El Opus Dei es una comunidad católica que nació y creció en la oscura y larga noche del franquismo al cual aportó tecnócratas que reformaron las instituciones y modernizaron su economía
Una multitud de peregrinos desquicia la ciudad de Roma. Acuden a la plaza de San Pedro para agradecer la beatificación de monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Es el 17 de mayo de 1992, apenas diecisiete años después de su muerte. Tal parece que a la autoridad vaticana le corre prisa; pues nueve años más tarde de haber sido beatificado, el papa Juan Pablo II aprueba el decreto sobre el milagro del fundador del Opus Dei que lo pone a un pie de los altares: una radiodermitis crónica, enfermedad incurable de la piel que padecía el doctor Manuel Nevado Rey de la cual sana tras haber acudido a la intercesión del beato.
Así, entre veneraciones tumultuosas, júbilo y gratitud de unos, y fundadas sospechas de otros, concluye una etapa histórica que va de 1928 a 2001, es decir, de la fundación de la Praelatura Sanctae Crucis et Operis Dei hasta la consagración del sacerdote español nacido en Barbastro (1902) que “vio” el divino mensaje para ejercer un apostolado reconocido formalmente por la iglesia católica en 1982 como prelatura personal: figura única definida por Vittorio Messori –apologeta embozado– como “programa pastoral de la iglesia jurídicamente estructurado”. Y digo “vio” porque todo lo que salía de la boca de Escrivá sobre origen y destino de la Obra adquiría un aire megalomaniaco que lo situaba por encima de la humana duda. En él encarnaba la voluntad de Dios, revelada en esa visión. Como lo ha señalado Peter Berglar, Escrivá dejó entrever que aquel encargo había sido un hecho sobrenatural, una gracia divina. “Es obra de Dios, no es obra mía”, decía el iluminado, quien alguna vez interrogado sobre el éxito de su labor respondió que no le encontraba explicación humana.
El Opus Dei es una comunidad católica que nació y creció en la oscura y larga noche del franquismo al cual aportó tecnócratas que reformaron las instituciones y modernizaron su economía. Emilio J. Corbiére, en su importante estudio –Opus Dei. El Totalitarismo Católico– ha caracterizado esta organización como un grupo integrista surgido del nacional-catolicismo autocrático. El integrismo alude a la fidelidad guardada a las enseñanzas pontificias, así como a la lucha soterrada contra el laicismo y el comunismo, incluso a su apego a una mentalidad puritana; según Leonardo Boff, es “un tipo de fundamentalismo y trata de restaurar el antiguo orden fundado en las nupcias entre el poder político y el poder clerical”. Su estructura comprende cuatro grados de asociación y tres ramas. Aquellos se dividen en numerarios (célibes bien formados, con opción a ser ordenados sacerdotes); agregados (célibes también, sin necesidad de estudios universitarios); supernumerarios (que pueden contraer matrimonio y no dedican todo su tiempo a la Obra; y cooperadores (meros simpatizantes). Las ramas abarcan a la sociedad sacerdotal de la Santa Cruz, la rama masculina y la rama femenina, unas numerarias y otras auxiliares (llamadas numerarias sirvientes).
