Una llamada al cuartel de mando del general Mario Ballesteros Prieto lo dejó sin habla: “Levantamiento a las 400 horas, Galeana en marcha”
Cuando colgó el sudor de su nuca recorrió la espalda.
Era la voz del general Marcelino García Barragán, quien había acercado a algunos de sus mejores hombres, para un golpe de estado al mismísimo presidente Gustavo Díaz Ordaz,
¡De ese tamaño el asunto!
En previos telegramas —que se solicitaba se quemaran una vez entendida la orden— se establecía la fecha del incidente: 2 de octubre de 1968 con la anuencia y compañía del embajador de Estados Unidos, Fulton Freeman, el proyecto de golpe se denominó:
Operación Galeana.
De inmediato el general Ballesteros le informó al general de brigada Luis Gutiérrez Oropeza, en un encuentro casual no informado a los mandos.
Llegó primero el general Ballesteros, vestido con su lujoso traje de color verde, con sus insignias que brillaban ante el sol de las ocho de la mañana —puntual como de costumbre— en la esquina de Corregidora y Correo Mayor.
De inmediato, y casi en sincronía, se acercó el general de brigada Luis Gutiérrez Oropeza, de igual manufactura de arreglado, con lustrosos zapatos negros, aún acomodándose sus mancuernillas de su camisa —unos hermosos gemelos de oro puro que le había regalado su madre, en un onomástico, cuando era aún cadete del Heroico Colegio Militar— bajó de su móvil, indicándoles a su escolta que aguardara.
¡No era difícil ver a militares rondando las calles de Palacio Nacional! En estas fechas el mando supremo invitaba constantemente a rondines cercanos a palacio, el objetivo era estar alertas a cualquier provocación, se sospechaba de grupos pro comunismo, pero también de la CIA y la KGB.
Los dos caminaron juntos, lento, como si no desearan avanzar, por correo mayor, hacia moneda.
—¿Qué se trae este cabrón de García Barragán?… ¡”quesque” golpe de estado!… ¡qué pendejo!
—¡No me alerta la petición del golpe! ¿quiénes están organizando a las tropas?
—Ya varios caballeros águila —mandos— recibieron órdenes de obsidiana 1 – Díaz Ordaz— de presentarse en el 22 – Palacio Nacional para un desayuno oficial.
—¿Crees que se vaya a armar el desmadre?
—¿Quitar a Ordaz?… ¡ni se te ocurra pensarlo! nos echaríamos al pueblo encima… ¿una revolución en este momento? ¡nos acabaría de llevar la chingada!
—¡Pero están utilizando a los estudiantes como carne de cañón…! ¡son unos niños!
—¡También que pendejos ellos!, con sus ideas comunistas los maestros que los estén arengando!, ¡ellos que sí estudian, deben ser listos y no dejarse llevar por la pasión! dijo con voz fuerte.
—¿Qué hacemos? ¿le entramos o dejamos que se lleve la chingada a Marcelino?
A estas alturas no se sabía quien pertenecía a quien, por un lado, los leales a Marcelino y por otro, los leales a Ordaz —que de entre los dos no se miraban dificultades— el presidente era un hombre de mecha corta, capaz de todo con tal de cumplir con su deber, uno de ellos el deber era defender al país, el otro, llevar a cabo las olimpiadas de 1968 sin problema alguno
Las palabras deberían ser pensadas cuidadosamente.
—¡Deja solo a Marcelino! ¡que se arregle con sus pinches gringos que tanto le gustan!
—¿Estamos?
—¡Sí Señor!
Se dieron un abrazo cálido, en donde tal vez entendían que no se podrían a volver a ver juntos, después de este día, la orden de Ordaz fue clara: 2 de octubre de 1968 operación batallón Olympia, diseminar a toda costa a los estudiantes, reunión: Plaza de las tres culturas, Tlatelolco.
Los dos regresaron a sus móviles, cada uno tomó hacia diferente dirección, la idea estaba consumada: ¡no habría golpe de estado! no indicarían nada a Obsidiana 1, por seguridad de la operación Olympia.
3 de octubre de 1968, 00.34 hrs. Palacio Nacional, despacho de presidencia.
El presidente Díaz Ordaz estaba intacto, como si nada hubiera pasado, su peinado exacto, su fino traje negro y su corbata, parecían salidos de una fotografía de revista ¡impecable! El gabinete estaba acostumbrado a sus escupitajos al hablar, sus muecas de exaltación dejaban clara la frialdad de tomar el caso.
En sus manos leía el parte de la operación Olympia, una “fina” estrategia para terminar de una vez y por todas con los movimientos estudiantiles —a simples días de los juegos olímpicos— capturando a los líderes, a los entrometidos soviéticos y extrañamente, uno que otro militar que hablaba de un golpe de estado.
Sorpresa no le causaron los reportes de más de cien fallecidos en la plaza, ni los más de dos mil heridos en diferentes hospitales de la ciudad, según cifras de sus agentes de inteligencia, otros más que huyeron heridos a ciudades como Querétaro y Puebla, llevados en sus propios autos o en combis.
Por su parte los reportes de estudiantes hablaban de más de ciento cincuenta muertos y más de tres mil heridos, muchos de ellos de gravedad —esta información la daban los infiltrados de presidencia en el movimiento estudiantil—.
Lo que sí le causó furor, fue un reporte por parte del coronel Alonso Aguirre Ramos.
—¿Qué se trae este cabrón de Aguirre…? ¿cómo que un golpe de estado por Marcelino?… ¡por dios! ¡Marcelino y yo fuimos a la escuela juntos!, nos graduamos, ¡nuestras familias son amigas!
