Hay cosas que pasan frente a nuestros ojos y no las vemos. Es parte de la normalización en la cual vivimos como sociedad. Un ejemplo es el incremento de personal diplomático ruso en México después de la invasión a Ucrania, en el contexto de su expansión política y militar en América Latina. La primera alarma la tocó en marzo del año pasado el general Glen VanHerck, jefe del Comando Norte, en una audiencia en el Comité de Servicios Armados del Senado de Estados Unidos. “México tiene actualmente el mayor número de espías en el mundo”, afirmó. Las reacciones aquí fueron nimias. El presidente Andrés Manuel López Obrador dijo que México era un país independiente y soberano, y ahí quedó todo. A otra cosa.
Pero no todos le hicieron caso. En abril del año pasado, la veterana corresponsal mexicana en Washington, Dolia Estévez, retomó el testimonio de VanHerck subrayando que la posición de México ante la invasión no era percibida en Washington como neutral, sino favorable a Rusia y al presidente Vladimir Putin, y que por la fácil interconexión y acceso con Estados Unidos, México era una plaza perfecta para el espionaje ruso, cuyos agentes con manejados desde la embajada en Tacubaya, que habían crecido en cuestión de semanas, a 49, menos de los 73 de Canadá, pero más de los 46 -sin contar consultados- de Estados Unidos.
Estévez profundizó su investigación. En mayo pasado reveló que en los meses subsiguientes, la Embajada rusa acreditó a 36 nuevos diplomáticos, con lo que llegaron a 85. El número no dice mucho, pero el aumento de casi 60% de diplomáticos rusos en nuestro país, no tiene ni justificación ni precedente, y fue procesado por la Embajada de México en Moscú y autorizada por la Secretaría de Relaciones Exteriores.
El brinco en el número de diplomáticos rusos en México no levantó las cejas ni motivó solicitudes de explicaciones al entonces secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard. Pasó sin sobresaltos, pese a que en las revelaciones de Estévez recordaba que es un secreto a voces que Rusia abusa de la figura diplomática para infiltrar espías, sobre todo en tiempos de guerra. La historia es vieja. En los tiempos de la Guerra Fría, Estados Unidos tenía en México la segunda estación de la CIA más grande del mundo, sólo después de Viena, la capital austriaca, que era la puerta de entrada de Occidente al mundo comunista.
Viena y la Ciudad de México eran las Casablancas de la post-guerra, donde los servicios de inteligencia comunistas peleaban con sus contrapartes estadounidenses y occidentales. Inteligencia y contrainteligencia era, y sigue siendo el nombre del juego, donde México había pasado a jugar un papel preponderante desde 1956, cuando un desertor identificó a los espías de la KGB y el GRU -el servicio de inteligencia militar- en Canadá, que provocó una expulsión en masa. Harry Rositsky, que por 25 años dirigió las operaciones encubiertas de la CIA contra la Unión Soviética, me dijo a finales de los 70’s en su casa en Middleburg, Virginia, donde vivía el retiro, que México se había convertido en su nueva base de operaciones tras las dañinas revelaciones que había hecho Igor Gouzenko, un decodificador en la embajada en Ottawa, que se entregó al gobierno canadiense.
El jefe de la oficina de la KGB en México en esos tiempos era Oleg Netchiporenko, que había llegado en 1961, y que operaba la red de espías desde una oficina ubicada en el tercer piso de la embajada, consideraba como una de las cinco más importantes fuera de territorio soviético, de acuerdo con un expediente desclasificado por el Cisen que obtuvo Newsweek en Español. Netchiporenko se trenzó eficazmente durante una década con los servicios de inteligencia de Estados Unidos y Occidente, donde hubo muertos en suelo mexicano y utilización regular de una columna firmada con un seudónimo en Excélsior, donde se transmitían órdenes a los espías rusos.
Mientras México sólo prestara su territorio y ninguna agencia de inteligencia interfiriera en los asuntos internos, el gobierno solo las vigilaba y toleraba. Pero en 1971 se detectó el apoyo que estaba dando la KGB a los movimientos armados que florecieron durante el gobierno de Luis Echeverría, y comenzó a expulsarlos, incluido el jefe de la KGB. Desde entonces, pese a que la actividad de espionaje de todos los servicios que se respetan en el mundo siguieron haciéndolo, no se había registrado un momento como el actual.
John Feeley, embajador en retiro y un experto en México, donde trabajó varios años, le comentó a Estévez a propósito del incremento súbito de personal ruso en este país, que “el número de diplomáticos rusos en México no tendría ningún sentido si lo que estuvieran haciendo fueran labores tradicionales de la embajada. Los espías casi siempre tienen cobertura diplomática”. El incremento de espías coincidió con la llegada a México del nuevo embajador ruso, Kikolái Sofinsky, que en su primer mensaje invitó a México a unirse al “concepto ruso de orden multipolar”.
La Embajada rusa en México buscó desacreditar a Estévez en las redes sociales pero nunca desmintió el fondo de su trabajo: el incremento inusitado del personal ruso en México. Ni con la abierta intervención rusa, buscando la censura para la periodista, el tema brincó al interés del público mexicano. Pero en Washington, Mary Anastasia O’Grady, de The Wall Street Journal, lo registró. En su columna semanal sobre América Latina este lunes, habló de México como la principal plataforma de espionaje ruso en la región, al ser “un objetivo especialmente valioso”.
O’Grady reveló que Nikolái Patrushev, secretario del Consejo de Seguridad ruso y uno de los asesores más confiables del presidente Putin, encabeza una oscura cadena de espionaje para minar los intereses de Estados Unidos, en una estrategia de desestabilización de la democracia occidental en América Latina, sueño de ambos en la búsqueda de la restauración el viejo poder ruso en el mundo, que pasa, queramos verlo o no, por México.
Nota: esta columna reanudará su publicación el 17 de julio.