La organización se rige por las Constituciones y “son el cimiento de nuestro instituto; por tanto, ténganse por santas, inviolables y perpetuas” (art.172). Las Constituciones contienen las normas disciplinarias que incluyen la obediencia a la autoridad central, el secretismo, el uso del cilicio, la fidelidad y los estigmas– apóstatas, fugitivos– aplicables a quienes abandonan este grupo, oscilante entre una espiritualidad rancia y el mundo del poder. Historia y leyenda se entreveran en el relato sobre los primeros días de la Obra. Para algunos, nació en los barrios pobres de Madrid, fruto de un sacerdote compasivo; pero el ahora santo diría en una entrevista concedida a Peter Forbath en la entrevista de Time en 1967 que lo que él pretendía era “ayudar a las personas que viven en el mundo– al hombre corriente, al hombre de la calle– a llevar una vida plenamente cristiana, sin modificar su modo normal de vida, ni su trabajo ordinario ni sus ilusiones y afanes”. Puede haber algo de cierto en esto: la iglesia católica por entonces no ofrecía a los laicos una guía clara acerca de cómo vivir en el mundo moderno. Salvo el código de prohibiciones morales concernientes al empleo de los cuerpos, el laico carecía de asideros para enfrentar la vida cotidiana. Ayuno de lecturas evangélicas, estaba perdido, y probablemente seguirá perdido en el caso de elegir como “camino de salvación” el Opus Dei, inscrito en un sectarismo que implica “una aberración del ánimo apoyada por la avidez afectiva, la esterilidad intelectual y la relajación de la iniciativa que es la que moviliza y define propiamente a la personalidad sectaria…”.
En este sentido, hay que reconocerlo, la cura aragonés fue un buen organizador y un visionario. Familia y milicia le dan el tono a su práctica autoritaria, guarecida en la ambigüedad y el misterio; el viejo Kempis y San Ignacio aportan el matiz doctrinal a un discurso tan opaco como eficaz. En 1934, publica la primera versión de Camino, una guía de espiritualidad cristiana compuesta por 999 consideraciones, múltiplo de tres en evidente referencia a la Trinidad, en el que, tuteando, a menudo fustigando a su interlocutor, desafiándolo, lo lleva por las veredas de la santidad. Camino es un repositorio de lugares comunes; un retrato, en deshilvanadas máximas, de una cultura católica autoritaria, clerical y machista. Aunque Escrivá insistió, en entrevistas y homilías, que cada laico está en libertad de adoptar sus propias determinaciones de vida, Camino no deja de llamar la atención acerca de la importancia del director espiritual y de la subordinación del laico a la jerarquía.
El cura provinciano no escondía esa misoginia grosera, conminatoria a una vida viril, enemiga de “meneos y carantoñas de mujerzuela”. En los albores de la Obra, Escrivá declaró que “ni de broma” admitiría mujeres; años después le fue “revelado” el imperativo de abrirles las puertas e incluso en sus discursos tardíos aludió a sus derechos igualitarios. Pero su baja estima a la figura femenina nunca fue borrada de su Camino: “Eres curioso, preguntón, oliscón y ventanero: ¿no te da vergüenza ser hasta en los defectos, tan poco masculino?– Sé varón…”. Y en Santo Rosario, diría: “No se escriben estas líneas para mujercitas. Se escriben para hombres bien barbados y muy hombres”.
Con Escrivá, la contrarreforma española sigue manando su veneno, su odio a la modernidad, ahora bajo la forma inocua de un “pequeño manual para boy scouts”, según expresión de Von Balthasar; un manual que de no ser por la influencia ejercida en España y en el mundo, no pasaría de un racimo de preceptos amargos que leeríamos con tedio como parte de una historia del pintoresquismo religioso. Pero cuando Escrivá murió, su epidemia doctrinal había cundido: la Obra tenía 60 mil adeptos en varias docenas de países. Tal vez el “no muy santo”, como diría Hans Küng, nunca imaginó tal desmesura. Algo dejan la disciplina servil y la carroña que abundan en los círculos de los poderosos.
¿Dónde está entonces el visionario si Camino nada propone que no sea ese apego enfermizo a una tradición de combate al “egoísmo de la carne”, de autoaborrecimiento, de negaciones? “Por defender su pureza, San Francisco de Asís se revolcó en la nueve, San Benito se arrojó a un zarzal, San Bernardo se zambulló en un estanque helado…Tú ¿qué has hecho?”. Está en esa mirada paternalista que le procura al laico una atención, aunque en el fondo lo desprecie, pues simplemente “la tropa” que pide la asistencia del “estado mayor” de Cristo: sus sacerdotes; una tropa que estaría en el centro de las preocupaciones del Concilio Vaticano II.
