Primero, debo expresar mi solidaridad con Carlos Loret de Mola. Los motivos son de sobra conocidos.
Esa familia de periodistas, tan cercanos en algún momento, cada uno por su lado, representa algo importante en mi profesión: una estirpe, una dinastía, un oficio transmitido de generación en generación.
Me recuerda mi caso personal y el de muchos otros compañeros de oficio (Ramírez de Aguilar, Becerra Acosta, González Pérez, De Aquino, Mora, Pagés y muchísimos más), quienes hemos sabido desde la infancia, y a veces padecido, todas las historias relacionadas con el trabajo de nuestros padres o abuelos y las desavenencias —y consecuencias–, con los poderosos en turno.
A Don Carlos Loret de Mola lo conocí hace muchos años, poco antes de su llegada al gobierno de Yucatán. Era un hombre culto, simpático, con una enorme elocuencia y una trayectoria impresionante e interminable.
En una de sus últimas etapas profesionales dirigía un diario en el Bajío (AM, con López Castro como socio). Como responsable de la Dirección de Medios de Provincia de la Presidencia de la Republica, a mi compañero Carlos Zapico, le tocaba invitarlo cada año al Informe presidencial de Miguel de la Madrid, a despecho de las constantes críticas contra la administración. Era un editor notable de un medio estatal.
Para él, sobraban las atenciones, no por la importancia de su medio ( la tenía), sino por su importancia como gran figura (para usar un término taurino) de tantos años.
En una de esas ocasiones, cuando subí a verlo a la habitación del hotel presidente de Chapultepec, me regaló una hermosa edición de “La tierra del faisán y del venado” de Mediz Bolio, su pariente. Mediz, era su segundo apellido.
Don Carlos murió en un accidente carretero cerca de Zihuatanejo, cerca de un sitio donde cuatro lustros atrás, había sufrido en el monte un aterrizaje de emergencia, en una avioneta en la cual viajaba también Jacobo Zabludovsky.
En aquella ocasión solo hubo raspones y golpes.
–Fue –me dijo Jacobo cuando la volcadura fatal–, como si la muerte lo hubiera estado esperando ahí veinte años.”
–¿Fue un hombre del sistema? Sí, pero un inteligente caballero del sistema, jamás un esclavo suyo.
Su hijo Rafael nunca creyó la versión fortuita y se propuso demostrar un atentado criminal. Para hacerlo investigó y escribió un libro y muchos artículos.
A estas alturas Rafael –mi ocasional compañero del tendido en la Plaza México—, es un personaje trágico: dedicó parte de su vida a luchar por la verdad en la muerte de su padre; y ahora se enfrenta a otra lucha de la misma dimensión moral, por defender a su hijo de los excesos del poder.
Si bien no siempre hemos estado de acuerdo en sus opiniones políticas, hoy todos debemos adherirnos a su encendida defensa.
A fin de cuentas, sus palabras en “El despeñadero”, suenan todavía como una premonición, no sólo una denuncia:
“…A mis amables lectores les anuncio que esta es una obra hija del sufrimiento; el de México, porque no encontramos el camino, y mi pequeña senda de dolor personal que a veces me asfixia. Estoy seguro que para edificar las bases de una nación libre, en serio, auténticamente y sin las ataduras de los complejos, es necesario destruir antes los cimientos podridos; de no hacerlo, el colapso será mucho mayor…”
Por eso el monólogo de amplia circulación por la red, en la vehemente y contundente defensa de su hijo Carlos, atropellado públicamente por el poder presidencial, me pareció un momento ejemplar.
Y de Carlos, el nieto e hijo de estos otros periodistas, mucho podría decir, pero basta ahora con esta imagen: el tendido de Juriquilla con José Tomás en el ruedo, y él y su padre en festiva reunión ante el maestro de Galapagar.
Este par no se mata ni con tercia, les dije.