El joven y adinerado , que durante años su familia ha tenido vaivenes como comerciantes importantes, busca desposarse con la hija de nada más que el Cavalier Juan María de Jauregui Canal, octavo Marqués de la Villa del Villar del Águila, un suceso que en propio le tendría que cambiar de su vida por completo, no solo por la aspiración a tan alta envergadura de corte, sino a la inquietud de que, al mando de su corazón, no hay quien les logre disponer de otra cosa.
Tanto José María como María Concepción Fernández de Jauregui Villaseñor llevaban ya varios años tratándose, enamorándose, buscando dentro de sus familias el lugar propicio para que se diera la relación, pero que de algún modo no añejaba el gusto del joven abogado con el flamante descendiente de la Villa —la familia de mayor caudal financiero del Querétaro de la Nueva España—.
¡Hoy es día de arreglo!
Para María Concepción el día destinado al aseo corporal es un alivio, cierto que las de su estirpe condonan el baño para solo cada mes —cuando llega el pecaminoso periodo de vida— pero ella disfruta de la frescura y lozanía que da un refrescante baño de tina, ya le ha parecido algo poco absurdo la idea de que solo se bañen una vez en largo tiempo, pero ha de decidir hacerlo por lo menos cada semana, en ello la molestia de su padre el Marqués, quien le reprimenda cada día por tal osada idea.
—¡Bañarse cada semana! por Dios María Concepción, eso es idea de insurgentes…— le respondía con clamor ante tal petición.
El día de arreglo —como así se le denomina— permite que los sirvientes —todos de los pueblos aledaños de indios— vayan del frondoso río —aquel de nubes blancas y neblinas por la mañana— hacerse de barriles del líquido cristalino, llevarlo hacia la calle de la palma en donde se encuentra la casa-palacio de la familia.
Cabe dejar claro, como en la época antes de la insurgencia, los indios no tienen permitido deambular por la ciudad, les está prohibido, aunque buenas personas condonan esta costumbre y pasean con ellos, aún no es bien visto que anden por las callejuelas, incluso se les acusa de delincuentes a quienes se les mire ¡ellos solo pueden transitar por los espacios que están por debajo de la ciudad de violáceos atardeceres! toda una red de conexiones.
Por cada una de las calles de este bello rincón, existen sus similares por debajo ¡así se planeó! desde que se decide que esta ciudad fuera una ciudad de peninsulares, los indios debían de tener sus espacios y solo se les permitía acudir al gran atrio del conjunto conventual de San Francisco, idea que a pocos gusta, pero que así se manejó por siglos.
Mulatos, indios y mestizos eran considerados como levantiscos, amigos de discordias y revueltas, dueños de todos los desórdenes y una pésima costumbre el tratar de entablar relaciones con ellos.
Aún hoy, a días de haber sido derrumbado ese gran atrio que ahora subsiste en terribles escombros, con sus cuatro capillas anexas, a los tradicionalistas les es difícil creer que había tanto desprecio por los indios en estas tierras, la familia de María Concepción se esmera en hacerlo saber, con el maltrato a la servidumbre.
En el día de arreglo se estrenaba vestimenta completa, sayas, jubones, pollera, bombacha, naguas, camisa y capa, todo recién llegado de la gran ciudad, aquellas de grandes palacios y peñas que le rodean, cuentan las abuelas que estos vestidos les eran traídos por el famoso Galeón de Manila, una compañía de embarcaciones que desde oriente y a pleno asalto de piratas, llegaba al puerto de Acapulco y hacían de los vestidos la presea de mayor valor «… incluso yo estrené vestido completo que fue ¡arrebatado de las manos de un pirata de la india!…» comentaba aún la abuela a María Concepción.
La indumentaria de todos los días para asear la cara y las llamadas “partes de intimidad” son la jofaina, compuesta de palangana y jarra, que constaba de tres niveles, el de mayor altura —que comúnmente estaba a la altura del ombligo de la mujer del cuarto— era para asearse el rostro, el de en medio —a la altura de la rodilla— para asearse las rodillas y los codos y el último nivel que estaba poco más arriba del talón de altura, para que se levaran los pies, de ahí, ninguna parte del cuerpo tocaba agua —a pena de enfermarse de algún resfrío o neumonía— debido a que solo se aseaba la mujer el cuerpo entero en un baño de tina —apenas de moda de nuevo hábito de salud, que no a todas las mujeres agradaba.
