Puerta de Tierra Adentro, 22 de octubre de 1737, pruebas finales del acueducto.
Ya el largo valle de verdes campos ha resistido a tono todas las inclemencias del tiempo, las lluvias de los periodos del mes quinto —mayo— hasta el décimo —octubre— de los días y los meses han dejado claro a los pobladores la difícil situación de solo tener temporada de lluvia o solo temporada de secas ¡no hay por más!
La lección ha sido de comprensión en serio de dificultades, se han acomodado los sistemas de agua, mercedes, cause de río, caminos y llegada de peninsulares por la obra que representa el tener por primera ocasión en tantos años de agua cristalina.
La obra de Acueducto de nuestra Señora Santa María de las Clarisas Capuchinas ha tenido a bien correr la noticia por toda la región, el que una ciudad que solo era de paso —para las carrozas del Real De Minas del Potosí— se enclave una obra que tan ilustre terruño se convierta en una de las principales, no solo por la participación de las órdenes de religiosos y hermanas consagradas, grandes haciendas, sino el de tener un cierto aspecto de gran y señorial ciudad, la obra permite de lograr se deje de pagar merced por el agua, atrae a los ricos peninsulares.
¡Una aventura a las tierras lejanas!
Aquella ocasión fuera la que dispusiera de lograr hacerse de la mayor algarabía para la prueba final de traer el agua a borbotones por toda la ciudad, varias pruebas anteriores habían dado como resultado algunas pequeñas fugas, otras más que rompieron el canal principal, y unas últimas que lograron reventar el dique de recepción por la fuerza de buey con la que llegaba el agua.
El Marqués estuvo al pendiente desde el comienzo de todas ellas, no solo diseñó el acueducto mismo, acompañado por algunos arquitectos que supervisaron las obras, sino que logró hacerlo en un tiempo pronto, donde se construyó las dos leguas de canales que serpenteaban los cerros, la caja de agua de San Antonio, el propio majestuosos acueducto, la primera caja de recepción dentro de las faldas del cerro de las cruces, la propia fuente del Centro de Propaganda Fide franciscano, las caja de la plaza mayor y todas las demás que se fueron bendiciendo a lo largo de 1735 a 1738, mismas que por primera vez traía a esta ciudad de Indios y Peninsulares ¡agua sin tener que pagar la merced a la corona por tal motivo!
¡Es tiempo de fiesta!
Más de ciento veinte nobles llegados de diferentes rincones de la Nueva España llegaron a la ciudad de la Puerta de Tierra Adentro, para la celebración de las festividades de la llegada del agua, todos montados en corcel y guiados por el Caballero de Alcántara Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Marqués Tercero de la Villa de Villar del Águila, quien ataviado de un manto imperial que sostenía doce indios pames —de los que ayudaron en la construcción y consideran al acueducto una deidad porque fue construido con rocas de diferentes regiones chichimecas, rocas que adoran estos pueblos— encabeza el desfile de inauguración de las fiestas del agua.
Como si fueran batallones romanos, las cuadrillas partieron desde el frontispicio del conjunto franciscano —obra que traza la ciudad de indios y a la que se acopló la Puerta de Tierra Adentro, ya fundada apenas como la muy noble y leal ciudad de Querétaro— y caminaron hacia el acueducto regalando monedas de oro a la gente, frutas, algunos confites e inclusive carne ahumada que rondó por todos lados.
Algunos de los barrios de indios y negros entonaron un cántico —ante la sorpresa del propio Marqués— que, a coro multitudinario y a ritmo de tambores y parches, cantaban en los estribillos:
“El americano gremio de su natural vestido, hace alarde de su gozo, ostentando regocijos. Junta de su antigüedad el traje, con el designio de hacer copia, y paralelo de ese tiempo, aquel antiguo…”
Todo el desfile se detuvo a deleitarse ante el canto marcial y elegante, mientras entonaban los versos, los niños de los hijos de los albañiles y maestros de obra de ese mismo barrio hacían la ofrenda de flores y aceites, para sus señores, quienes han traído el agua a estas tierras.
Al llegar al Acueducto de nuestra Señora Santa María de las Clarisas Capuchinas, les llegó la noche, y una larga fogata se hizo desde el primer arco hasta el último, iluminando todo el camino, mientras por la parte superior de la estructura rugía el agua al paso, aves y cervatillos al ver el fuego corrieron despavoridos por los cerros, los alguaciles estuvieron al pendiente de que no se propagara el fuego, y con sumo cuidado utilizaron las brasas para preparar algunos asados.
