La razón más común por las que los Estados fallan es por la debilidad de sus instituciones. No confundamos debilidad con escasez de recursos, sino con la facilidad con que pueden ser minadas por las decisiones políticas del gobernante o grupo en turno y el efecto extractivo que causan en el grupo social colectiva e individualmente de manera sistemática hasta llegar al punto de colapsar al propio Estado.
Los ganadores del premio Nobel de Economía 2024, Daron Acemoglu y James A. Robinson lo explican señalando, por ejemplo, que las instituciones económicas extractivas no crean incentivos necesarios para que la gente ahorre, invierta o innove, y que las instituciones políticas extractivas apoyan a las primeras para consolidar el poder de quienes se benefician de la extracción.
Por un lado, existen las instituciones económicas inclusivas crean igualdad de oportunidades y fomentan la inversión, conducen al crecimiento económico, y son respaldadas por las instituciones políticas inclusivas, que reparten el poder político ampliamente de manera pluralista y son capaces de lograr cierto grado de estabilidad política para establecer un nivel óptimo de sujeción al orden normativo.
Por su parte, las instituciones económicas extractivas son diseñadas para extraer recursos de la mayoría para un grupo reducido y no protegen los derechos de propiedad ni proporcionan incentivos para la actividad económica. Se relacionan con las instituciones políticas extractivas que concentran el poder en manos de unos pocos en beneficio propio y utilizan los recursos obtenidos para consolidar su poder político.
En algunos casos, los resultados son desastrosos e irreversibles como cuando el Estado fallido ya no logra ni siquiera prestar los servicios mínimos para satisfacer las necesidades primarias como salud, alimentación o seguridad, y en otros, como en el mundo Latinoamericano los Estados fallidos se mantienen operando sin una institucionalización suficiente y con una autoridad que lejos de ser completa da la impresión de una crisis sin salida a corto ni mediano plazo, a pesar de que en algunas zonas el Estado y sus instituciones son capaces de prestar servicios y un mínimo nivel de seguridad altamente volátil.
La falta de institucionalización de la autoridad proviene de un círculo vicioso, donde la violencia -que no requiere ser armada necesariamente-, y la falta de estabilidad institucional tiene como origen el rompimiento del orden normativo, ya sea por omisión, abuso o deslegitimación. El problema se agrava cuando este escenario se normaliza y comienza a ser implícitamente aceptado por la sociedad y justificado por los actores políticos, hasta llegar a un rompimiento de la ultima fibra del tejido social.
Estas instituciones a las que nos referimos son las reglas del juego. Estructuran incentivos y castigos que configuran el comportamiento humano en una sociedad. Ya lo había dicho Sartori en su Ingeniería Constitucional, y pueden ser formales como el sistema jurídico legítimo y estable, o informales como las reglas de una pax narca altamente volátil e incierta.
Hoy México vive en este escenario. La nueva realidad del país advierte que, en grandes territorios del país, hay un Estado fallido heredado del régimen Lópezobradorista como último eslabón de la cadena. No puede leerse de otra manera la reforma al artículo 21 constitucional que hoy se discute en el Senado de la República, y que plantea reforzar las atribuciones de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana para dotarla de instrumentos jurídicos que permitan su participación en la investigación de los delitos, la ejecución de la política nacional de seguridad pública, y en una especie de mando único del sistema policial.
La propuesta no es mala, pero puede encontrar resistencias regionales y locales. Habrá que convencer a las Fiscalías general y estatales, militares y marinos, gobernadores y presidentes municipales. Así como enfrentar las resistencias de los grupos delictivos que hoy operan a lo ancho y largo de México.
La atribución de coordinar la seguridad pública nacional en los tres ordenes de gobierno, a través de facultades que se entienden estarán en manos de la titular del Poder Ejecutivo federal a través del secretario de la materia Omar García Harfuch, es una apuesta atrevida pero entendible, en un país de 130 millones de personas que hoy vive la peor crisis de seguridad desde la etapa posrevolucionaria del siglo XX.
Ya no hay un México Bárbaro, sino muchos. A principios del siglo pasado John Kenneth Turner retrató un país en el que la barbarie de aquél entonces, y la de ahora, no tendrían forma de comparación, y no porque una sea justificada o no, o mayor o menor que la otra, sino porque hemos perdido la capacidad de asombro como colectividad, lo cual no nos permite advertir el escenario al que nos enfrentamos y la responsabilidad que tenemos.
Claro que no debe lucrarse política ni en cualquier otra forma con la violencia, las ejecuciones ni el pánico social. Pero tampoco puede justificarse la omisión en la prevención ni la desatención de la seguridad ordinaria. En el país hay focos rojos que llevan años encendidos sin que hayan sido atendidos y que hoy han rebasado a las autoridades. Chiapas, Guanajuato, Guerrero, Michoacán, Sinaloa y Zacatecas son referentes de entidades con zonas o territorios que se han dado por perdidos y donde las estrategias no han funcionado, porque las instituciones simplemente no existen más. Y no existen más porque su legitimidad está agotada.
Sin embargo, este contexto no es exclusivo de estas zonas; por ahora es ahí donde se ha manifestado con mayor lujo de violencia esta descomposición social y el fracaso de las instituciones. No podemos cerrar los ojos y pensar que existe una barrera, muro o frontera entre territorios que inhibe que fenómenos como la violencia, el crimen organizado o la corrupción no se hagan patentes en el resto del país. La presión demográfica, la pobreza, el efecto inflacionario, los desplazamientos urbanos, la falta de satisfactores y el deterioro de la civilidad causan efecto en todos los niveles de la vida nacional. En menor o mayor grado todos los percibimos y nos afectan como parte de una realidad a la que nos enfrentamos actualmente.
Querétaro no está exento. Es parte del precio que se paga por el crecimiento, la migración y el desarrollo, más allá de partidos o actores políticos -porque esos siempre serán pasajeros-. No podemos ser chauvinistas, deterministas ni agoreros de la derrota, pero tampoco simplones, omisos ni soberbios, gobernar nuestra entidad implica un reto complejo. En estos tiempos, los que no quieren ser vencidos por la verdad, serán vencidos por el error.
Los verdaderos territorios que estamos perdiendo se ubican en las consciencias; se manifiestan con la banalización de la violencia; se materializan en los modelos apologéticos que hoy aceptamos tácitamente como normales y que reflejan la decadencia de un sistema socio-cultural, donde el imaginario popular adopta como arquetipo de vida el sicariato buchón y como odas literarias los corridos tumbados. La apología del delito se ha instaurado como la regla de vida intergeneracional, en contraposición a la civilidad política.
Parafraseando a Agustín de Hipona, no podemos asumir llanamente que el tiempo pasado fue mejor que el presente; las virtudes son las que hacen los buenos tiempos, y los vicios los que los vuelven malos.