La tina correspondía a un barril completo que se recolectaba por medio de cubos desde el propio río de caudalosos y espumeantes rocíos, era llevado a carga de mula por las calles hasta la entrada de carretas de la casa-palacio del Marqués, llevado a lomo de indio hacia el recién condicionado cuarto de baño —una tina, jofainas por si no quería mojarse todo el cuerpo, jarras extra y telares que sirven para secar el cuerpo una vez terminado tan alto suplicio— el calor del agua se obtiene por un fogón de leña y jarrones que hacían de calentar el agua a su máxima exposición para con ello diseminar cualquier suciedad ocasionada por la servidumbre que tocara el agua.
Cuando el agua en la tina está a punto, se esparcen flores del llamado “huele de noche” y esencias de perfumes para que la tortura no fuera determinante y se lograra hacer del baño una costumbre de al menos una vez al mes, así lo planeaba la servidumbre. María Concepción entró al baño, solo quedó la abuela y la ayudantía de quehaceres, una linda india de Tepextli, de marrones ojos y piel de durazno, quien le ayuda a vestir a la niña Concepción, solo ellas sabían de hacer del baño una mejor experiencia y evitar los gritos e improperios que acostumbran las seis hijas del Marqués en sus encuentros con el agua.
Desnudarse no era sencillo, las prendas de manta que amarran el último fondo o pollera llevan un mes amarradas, así que se deben de cortar y después volver a coser, el olor es inaudito —para una casta de alta limpieza como las indias de servidumbre que diario visitan al río— el estómago es un vaivén de reflejos, por ello el uso de flores y perfumes, hacer de costumbre de María Concepción a sus propios olores no les es difícil, lo lleva haciendo desde niña.
Una vez completamente desnuda se sumerge en las tibias aguas de la tina, el cabello debe lavarse aparte para no ensuciar el agua de cuerpo, así que una larga trenza le es tejida mientras reposa en las aguas que de inmediato se ensucian.
De mientras la abuela recorta una cuadro de la tela de la pollera de María Concepción que servirá de pañuelo —se busca fuera el más cercano a la pelvis— que sin lavarse, hará la joven una fina costura con sus iniciales, ella lo portará todo el tiempo que dure la visita del joven abogado José María Diez Marina, lo coloca en medio de sus pechos, ante cualquier piropo elegante del joven, ella lo tirará al suelo para que él lo recoja, le huela y lo devuelva, si él no hiciera cara alguna de rechazo ante tal perfume, ella se lo regalará en prenda, por el contrario si a él no le gustara, se da por terminada la visita y el permiso de cortejo.
La abuela sabe que, de mayor perfume y fuerza del pañuelo, los hombres caen rendidos, así le hizo ella, su madre y propia abuela.
Una vez terminado el suplicio de la buena higiene —como le llamaba la abuela— María Concepción era levantada y después la propia ayudante de baño le lavaba el cabello con agua de rosas, de mientras el corte de uñas, tanto del pie como de la mano, era por parte de la abuela —quien de reojo observaba la entrepierna de la joven para verificar aún su castidad, presente apreciado y de gran cuidado por parte de la familia — una vez finalizado se pasa al vestidor, la primera prenda es la camisa de finos bordados de encaje, le sigue la faja que permite el buen comer y limitar que se pierda la pose, después el primer fondo de pollera que se le amarra y que de ahí saldrá en el próximo mes, el siguiente pañuelo.
Encima de todo esto se pone el fondo completo que va desde los hombros hasta los pies, caerá encima un gipá y posterior el vestido completo, que como es el día de la visita del pretendiente con permiso, tendrá un ligero escote que levanta los pechos.
Para los pies se coloca la calceta que llega hasta la rodilla y se amarra con cordones finos que tejió la abuela, después se colocan las sobatás de misma tela que el vestido y por final algunos brocados de perlas y prendedores de piedras preciosas hacen de la ocasión de visita, cabe señalar que los diecisiete pretendientes jamás regresaron, solo el joven José María Diez Marina se ha colocado en la preferencia del Octavo Marqués de la Villa del Villar —cosa que extraña a las mujeres de la casa—.
