Lo ocurrido en Phoenix, Arizona, el domingo pasado representa, una vez más, la mayor capacidad del deporte mexicano: el fracaso, la incompetencia abrumadora, la convivencia cotidiana con la frustración; lo inútil e inevitable (por otra parte), de una afición nacida para desilusionarse junto con una actividad deportiva de nacidos para perder. Y no sólo en el futbol.
La prolongada convivencia de los mexicanos con la posibilidad fugitiva se expresa en muchos episodios de nuestra historia.
Si Hidalgo hubiera culminado su ataque desde el Monte de las Cruces la Independencia se habría logrado antes; si Porfirio Díaz hubiera cumplido con el Plan de la Noria, nos habríamos evitado la mortandad de la Revolución y la bola; si Santa Anna no se hubiera dormido en sus laureles después de El Álamo, si Robben no se tira el clavado; si el general Anaya hubiera tenido parque…
Y así lidiamos eternamente contra las injustas evidencias del fracaso y la derrota (en ese orden), porque el 90 por ciento del tiempo, al menos en el deporte, los jugadores de cualquier cosa, los clavadistas o los corredores llegan a la escena derrotados por los reacios fantasmas de la ineptitud nacional.
Aquí no se trata de los malos manejos de Ana Guevara, asomada a la cueva de Ali Babá y sus 400 metros planos. El futbol es una muestra de cómo el sector privado padece los mismos males del gobierno: burocracia, mala administración y pésimos resultados. Ni tenemos un sistema de salud como el de Dinamarca, ni le podríamos ganar a los daneses en algo. Ni en futbol ni en servicios públicos.
Una de las escenas más dramáticas y tristes al mismo tiempo, la vimos casi al finalizar el partido del domingo contra los ecuatorianos: la patria entera suplicando el favor de un penalti por el amor de Dios, señor árbitro señores del VAR, hágannos ese servicio justiciero porque jugamos mejor, porque estuvimos encima del rival y lo sofocamos con disparos de salva.
En el futbol hay muchas similitudes con la vida misma. También en lo social y en la comunicación. Por mucho como quieran disfrazarse de críticos inteligentes, los cronistas deportivos no pueden retirarse del pesebre. Han inventado la crítica solidaria, en lugar de la crítica sin adjetivos para justificar desde el micrófono la imposibilidad genética de los mexicanos en el intento de jugar al futbol. Para eso patentaron frases como “respaldar el proceso” o esperar los frutos del “cambio generacional”, cuya síntesis es simple: sustituir quienes ya fracasaron por quienes van a fracasar.
Si bien el periodismo deportivo no tiene siquiera aproximaciones culturales, la inopia intelectual de quienes deberían atender la evolución del deporte, ha sido complementada y en ocasiones sustituida por veteranos entrenadores, jugadores de antaño y algunos futbolistas semi alfabetizados. El resultado en el micrófono es desastroso.
Desgraciadamente hay muy pocos Lati y menos Valdanos.
Algunos teorizan sobre el futbol, pero en general los limitados cronistas de hoy –casi todos cómplices de la Femexfut–, se asemejan a quienes tenían diccionarios, además de compromisos con el deporte (sin deporte patrocinado no hay cronistas deportivos, independientemente de los patrones), porque tarde o temprano exorcizan las chambonadas con un argumento imbatible y teológico: ¿por qué siempre nos pasa esto a nosotros?, como dijo Fernando Marcos una tarde aciaga cuando el balón del triunfo se estrelló en la base del poste del arco enemigo.
¿Por qué siempre nos pasa esto a nosotros?, pues porque somos mexicanos y no tomamos las cosas en serio, sobre todo algo tan serio como el hermoso juego del futbol. Hermoso cuando se juega de otra manera.
Hace unos años, cuando el mundo entero estaba encerrado por la pandemia, se jugaba sin público. Para no hacer peor el deprimente paisaje del estadio vacío, se colocaban siluetas de cartón simulando el público.
Nuestra solución podría ser jugar con siluetas de cartón en lugar de seleccionados. En lugar de “ratones verdes”; cartones verdes.