Diana Baillères
Hace muchos años cuando vocalizaba con un excelente maestro de canto, ya desaparecido, me dijo en un descanso: “una de la voces más potentes que puedas escuchar, sin haber sido educada formalmente, es la de Vicente Fernández”. He recordado siempre ese argumento a favor de quien, sin duda le respaldó una larga trayectoria en la música vernácula que logró destronar a aquellos grandes que partieron, prematuramente. Alguien decía que su mayor temor a lo largo de sus primeros éxitos y primeros años, era morir joven. Vicente, como ellos, también incursionó en el cine cuyo éxito fue taquillero más no sinónimo de calidad, cuando había terminado la llamada época dorada.
A todos ellos los he escuchado con atención, metiéndome en cada nota que sus voces produjeron hace más de medio siglo y también la voz de Vicente logró cautivarme, no por bravía sino por el terciopelo que lograba a sotto voce en sus interpretaciones de boleros románticos, uno de sus discos menos conocido, sin embargo uno de los más bellos. Además, alguna vez me atrapó en su película El Tahur, cuyo argumento de Julio Alejandro de Castro me llamó la atención por su estructura apegada a ciertas narraciones clásicas. Hoy, este cantante de buena cepa está en las primeras planas de los medios del mundo debido al rol que jugó en la preservación del género musical ranchero que nos identifica a los mexicanos, tal vez mejor que la selección de futbol
Así fue haciendo su éxito, apegado al vacío que habían dejado Javier Solís en su momento y mucho antes Pedro Infante. Creó con una voz que era un puño como dijera mi maestro, un estilo único como hicieron otros en contextos distantes y pienso en Frank Sinatra. Vicente logró con su generosidad para cantar a destajo, ganar lo que no pudieron quienes lo antecedieron porque no hay quien no conozca por lo menos uno de sus grandes éxitos y sus conciertos han sido insuperables hasta hoy, por tiempo y forma. Una vida dedicada a conjuntar una serie de méritos que sirven de ejemplo a un pueblo lastimado siempre por diversos motivos, ahora por la tragedia, como en estos momentos de pandemia.
Aunque la muerte nunca es bien invitada nos parece y sorprende saber que Carmen Salinas ha dejado este mundo. Ícono del cine de ficheras, se le recordará por sus ocurrencias frente a la prensa que siempre supo explotar a convivencia como si de una oficina de prensa se tratase. Carmelita encarnó en sí misma las personalidades más diversas y representativas de un pueblo que se hace notar por el albur y la vulgaridad icónicos del pueblo mexicano que si puede, alardea de ello. Para muestra, las sanciones por causa de la conducta de los mexicanos en juegos internacionales de futbol. Sin embargo, la trayectoria de la comediante incluyó su paso por la política en la que de igual modo se distinguió por su adhesión al oficialismo e ignorancia de los problemas reales del país los cuales pudo circunscribir a comentar los problemas personales de algunas figuritas de la farándula. Se le extrañará como heredera de quienes se atrevieron a emitir juicios sin patentar la verdad. En fin, comediante al fin.
Ambas luminarias del espectáculo se van en una semana de la mayor celebración a otro ícono del pueblo mexicano: la virgen de Guadalupe de quien sólo diré que, gracias a la fe que le gente le profesa, sostiene a un pueblo desde hace casi 500 años. Guadalupe o La Morenita como le llaman vulgarmente, llegó desde Extremadura en la devoción de los conquistadores y fue aceptada por el sólo hecho de ocupar el lugar de Tonantzin, deidad mexica. Desde 1531 el pueblo la adoptó como su protectora dadas las coincidencias que han sido nombradas milagros marianos. La fe de los mexicanos jamás ha puesto en duda su poder para resolver sus necesidades menos ahora ante las tormentas que ha traído consigo la pandemia.
Esta selección de íconos obedece en nuestra opinión, a esa profunda necesidad del pueblo mexicano de ser representado frente a los otros, por seres ejemplares y distintos en los cuales encuentra todo de lo que está falto. En tiempos anteriores a la Conquista, el Panteón de los dioses prehispánicos constaba de un número no menor de mitos en los cuales se fundaba su manera de proceder y ser, y ahora, al cabo de 500 años, seguimos buscando dioses e ídolos en cada imagen que exhiben los oligopolios mediáticos. Así sucedió en el proceso revolucionario de hace 111 años; aparecían caudillos en cada pueblo a donde llegaba la “bola”. Cabe preguntarse si siempre habremos de recurrir a los hijos del pueblo para sentirnos completos o hacer méritos para justificar nuestra existencia como pueblo único pues como dicen: “Como México no hay dos”.