Algunos rumores hablan de que el Marqués después de las audiencias de protocolo, les había dado garrotazo a los pretensos, pero nadie le ha confirmado que así haya sido, al paso de la ligera comida —pollo ahumado, vino de tempranillo y pasteles de calabaza— se acerca la hora de la visita, así que toda la casa-palacio está lista para recibir el joven abogado, estudiado —aporreado— y distinguido visita, quien ha prometido un detalle fino para la ocasión, hay quienes piensan de más será un simple brocado de oro, pero los de menos, una hermosa peineta de carey de los mares europeos.
¡Por fin ha llegado la hora!
El apuesto joven vestido de calzón de universidad —así se estila quienes tienen el grado—sus medias, casaca, valonas y capa, así como su cinturón con hebilla de plata, le hacen a la ocasión el de una gala de castillos de cuentos europeos.
Al encontrarse en el salón de visitas —aquel de azules tapices y dorados colibríes— se hacen a la presentación del protocolo y María Concepción deja caer el pañuelo…
… el joven lo toma, aspira el embeleso de aquellos perfumes y vuela sus emociones en poemas que distinguió tan apetecible ocasión, dejándose llevar por tan suculento elixir de amor.
Al joven José María Diez Marina lo condujeron a un anexo de la casona elegante por la calle del Descanso, un carruaje de finos destellos le introdujo y un joven pardillo —que por la edad concluyó aquello— le dio un vaso de fino vino para que perdonara la osadía de tremendo garrotazo, le dejó claro que nada tenía que ver con la cohorte de María Concepción hija del octavo Marqués y que había sido la manera de adentrarlo a esta nueva etapa de colocarlo dentro de esta nueva idea de conjunción, por orden del propio Marqués había sido iniciado en esta nueva escuadra de poder, llamada La Logia.
Fue introducido al salón de los principales que se vestían de extraños medios negros, que les llegaba hasta la rodilla, medias negras y lustrosas botas, una casaca con becas de color dorado y un mandil a media cintura, le hacían de saberse en un lugar secreto, cuidado y nada conocido.
Le fueron leídas sus andanzas, no solo las infantiles aquellas de destellos grados de alegría y albor, sino también sus penas, desencantos de vida, sus amoríos en la ciudad grande cuando universitario, sus encuentros en escritos con tesis apoyadas, bien custodiadas, se leyó que su vida amorosa la ha dejado a bien para una sola —la hija del Marqués Octavo— que se preguntaba la razón de tal invitación.
—¡Que tome asiento el iniciado! — se escuchó una voz de entre las sombras, las tenues luces apenas vislumbran la indumentaria, pero los rostros le son difíciles de distinguir, solo en penumbras distingue algunos barbados y otros rasos, se les mira concentrados en él.
—¿Acepta tal invitación? — le volvieron a preguntar, en la primera no había puesto atención.
—¡Pero que sus mercedes me permitan aceptar! ¿en qué?
—¿Lo hace o no lo hace?
—¡Que sea que sí acepto! —aletargado en una confusión que pronto tendría contestación.
Le colocaron una capa de peso grande, le propusieron tomara asiento en un lugar que ya tenía su nombre, le pusieron una charola de plata con vinos y algunas rodajas de pan recién horneado, un brazalete con un símbolo de dos manos atadas le dan el porte y cierre.
«… que de saberse estimado José María Diez Marina, que de suyo sea que sea invitado a formar parte de esta logia, que busca en la profundidad de su promesa, el resguardo a lo que se le observe y dicte, que sea suyo ya el camino de hacerse de la mano de la hija de nuestro gran Octavo Marqués que ha conseguido su estirpe logre el paso llano y sin pesadumbre en esa transición de lograr la insurgencia de los territorios hispanos, pero que de claro quede que de no lograr tener decendencia, que otorgue la vida a consagrar esta gran logia y a sus hijos les muestre este camino que perdura al paso de las décadas, que de fundadores los maestros franceses que construyeron aquellos edificios que no sucumbieron al desdén de la chusma…»
Continuará…