Era un viernes por la noche.
El sábado a las tres de la tarde toda la ciudad y los barrios de indios fueron invitados a observar un prodigio natural —que ya el Marqués había visto pero que deseó que todos le miraran— al reventar el último arco que doblaba hacia el centro de propaganda Fide franciscano, se hizo un canal extra que lograba hacer de una pequeña cascada —ya se había realizado pero el paso a esa zona no fue permitido— así, la ciudad entera, los visitantes lograron hacerse de un prodigioso momento, una ligera cascada que alimentaba al río que tronaba la ciudad, ahora tenía un ojo e agua, un estanque en donde una variedad de hermosas y coloridas aves, cervatillos cola blanca, liebres y ardillas llegan al estanque a descubrir un nuevo brote de agua ¡prodigio del Marqués hacer tal obra!
Ahí se hizo una oda al acueducto, obra del inspirado locutor que tomó la palabra y dijo sus refranes al pasara por entre los animales y el verdor de frescuras violáceas.
“…esmaltadas de las verdes esmeraldas de los árboles de este florido monte; tenía el cabello rubio como los rayos del sol; se ceñía la cabeza como una corona de laurel, en la mano tenía una citara, y el vestido era de tela de oro, para imitar los resplandores, del que se viste cuando sale de gala por el oriente, para visitar y alumbrar al mundo…”
En ello la recitación cuando sin darse cuenta, pisó de mal empeño junto al estanque y fue a dar de bruces al espejo de agua, levantado a toda la parvada de hermosas aves, espantando a los cervatillos de cola blanca y haciendo que las liebres salieran despavoridas…
¡las carcajadas del respetable no hicieron esperar! los aplausos de los indios y negros, así como de mulatos y peninsulares levantaron el ánimo del poeta, quien apenado solo daba las gracias sacudiéndose el lodo y las ramas que le colgaban como fina peluca de su cabello.
El Marqués para el empeño y dedicación ¡le regaló al poeta veinte monedas de oro! haciendo de su sonrisa un fulgor imborrable de la memoria de los presentes. A lo que el poeta les regaló su oda intitulada: Personas que hablan, Apolo, la flovotomia, la cirugía y la música, inspirado el bardo, inclinó sus mejores movimientos mientras mecía su gallarda oratoria.
Al concluir —la oda duró toda la tarde— los fuegos artificiales de explosiones y torrentes estruendos, levantaron el ánimo ya entrada la fresca noche, en donde los barrios sacaron en una especie de mercado que a la luz de fogones y quinqués las viandas de cerdo, vaca, aves, pulque —muy aclamada bebida de embriaguez— que un céntimo de corona se hacía uno de una buena merienda, para proseguir el domingo con las misas y novenarios a favor de acueducto.
Mientras todos los nobles llegados a esta tierra no hicieron el desaire a este mercado nocturnal, y se hicieron de jolgorio y bebida, arremetiendo en pagos por encima de cada plato a peso de oro por cada uno, dejando a los barrios con promesas de construcción de casas conventuales, nuevas parroquias, levantaron ahí mismo escrituras para las promesas, que de una casa parroquial para el barrio de San Francisquito y su templo, que una casa parroquial para el barrio del pequeño San Antonio y su parroquia, así, los barrios comenzaron a ver las promesas de los nobles quienes varios de ellos —al ver el agua— decidieron quedarse a vivir.
Al domingo siguiente todos los sermones de todos los conjuntos religiosos —las vastas cofradías y conventos— no hicieron otra cosa que alagar la llegada del agua…
“… que traerá frutos contundentes a estas tierras, que traerá mejores vidas, que permitirá la higiene de todos —había grandes quejas por la poca higiene de los peninsulares— que traerá luz a estas tierras de paso, para ser ya una Ciudad Tercera del Virreinato!”
El Marqués hizo presencia en todas y cada una de los sermones y misas, vestido de su manto imperial de color verde que le colgaba desde la medida de capa de sus hombros hasta más de cinco varas, ceñido en hilo de oro con filos al borde de gárgolas griegas —emulando al rey troyano Príamo— con flores de lís de hilo de oro que engrana su natal Valle del Llanteno, para que no perdiera cuerpo el manto lo levantaban algunos alambres de oro macizo por dentro, cosidos al filo, por ello el peso que necesitaba de los fieles trabajadores, le remataba una hermosa chaqueta de verdes olivos con reflejos de hilo de oro que hacían parecer que al Marqués quisiera volar, despegarse del suelo ¡como un santo! —blasfemaban las personas—.
