Es tanto el cinismo, tanta la maledicencia, el odio gratuito, el abuso y la desvergüenza, que de pronto las simples o “educadas” palabras son insuficientes para reaccionar ante ellos. Apelamos entonces al insulto. Desde lo más hondo de nosotros –de ahí que se lo juzgue visceral– emerge eventualmente, con todas sus letras, un sonoro denuesto.
Apenas entramos de lleno a la vida social, aprendemos una que otra palabreja para defendernos o poner en su sitio a más de un granuja. Y por supuesto, más de un canalla nos ha insultado alguna vez gratuitamente. Unos y otros, con o sin motivos, nos hemos venido insultando durante siglos y lo más natural, a estas alturas, es que tengamos ya incluso diccionarios con lo más granado de esta habla que es ya parte –no lo neguemos– de la cultura cotidiana.
Decía el docto Pancracio Celdrán Gomáriz, quien tuvo la gran idea de pergeñar El gran libro de los insultos (La esfera de los libros, 2008), que eso de insultar se nos ha dado muy bien en estas latitudes:
“En América –escribió Celdrán Gomáriz– el insulto castellano, andaluz, extremeño, vizcaíno, el de todas las regiones y reinos peninsulares cobró vigor propio, y tanto fue así que muchas de estas voces suenan allí más fuertes que en el lugar de donde proceden. El mundo del insulto y la expresión desahogada es común a todo el universo hispanohablante, pero cada área lingüística tiene sus singularidades”.
Dichas singularidades han llamado la atención de un sinúmero de estudiosos de nuestra lengua. En México contamos además con quienes se han ocupado del albur (un tema aledaño, según entiendo, porque puede servir, o no, para insultar a alguien, pero con la gracia de la insinuación o el doble sentido). De esto sabía mucho el buen Armando Jiménez, quien publicó un texto icónico sobre el tema: Picardía mexicana, obra de la que Camilo José Cela decía, acaso de forma hiperbólica, que era “el segundo libro más leído en la historia de la literatura en idioma español, solamente después de El Quijote de la Mancha”.
Desde luego, el tema merece siempre ser abordado por los lingüistas y resulta siempre un gusto que lo hagan; quién mejor que ellos para disertar sobre las infinitas posibilidades del insulto y sus miles de giros. Así pues, me encanta que como parte del ciclo La lengua de la vida cotidiana, coordinado por Concepción Company Company, distinguida integrante de El Colegio Nacional, ella misma haya dictado la conferencia “Tabú e insultos de ayer, hoy y siempre”.
En esta su primera charla sobre el tema (porque habrá otras más y todas, como la aquí citada, podrán verse por Youtube, en el canal de El Colegio Nacional) la doctora Company nos ha ilustrado sobre muchas cuestiones que vale la pena tener presentes al momento de mentar madres o pendejear al prójimo: “si yo quiero insultar a alguien, tengo que echar mano de los insultos que sé, que he mamado, que he aprendido en mi cultura y no inventarme un insulto y decirle ‘saco parado’: eso ni es pertinente, ni relevante…”
No creo que insultar pueda ser un arte –como creía Shopenhauer–, pero hay que reconocer que algunos lo han llevado a ciertos niveles de ingenio y hasta talento que resultan envidiables a la hora de un pleito. En lo que sí hay que hacer caso del filósofo Alemán es que “cuando se advierte que el adversario es superior y que uno no conseguirá llevar razón, personalícese, séase ofensivo, grosero. El personalizar consiste en que uno se aparta del objeto de la discusión (porque es una partida perdida) y ataca de algún modo al contendiente y a su persona”. Todos lo hemos hecho alguna vez.
Ya entrados en la esfera de los insultos también hay que considerar las características lingüísticas que tiene decir una que otra chingadera: “Por lo tanto –dice Company– al ser el insulto un acto de habla directivo e intersubjetivo, porque tiene como propósito que el otro o la otra se enoje, tiene el efecto perlocutivo de ofender al otro y que el otro se enoje, lingüísticamente no existe el ‘se me fue’, se me escapó, lo dije ‘sin querer queriendo’; eso no existe lingüísticamente, si lo dije es porque había una intención consciente o inconsciente de que el otro se enojara. No hay marcha atrás con los insultos, aunque se suelen reparar con remedios extralingüísticos, o sea, vean en los estadios cuando gritamos ‘puto’ o ‘culero’. No hay perdón, sino multa o cierre del estadio, y así ha sido desde que la lengua española se puede llamar lengua española”.
Por otro lado, lo que hace al insulto un tema decididamente apasionante es que se trata siempre de poner el hígado por encima de la razón, y ello por supuesto hace que en sí mismo no tenga un significado referencial, como nos hace notar la doctora Company define, puesto que no se trata de ser exactos ni rigurosos a la hora de hablar mal de alguien, sino precisamente de insultarlo: “Si digo: ‘hijo de puta’ no es un asunto de parentesco, ni el hijo es hijo de nadie ni la señora tiene oficio de prostituta; si digo ‘puto’, no estoy diciendo nada con respecto de las preferencias sexuales de esa persona, y puedo decirle a alguien ‘pendejo’, y a lo mejor el fulano es brillantísimo, pero en ese momento comunicativo, a mí me parece ‘un pendejo’”.
Como puede verse, hay mucha sabiduría alrededor de los insultos. Desde los groseros versos de Quevedo dedicados a Góngora hasta los eruditos y divertidos diccionarios sobre el tema, pasando por las amenas e imperdibles charlas de la doctora Company.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez








