En mi columna anterior, celebré la valentía del juez Juan Pablo Gómez Fierro de dar entrada a los amparos contra la reforma a la Ley de la Industria Eléctrica y determinar las suspensiones de su aplicación entretanto no se dicte la sentencia correspondiente. Encomiable gesto jurídico y osadía política a pesar de conocer, de sobra, los arrebatos coléricos del presidente López Obrador, quien ordenó una investigación acerca del juzgador. ¿Investigación o embestida? Seguro estoy que nada turbio encontrará el Consejo de la Judicatura. Y sí razones para amparar a las empresas quejosas, en tanto que la ley alienta el monopolio –prohibido en el Art. 28 de la Constitución– de la Comisión Federal de Electricidad y, por ende, vulnera el principio de la libre competencia, de modo devasta el mecanismo de despacho de las centrales eléctricas que hoy operan de manera independiente. Para variar, se trata de fortalecer a la CFE y sus plantas contaminantes que generan energía con combustóleo y carbón, en detrimento de energías limpias, promotoras de un medio ambiente sano y sustentable. En el fondo de la ley impugnada, ciertamente muy compleja desde el punto de técnico, está una obsesión de control y exclusividad estatista, sin siquiera incentivo alguno para quienes invierten en energías limpias.
¿Un nuevo orden en el sistema eléctrico nacional? Así lo ve el presidente. ¿Una ‘necrofilia ideológica’, una especie de enamoramiento de un pasado muerto? Pemex y CFE, muestras de lo insalvable. En este sentido, la modernización de las políticas públicas deberá caminar por otros senderos. Más inteligentes, más sensatos.
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Un joven, Guillermo Vargas, que nos asiste en labores domésticas, me conduce por el Boulevard Corregidora-Huimilpan, atravesamos la hacienda El Vegil. Me alegran los sembradíos de col morada y lechuga. Veo de lejos las aspas que mueve el viento. Es la energía eólica. Ahí está el México laborioso, productivo, que nos hace pensar en un futuro promisorio.