistas, la historia variará en un aspecto medular: la forma en que la cuentan. Decía George Duby, sintetizando lo que para él fueron las enseñanzas fundamentales de Lucien Febvre y Marc Bloch, fundadores de la prestigiosa Escuela de los Annales, “que el historiador no debe encerrarse en su agujero, sino seguir de cerca lo que pasa en las disciplinas vecinas, y que llevar a cabo una investigación con todo el rigor que ello requiere no le obliga, a la hora de dar a conocer los resultados de su investigación, a escribir con frialdad, pues el sabio cumple tanto mejor su función cuanto más gusta a los que le leen, y los retiene y cautiva con los ornamentos de su estilo”.
No es extraño, pues, que los grandes historiadores sean al propio tiempo extraordinarios escritores. Y si hay un historiador mexicano que, siendo él mismo un gran discípulo de la escuela de los Annales, siguió estas importantes lecciones –al pie de la letra, desde luego– ese fue Luis González y González, nacido en San José de Gracia, Michoacán, el 11 de octubre 1925.
La historia, piensan todavía algunos, debe imponer cierto tono severo, directo y frío, como se supone que “son” los hechos. Esa fue hasta entrado el siglo XX una de las tendencias fundamentales de la historiografía, marcada por el positivismo decimonónico, pero muy pronto comenzó la desobediencia y la búsqueda de nuevas vertientes que, vuelvo a Duby, intentarían tomar el calor de los acontecimientos y dar paso a una nueva interpretación de los mismos.
Luis González y González cultivó una forma antisolemne de presentar el pasado y la reflexión en torno de este, sin perder jamás el rigor; llegaba incluso a un humor finísimo que hacía pensar aún más a sus lectores sobre la naturaleza de los grandes sucesos y sus actores centrales.
Leí por primera vez a Luis González y González en un texto en el que desmenuzaba muy a su manera las múltiples utilizaciones de la historia; ese trabajo formaba parte de un conjunto de ensayos recopilados en un libro del lejano año de 1980 que ha sido, por suerte, reeditado no hace mucho por la editorial Siglo XXI: “Historia ¿para qué?”
Entusiasmado por su prosa y su talento para preguntarse y responder con absoluta originalidad tantas cuestiones cardinales para la historia, di luego con su “Ronda de las generaciones”, obra que desde sus primeras líneas me volvió a atrapar. ¿Qué historiador comienza su historia advirtiendo “al posible lector no seguir la lectura de estas páginas, salvo que…[y siguen 16 condiciones]?
¿Quién más podía escribir que “la pléyade de la Reforma se formó con 80 individuos «que parecían gigantes» pese a la corta alzada de casi todos”?
¿Qué otro historiador podía decir que sus colegas académicos “todavía no toman en cuenta la historia de la revolución desde el mirador de los revolucionados, que fueron la mayoría de los habitantes de México, entre 1910 y 1940”?
¿Y quién más podía ocuparse como historiador de poner en el mapa el pueblito en el que nació? Pues sólo González y González quien, con absoluto genio, se ocupó del “escenario josefino” donde “nunca ha tenido lugar ningún hecho de los que levantan polvareda más allá del contorno de la comarca. No se ha dado allí ninguna batalla de nota, ningún “tratado” entre beligerantes, ningún “plan revolucionario”. La comunidad Josefina no ha producido personalidad de estatura nacional o estatal; nada de figuras sobresalientes en las armas, la política o las letras. No ha dado ningún fruto llamativo ni ha sido sede de ningún hecho importante. Parece ser la insignificancia histórica en toda su pureza, lo absolutamente indigno de atención, la nulidad inmaculada: tierras flacas, vida lenta y población sin brillo. La pequeñez, pero la pequeñez típica”.
Atendiendo esa “pequeñez” de San José de Gracia, “representativa” ciertamente “de lo que son y han sido muchas comunidades minúsculas, mestizas y huérfanas de las regiones montañosas del México central”, nuestro historiador dio forma a su inmensa obra “Pueblo en vilo”, lúcido ejercicio de microhistoria, disciplina cuyo nombre él defendía con determinación, porque decía que si bien no era bello sí era “eficaz para designar una historia generalmente tachonada de minucias, devota de lo vetusto y de la patria chica, y que comprende dentro de sus dominios a dos oficios tan viejos como lo son la historia urbana y la pueblerina”.
Hoy, el Colegio Nacional le rendirá, con la participación de Enrique Krauze, Andrés Lira y Jean Meyer, un merecido homenaje. Porque en lo que sí se equivocó González y González es en eso de que su pueblo nunca dio una figura sobresaliente en las letras: lo tuvo a él, reconocido nacional e internacionalmente, y con toda justicia recordado en su centenario, ahora que todo México se haya en vilo y echamos de menos talentos como el suyo.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez
