En la avenida Chapultepec, frente al mercado Juárez hay un jardín miserable. No tiene juegos infantiles, ni siquiera bancas para reposar. Es una isla mal aprovechada y peor cuidada en el océano de automóviles. Su único adorno es un busto de Garibaldi, el italiano.
Pero en un maravilloso acto fallido, cuando cayó la mano de gato del maquillaje urbano, un letrero de propaganda del gobierno cometió un error feliz: anunciaba la restauración del “Jardín Garibay”.
Ricardo, el gran prosista cuya velocidad, sonoridad, capacidad de convertir en frases bien hiladas la entonación de las palabras de sus personajes, no ha sido superada hasta ahora ni siquiera por sus imitadores, se habría reído y soltado su interjección favorita:
–“¡Leñe!”.
Hoy Ricardo Garibay, uno de los dos grandes escritores hidalguenses contemporáneos (la otra es Margarita Michelena), es materia de homenaje y recuerdo por su nunca alcanzado centenario. Esa efeméride no tiene ninguna importancia. Son ocasión para rellenar suplementos culturales.
Sin embargo, es un buen pretexto para hablar de Garibay, con quien viajé por África, me perdí en la casba de Argel; disfruté maravilloso caviar persa con garrafones de vodka; vi cuadros insólitos en San Petersburgo, conocí a las mujeres más hermosas del mundo en Acapulco y bebí todos los líquidos de la tarde en una casa cuernavacense plena de buganvilias. Gracias.
Pero sobre todo recibí generosos consejos, el prólogo, para uno de mis libros y el privilegio de su amistad y sus confidencias.
Hoy lo recuerdo no con mis palabras sino con las suyas. Este es un ejemplo de su genial literatura. Muy pocos han logrado esta maestría sobre algo tan sencillo.
“…Lloviznaba. A la vez salieron el toro y El Ranchero Aguilar y se contemplaron desde puntas opuestas del diámetro. Y así estuvieron largamente. Verde y oro El Ranchero iba a pasos lentos, el pecho de par en par, la mirada ciega hacia la altura, los brazos al hilo del cuerpo, la muleta arrastrándose. Cárdeno el toro ensayaba la embestida balanceándose entre pezuñazos. Lloviznaba con sol y se hizo un arco iris de tendido a tendido. Y el silencio era tan ancho que se oían los tlac tlac de las pezuñas y el sisear de la llovizna:
“Y bronco tambor bramido arrancó el toro astillando charcos, levantando estrías de arena negra. Devoraba el anillo de parte a parte. Corría hundiendo la feroz cabeza rizada hacia las manos, bajo la bárbara gritería de miles de hombres en pie porque el ruedo era sin límites y El Ranchero Aguilar sólo esperaba. Quieto. La cara enterrada en los hombros. Quieto. Quieto como desolado, coágulo de voluntad o desventura.
“Y el aguacero rompía de nuevo y borraba de sopetón el arco iris y campeaba un universo bramadero de locos súbitamente gris. Y el toro nunca llegaría, no llegaba, no llegaría. No había en el mundo macho que resistiera el huracán de rabia que trazaba aquella recta de toneladas y cuernos y patas y tensa cola de hierro y abruptos camposantos.
“Trompeterías de la tragedia. Sordo El Ranchero, hechizado, ya se alzaba, se lanzaba a los cielos desde la agonía roncamente el ooooleeeé, que despanzurraba la tarde y explotó como gloria o desesperación, cuando ese matador, simplemente príncipe, dejó caer los brazos o rindió la muleta dulcemente y como trastazo, y un airón de toro lo bañó de arena y agua y fue aquello una cruz o saeta resplandeciente, o trazo de una estrella o parpadeo de eternidad dichosa o abrir y cerrarse de un planeta verde y oro y rojo y negro y blanco disparado a lo hondo de una O colosal.
Y giró lentísimo El Ranchero, revolviéndose el demonio en cuatro o cinco metros, y El Ranchero lo recibió embarrando en el lodo la muleta y el hermosísimo animal ahí avanzaba durmiéndose milímetro a milímetro…”
Otro habría dicho, lo recibió de largo.