Escrivá se anticipa, pues, en la tarea de aliviar el desamparo doctrinal del laicado moderno y predica que todos los cristianos pueden y deben santificarse en la vida cotidiana a través de las cosas ordinarias, sin cambios en el trabajo. Ninguna novedad; se trata sólo de la inversión de la fórmula de San Benito; ora et labora; en suma, se trata de convertir el trabajo en iglesia, en lugar de oración. La espiritualidad del Opus Dei deriva en un hacer bien las cosas, sin cuestionar nada, apelando a un estricto sentido del decoro. “Todo lo que hagas, hazlo bien. A Dios no se le pueden ofrecer chapuzas”. Centros educativos y clínicas administrados por sus miembros son paradigma de limpieza; sus actos litúrgicos, un derroche de buen gusto, pulcritud y belleza. Los amaneramientos embriagadores adquieren el rango de una espiritualidad que se antoja el inmaculado ejemplo del Kitsch religioso.
Si algo intuyó Escrivá fue el ascenso de las masas a cuyo alcance puso la ilusión de la santidad, justamente ennobleciendo la fuente más copiosa de la enajenación moderna: el trabajo. Tal vez en ello reside una de las claves de su proliferación doctrinal y comunitaria: millones de humanos a la deriva; docenas de miles encuentran en ese nuevo yugo un sentido de vida. Diríase que el gran auge del movimiento opudeista coincide con esa marea religiosa y terapéutica que inunda la sociedad en las últimas décadas del siglo XX: un fenómeno equiparable a la estética– incoherente y arbitraria, como la ha calificado Andreas Heysen– del posmodernismo, en virtud de que sugiere una crisis de la modernidad y de sus opciones estéticas y políticas. Los dioses regresan y, aunque parezca una salida patética, los individuos mitigan su hambre de espiritualidad y trascendencia en el mercado de gangas religiosas. Así la tradición, devastada por la modernidad, resurge como alternativa de consuelo y esperanza.
El anzuelo del Opus Dei resulta, por demás eficaz: presume ser una llamada universal a la santidad cuyo ideal se vuelve accesible al hombre de la calle. El ethos de lo santo– aristocracia de la iglesia– se vulgariza, pero también se corrompe: se contagia de intransigencia, coerción y desvergüenza. A diferencia de los supuestos del Concilio Vaticano– la madurez e independencia de los laicos– , el paternalismo de Escrivá perpetua su minoría de edad. El ideal doméstico que lo mueve– la creación de una cálida atmósfera familiar– reproduce la tradición más autoritaria: él es el padre; los demás, sus hijos. Aquél es el general condecorado con la medalla de la canonización, mientras el resto de los militantes naufraga en el servil anonimato.
Pero si por un lado, el Opus Dei responde con astucia a las demandas de una cultura de masas, por otro ofrece un clima para las élites. Conquistar éstas es la primera preocupación de Escrivá, a juicio de Jean Bécarud. ¿Para orientarlas hacia perspectivas cristianas o para internarse en los círculos de poder? En la era franquista el Opus Dei se erige en un poderoso grupo de presión. Camino es, de hecho, y principalmente, una invitación a cultivar terrenales ambiciones: “no vueles como ave de corral, cuando puedes subir como las águilas”…” ¿Adocenarte? ¿Tú…del montón? ¡Si has nacido para el caudillo!”. El Opus Dei, en su ambigüedad doctrinal, coquetea con minorías y mayorías: los encumbrados y los mediocres, con acento cargado sobre aquéllos. Otto B. Roegele caracteriza la comunidad por su “espíritu aristocrático y caballaresco”. Sin pudor alguno Rafael Calvo, un distinguido opusdeista, admitió que había pasado la hora de la democracia liberal y llegado la de fundar la internacional de las minorías contra las internaciones revolucionarias. Podríamos decir que la mayor parte de sus centros de información muestran ese sesgo elitista.