El reporte le indicaba a detalle, los inmiscuidos por parte de la CIA en una operación orquestada, para dar un golpe de estado, nombres como David Sánchez Hernández, Ignacio Novo Sampol y David Philips, que eran agentes de la CIA en México, entre otros más, daban por sentado un movimiento armado en contra de Ordaz, ordenado por el embajador de Estados Unidos en México y el propio Marcelino García Barragán.
¡En este momento a Ordaz fue cuando le costó respirar!
Las fechas no eran exactas, pero se hablaba del golpe de estado para el 2 de octubre o la madrugada del 3.
—¡Así que cabrones pronto a desplegar más efectivos afuera de Palacio Nacional! — dando la orden Obsidiana 1 de manera inmediata! mandó a sus efectivos mejor armados y preparados, para asalto nocturno ¡élite militar!
Así de tajo el reporte de lo ocurrido el 2 de octubre en la plaza de las tres culturas, pasó a segundo plano, el enfoque de presidencia era en ese momento, evitar a toda costa, el golpe de estado, el principal temor fueron los norteamericanos.
Díaz Ordaz en años de presidencia no habría imaginado que su ocupación por los grupos pro comunismo y la inserción de ligas cubanas a las filas de estudiantes, el apoyo de la KGB a estudiantes de la UNAM, los reportes de la CIA de infiltrados para hacer de México un país punto de apoyo para lograr una economía cercana a la URSS y Cuba.
—¡Si los gringos me bajan me cargó la chingada! —recordando que él mismo fue espía de la CIA e informaba constantemente a los agentes norteamericanos, recibiendo grandes cantidades de dólares por tal motivo.
Telegramas desde las fronteras norte y sur, el aeropuerto internacional de la ciudad de México, llamadas telefónicas de las aduanas, puertos marítimos, centros vacacionales como Acapulco informaban:
“Negatividad en movimientos que sean diferentes a lo acostumbrado”
Las llamadas a la Casa Blanca no le eran contestadas, inclusive a los radios banda militares, ¡no había respuesta alguna!
El sudor le despeinaba, un temor verdadero le sucumbía las ideas.
Para las cuatrocientas horas del 3 de octubre, Compañías, Cuerpos y Divisiones se reportaban listas y a la orden del mando supremo, las zonas militares de todo el país reportaban un orden total, pero alertas ante cualquier levantamiento, comenzaba un ejercicio de repechaje a posibles ataques de una fuerza letal, el ejército de los norteamericanos.
Al amanecer del 3 de octubre las calles de la ciudad de México presentaban un desquiciante olor a muerte.
La preocupación del golpe de estado estaba desvaneciéndose, pero Ordaz no quitaba el dedo del renglón.
La masacre de estudiantes —¡ahora sí! — se convirtió en el foco de atención del presidente ¡un panorama apocalíptico veía en los reportes fotográficos que le llegaban a su despacho!
—¿La prensa internacional hizo filmaciones de todo esto? ¿dónde están?
—¡Las estamos consiguiendo Sr. Presidente!
—¡Cómo van cabrones! quiero todo el informe completo ahora.
El personal de secretaria privada de presidencia y mandos de la milicia, se movilizó con una agilidad inusual, ¡el caos se presentó!
Díaz Ordaz se dirigió al elevador que está en la parte sur de Palacio Nacional, que lleva al salón Morado, un recinto exclusivo para usos internacionales, de piso de parquet, unas cortinas de color morado, finos muebles de la época de Maximiliano, junto con lámpara de art decó, así como grandes libreros con finos cristales biselados y grabados con las iniciales del presidente en turno.
Cerró Díaz Ordaz con cuidado —como si no deseara hacer ruido— debajo de un buró de finas maderas, se resguarda un teléfono que permite hablar con diferentes mandatarios, la tecnología podía hacer que en el instante, tres presidentes hablaran al mismo tiempo ¡una verdadera joya de la modernidad! Se sentó cómodamente en el sillón principal y marcó el número de la distancia inmediata.
—¡Hello! answer Sandy ¿who speaks?
—I want to talk to the president
Hubo un silencio del otro lado, por un instante, como si se tapara la bocina para indicarle a alguien, quien hablaba.
— Tell me now president, what happened?
—I’m annoying with the people of the CIA, Mr. President …
Fue tal vez la llamada más larga que se tuvo memoria entre dos mandatarios, hasta ese momento.
Con 5 576 atletas de testigos, en el Estadio Universitario Olímpico de la UNAM, llegó la flama desde el Museo de Antropología —su penúltima parada— al pebetero, la joven mujer de Mexicali Enriqueta “Queta” Basilio, encendió la flama olímpica, en medio de un júbilo de las personas que ahí lo presenciaban y a través de sus televisores a toda la república mexicana.
Millones de personas vieron esa escena: ¡una mujer encendiendo el pebetero! ¿quién lo diría? decían los más.
Del 12 de octubre de 1968 al 27 del mismo mes, la justa olímpica se llevó a cabo en México, miles vieron las hazañas deportivas, los récords romperse, alzar las medallas de oro, plata y bronce, al fondo de cada himno de los ganadores.
Un joven de 17 años, hijo de padre nacido en Aguascalientes y una madre de Río Frío —por eso el apodo de tibio muñoz— le ganó al soviético Kisonsky en los últimos 25 metros de brazada en la prueba de natación de 200 metros.
Cuando subió al podio y se entonó el himno nacional en su modalidad corta, todo los presentes y México entero —desde sus hogares puestos de pie y saludando— cantaron aquellos versos de Francisco González Bocanegra, con melodía de Jaime Nunó Roca, en memoria de los estudiantes caídos.
¡No por la medalla de oro!