Los presidentes Andrés Manuel López Obrador y Joe Biden están en una abierta ruta de confrontación. En meses anteriores ha sido por la migración, la inseguridad y los cambios constantes en las reglas del juego para las inversiones. Hoy es por Cuba. López Obrador incumplió lo que siempre dice cuando se le pone en aprietos por mantenerse al margen de condenar actitudes antidemócraticas en países con cuyos gobiernos simpatiza, y tomó claramente el lado del presidente cubano y secretario general del Partido Comunista, Miguel Díaz-Canel, para acusar a Estados Unidos de intervencionismo mediante una manipulación mediática, y respaldar al pueblo cubano, o al menos a una parte de él, porque la otra parte expresó su descontento en las calles.
López Obrador dijo textualmente: “No debe haber intervencionismo. No debe utilizarse la situación de salud del pueblo de Cuba con fines políticos; eso debe quedar de lado. Nada de politización, de campañas mediáticas que ya se están dando a nivel mundial”. El presidente habló sin pruebas que sostuvieran su dicho, pero en contraposición a la declaración que hizo Biden: “Apoyamos al pueblo cubano y a su llamado por la libertad y el alivio de las trágicas consecuencias de la pandemia y de las décadas de represión y sufrimiento económico al cual han estado sujetos por el régimen autoritario cubano”. Más lejos uno de otro no podían estar los dos presidentes.
No se puede abordar el tema de Cuba sin contextualizar el conflicto dentro del marco del bloqueo de Estados Unidos a la isla desde 1962, cuando buscaron aislarla totalmente del mundo, rescatada sólo por el apoyo millonario que le dio la vieja Unión Soviética en medio de la Guerra Fría. La última condena abrumadora se dio el pasado 23 de junio cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas se pronunció por el bloqueo, por vigésimo noveno año consecutivo, con un voto de 184 naciones a favor, dos en contra (Estados Unidos e Israel), y tres abstenciones (Brasil, Colombia y Ucrania). México ha sido consistente en su respaldo a Cuba, desde que votó contra su expulsión en la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos en Punta del Este en 1962.
La política exterior mexicana ha sido congruente, pero ha entrado en zona de claroscuros en el gobierno de López Obrador por su inconsistencia, parcialidad y falta de oficio. En el choque contra Biden por Cuba queda expuesto que a López Obrador probablemente no le interesa guardar las formas, ni mucho menos servir como un canal extraoficial entre Washington y La Habana para evitar una escalada de su viejo conflicto, y buscar en cambio la distensión que permita regresar al camino que emprendió el presidente Barack Obama hacia la normalización de las relaciones. Biden ha estado reticente a acelerar la marcha que había iniciado Obama, y las protestas en Cuba mostraron el pragmatismo de su gobierno para sacar raja de la coyuntura.
Al mismo tiempo, no deja de ser paradójica la reacción de López Obrador, particularmente porque fue una tumba frente a las agresiones y el hostigamiento del expresidente Donald Trump contra Cuba. Con él no tuvo problemas López Obrador en guardar silencio, apelando al principio de la autodeterminación de los pueblos, pero con Biden ha sido distinto. En el fondo de su cabeza revolotea la convicción de que los demócratas han sido responsables de intervenciones y golpes de estado en América Latina, aunque frecuentemente se equivoca. Fue un republicano, Richard Nixon, quien aprobó el golpe de Estado contra Salvador Allende -su ejemplo primo de intervencionismo yanqui-, mientras que fue un demócrata, James Carter, quien propició el fin de las dictaduras sudamericanas. El maniqueísmo del presidente, junto con sus prejuicios y mala información, suelen nublar sus juicios.
Ayer, cuando tras apelar a la no intervención, intervino a favor de Cuba, le pidieron clarificación. “¿Usted ve la mano de países extranjeros en las protestas?”, le preguntaron. “Yo veo que están interviniendo”, respondió. “Por ejemplo… vi un mensaje en redes sociales de un grupo que se llamar Artículo 19… financiada en México por el gobierno de Estados Unidos, por la Embajada de Estados Unidos”. ¿Qué tenía que ver esa referencia en el contexto general de lo que sucede? Son sus fobias eternas las que permean la toma de decisiones en Palacio Nacional.
La forma primitiva como entiende al mundo y su locuacidad lo hace cometer errores. Por ejemplo, su posición fue publicada en la portada digital de Granma, el órgano del Partido Comunista, como su información principal, al ser la postura más enérgica frente a Estados Unidos. Rusia no llegó a esos niveles. El presidente Vladimir Putin dejó en una vocera de la cancillería su rechazo cualquier intervención, mientras que Venezuela, Argentina y Bolivia, otros aliados, optaron por la cautela.
López Obrador achicó sus márgenes de operación política y se fue con todo, que lo llevó al choque con Biden, subrayando lo diferente que ven al mundo, que ha hecho que las fricciones sean más frecuentes. Cuando se preparaba la visita de la vicepresidenta Kamala Harris a México, los diplomáticos en la Embajada en México tuvieron que atemperar la posición de los funcionarios de Washington, que veían a López Obrador como un enemigo. En Palacio Nacional, ni el presidente ni sus más cercanos quieren saber nada de Estados Unidos, a cuyo gobierno si ven como enemigo.
Esa relación no tiene solución. Se toleran porque se necesitan. En la Casa Blanca no presionan directamente a López Obrador porque no quieren empujarlo todavía más al eje venezolano-cubano, mientras que en Palacio Nacional el presidente cree que no lo presionan por su gran aprobación entre los mexicanos. Esta es otra diferencia sustancial. En Washington lo analizan estratégicamente y él piensa que todo gira en torno a él. No obstante, López Obrador debería ser más cuidadoso, que no significa que cambie su posición sobre Cuba u otros temas, porque cuando depende tanto de Estados Unidos, seguir escupiéndoles públicamente la cara puede llegar a hartarles. Mejor sería hacer política.