Al terminar los sermones se dirigió a la principal fuente que alimenta el acueducto, seguido por el ciento de nobles —que a esos días solo quedaban algunas nueve decenas, los demás perdidos en los brazos de alguna hermosa mujer de ojos negros y suculenta piel canela, que en los barrios habrían sido embelesadas con alguna promesa de nobleza— pero esto no determinó el ágape de inaugurar el espejo de agua que alimentaría a todo el barrio y las recién casas peninsulares, a donde ya la concurrencia tenía en sus manos sendos cubos para recoger el agua, que el propio Marqués mandó construir a la fábrica de ordenanzas del molino de San Antonio — molino que habían desviado el cause del río a su beneficio, con regaños y multas por el ayuntamiento ante tal hecho— esperando las bendiciones y así todos poder tomar agua para sus viviendas, casas, y casonas palaciegas.
¡Más aún que ahora no cuesta merced alguna!
Para no dejar pasara la ocasión, el Marqués hizo retumbar con unos tronidos de gran expectación ¡que asustaron a toda la concurrencia! Sendos cañones de salva —ya el Marqués había hecho esta broma a los religiosos franciscanos arguyendo que vivían en tanta paz, que hasta un sublime canto de pájaro les era molesto, para avisparlos tronó los cañones de salva y logro tan espanto en los franciscanos que ellos creyeron que era la apertura del infierno e hicieron misas y novenarios, ¡jamás el Marqués confesó tal fechoría! — utilizó los mismos trucos para que la apertura de la caja de espejo de agua no pasara desapercibida ¡y así fue!
Al terminar la ceremonia ¡la gente se arremolinó para lograr hacerse del agua! haciendo que algunos cayeran y quedaran a sopa de pies a cabeza —seguro en muchos días sin haber tocado agua alguna— ¡a lo que el Marqués rio a carcajadas! logró que todos se mojaran, haciendo de las fiestas del agua, la similitud de nomenclatura.
¡Pero no quedó ahí!
A la madrugada del siguiente día —una vez todos comieron de otro mercado nocturno que mandó poner el Marqués— la ciudad se levantó con un desfile de tambores y clarines, quienes todos los habitantes de los barrios y casas peninsulares —no se había visto se juntaran todos ellos en una acción— se dirigieron a la casa del Marqués —no aquella vieja de visita, sino el suntuoso palacio de su esposa La Marquesa— y a cantos, buenos días, donde en su patio, recibió el Forlón del Regidor —la carroza lujosa— donde iba Don Sebastián Fernández de Xáuregui, quien le invitó al conjunto franciscano a recibir los concursos por tan magna obra, en donde le esperaban un concurso de Nobles, que ni siquiera rey alguno habría visto, los sabios más eminentes de la Nueva España, gala más costosa, la riqueza más bien empleada, y la devoción más atenta a su persona —todo esto se lo leía Don Sebastián— continuó:
…porque de todas las ciudades circunvecinas, concurren señores canónigos, jueces eclesiásticos, doctores borlados, graduados religiosos, títulos, mayorazgos, caballeros, señoras y damas de toda la Nueva España y territorios de ultramar a rendirle a su señoría las gracias por tan exaltada obra.
¡El Marqués no lo podía creer!
“…Juan Antonio de Urrutia aún tiene en su memoria —cuando niño— de aquellos consejos que el presbítero Jacinto Garay le aleccionaba en los pocos ocho meses que estuvo en el colegio, aunque su padre no sabía leer ni escribir, ese tiempo le permitió hacerse de lo que tuviera para poder defenderse en la vida.
Un real al mes para los que quisieran aprender a leer y dos reales a quienes también desearan escribir, si ya también querías aprender a cantar ¡serían tres! En aquella desvencijada escuela del Valle de Gordejuela…”
Este recuerdo le hizo derramar unas lágrimas, al verse rodeado de tanta exaltación, pues aún no podía creer tanto beneficio a su persona por costear tan solo ¡un mil de su fortuna!
Continuará…