Los debates políticos, especialmente en las campañas presidenciales y por derivación a otros cargos ejecutivos, principalmente, no han madurado en México. Su relativa juventud (casi 25 años), no ocurre por casualidad, es la consecuencia de una implantación de las tradiciones políticas de los Estados Unidos y otras partes del mundo. Como allá se hacen debates, ¿por qué nosotros podríamos quedarnos atrás?
En la tradición anglosajona, donde caben desde la monarquía constitucional hasta el bipartidismo, los debates tienen mucho de desafío. Todos recordamos la manera amenazadora como Donald Trump se impuso, físicamente, a Hillary Clinton, con su presencia de un metro noventa y tantos de estatura a menos de un metro de distancia. Como un oso, tal hizo Al Gore contra George W. Bush.
En México no. La cortesía obliga a formatos estrechos encorsetados donde nadie puede hacer nada fuera del guión. El último debate entretenido, o divertido, no tuvo relación con la política: fue cuando “El bronco” se pronunció por la mutilación para castigar a los ladrones. Un chiste tomado en serio es doblemente hilarante.
“En México, el primer debate presidencial –recuerda Rubén Aguilar–, tuvo lugar el 12 de mayo de 1994. En él solo participaron los tres candidatos que tenían la mayor intención de voto: Ernesto Zedillo (PRI), Diego Fernández de Cevallos (PAN) y Cuauhtémoc Cárdenas (PRD). Se transmitió por la televisión en horario estelar. El formato fue rígido y acartonado. No permitió un real intercambio entre los participantes. El vencedor fue el panista”.
Sin embargo, los resultados subjetivos de un debate nunca han movido las preferencias electorales. Fox despedazó a Labastida (la frase del banquito fue un hallazgo) pero no por eso ganó las elecciones; vendió porque Ernesto Zedillo estaba de su lado y saboteó al partido y a su candidato desde antes de los preparativos electorales.
Lorenzo Córdova, en un ensayo publicado por la UNAM, dice:
“…Es claro que los debates organizados de 1994 a 2016 se distinguieron porque fueron eventos organizados a modo de los contendientes. La fecha de su celebración, la dinámica que seguirían los debates, la dinámica de la moderación, y hasta los detalles de producción) las tomas, tiempo de las intervenciones, tiros de las cámaras), se determinaban con base en los intereses de los partidos y sus candidatos (nunca en favor de la mejor comprensión de los electores, digo yo).
“Naturalmente para los partidos políticos más para los mejor posicionados, se trataba de que el debate no perjudicara la imagen que ya habían ganado los contendientes en la opinión pública. De ahí que fueran espacios mediáticos controlados, en los que cada candidato llevaba sus mensajes escritos, por cada tema o pregunta y prácticamente sin interacción con el resto de los participantes en el debate…”
En esas condiciones los debates no son una contribución democrática; son una simulación democrática.
Pero esa fórmula, organizar las cosas en beneficio de los contendientes y sus posibilidades de presión , anula todo esfuerzo de verdadera exhibición de capacidades y planes. No propuestas; no respuestas, mucho menos delirios competitivos como los niños de la escuela.
Mi papá es bombero y te moja con su manguera; ah, pues el mío es policía y te mete a la cárcel.
La progresividad de los argumentos es grotesca: si Morena subsidia a los adultos mayores desde los 65 años en adelante; la oposición quiere ganar esos votos, con la disminución de la edad: sesenta años. Y pronto, un vivillo dirá; no a los 50, hasta llegar a la pensión vitalicia por el sólo hecho de haber nacido. Y eso es imposible. No hay dinero.
Si la Línea de Ebrard (defectuosa de principio a fin, como ya se sabe), mide 25 kilómetros de Mixcoac a Tláhuac, (sólo 11 de ellos por debajo), alguien –mientras come palomitas–, propone hacer una subterránea por todo Insurgentes, con 28 kilómetros.
Invitan a una pelea de gladiadores y terminan en el coro de las fantasías.