Jean Bécarud se pregunta acerca del comportamiento de la Obra respecto a los medios humildes tan ampliamente representados en su composición. Su respuesta es clara: “la Obra recluta entre ellos la masa de sus oblatos, y la rama femenina del Opus Dei comporta una fuerte proporción de personas de condición modesta. La utilidad de tales adeptos es evidente. La Obra necesita personas seguras, destinadas a una multitud de tareas subalternas: choferes, telefonistas, domésticos de toda clase”, por lo que configura una comunidad rígidamente estratificada: para los más, representa un camino de servicio y resignación; para los menos, una ancha avenida de ascenso social, tal una milicia bien dispuesta. Como rasgos comunes de todos los opusdeistas, Emilio J. Corbiere señala la total obediencia al Padre y su Obra, el aislamiento del entono, el fanatismo que los encierra dogmáticamente en sus posiciones y la consigna de discreción. Actitudes propias de los miembros de esas sectas que infestan la vida pública de todo signo ideológico.
Aunque Escrivá pedía que su Obra fuese entendida como un feliz regreso a los primeros cristianos, su inspiración proviene de los Caballeros de la Fe, de la Sapiniére de Humberto Benigni, facciones conservadoras del catolicismo que reptan en la clandestinidad. La historia de la Obra trenza palabras espurias y prácticas inescrupulosas. En los años sesenta del siglo XX, el aragonés hablaba, dientes para afuera, de pluralismo, de ecumenismo “de participar en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal”, a la vez que proclamaba que “la iglesia es única, santa, católica, apostólica y romana”, a la vez que también sus élites colaboraban con Pinochet y Fujimori y protagonizaban escándalos financieros– lo cual prueba que la humildad no se empareja con la codicia.
El concilio Vaticano II fue, para Escrivá, “el concilio del diablo”, y oraba por la iglesia a fin de que fuera liberada del reformismo de Juan XXIII, de cuyo protuberante abdomen se burlaba. La Obra perdió la batalla temporalmente, pero más tarde flameó al viento pendones de victoria bajo el pontificado de Juan Pablo II y en él encontraron acomodo sus aspectos más siniestros: control, vigilancia, censura, centralismo. Cuando grupos de teólogos progresistas advirtieron sobre el peligro de la precipitada beatificación de Escrivá, no se referían tanto al personaje– cuestionable de suyo por haber sido colérico, vengativo y racista– como al desempeño histórico de la Obra, tan oportunista, tan ajena a la doctrina social de la iglesia, al menos a esa tradición que va de la Rerum Novarum a Gaudium et Spes.
Tras muchos años de ignominia silenciosa un grupo de 43 mujeres, de las llamadas numerarias auxiliares se enfrentan a la Obra. De origen humilde las reclutan siendo casi niñas con la promesa de continuar su educación, pero solo aprenden labores domésticas, sin retribución alguna. El genio es, por demás perverso: las autoridades, sin remordimiento alguno, argumentan que su labor es una ofrenda a Dios, que sus quehaceres son su misión como cristianas en el mundo. Todos estos testimonios los ha recogido el diario argentino “La Nación”. Pero han ido más allá. En una carta dirigida al Papa Francisco, exigen compensación, perdón y cese de estas actividades. ¿Cuántas como ellas, que cifran entre los cuarenta y sesenta años, no estarán sufriendo esta condición trágica?. Muy pronto, otras muchas alzarán la voz y reclamarán justicia. Ojalá así sea. Esta será una prueba para la Iglesia católica. Las servidoras de Dios no son sino esclavas de una elite abusiva, una secuela funesta de la Obra diabólica de Escrivá…Un eco del fascismo franquista. Una demostración de que el progreso civilizador puede dar un paso adelante y dos atrás.