La ciencia nos dice que las abejas no están diseñadas para volar. Su cuerpo es pesado, sus alas demasiado pequeñas. La aerodinámica, dicen, que no les favorece.
Pero lo bueno es que la abeja no sabe de ciencia, ni de aerodinámica. Simplemente vuela.
Y los niños, siempre los niños, vuelven a elevarse por los aires sin saber que, según nuestras historias, no deberían hacerlo. En esas categorías menores donde al parecer todavía se juega con ilusión, nuevamente nos recordaron que el fútbol no es cuestión de fe ciega, sino de precisión: colocarse, anticipar, ejecutar… y sentir; porque la emoción no está reñida con la táctica: cuando ambas se encuentran, el fútbol vuela.
Ayer ganaron un partido de los que la selección mayor no sabe ganar, porque aún no han aprendido de miedo, de resignación o de esa costumbre tan mexicana de pensar que siempre nos falta algo.
Qué bueno que, igual que la abeja que ignora la ciencia, ellos ignoran los complejos.
No saben de estadísticas ni de miedos heredados. Y quizá por eso, ganan.
Fue un partido redondo. Desde la portería, segura cuando fue requerida; una defensa seria, tanto por aire como por tierra, labrando minuto a minuto el cimiento de un triunfo que se fue construyendo con oficio de veterano. En la media y la delantera, el timing justo para lanzar esos latigazos llenos de calidad.
Y allí apareció Mora, el menor de todos, el distinto, el que baila en un azulejo con el balón, el que da la sensación de haber jugado mil partidos más de los que marca su acta de nacimiento. Tiene casi todo; y hoy en día lo único que no tiene es INE… ni miedo.
Con un toque cambia el partido, y así lo hizo en el primer gol, recordándonos que hay jugadas que no se entrenan, se nacen.
En el segundo gol, cuando el juego se tensaba y los chilenos embestían como tormenta sobre las rocas, apareció la calma. Fimbres puso una pausa de adulto en un juego de niños, y con sutileza clavó el segundo. No fue solo un gol al marcador: fue un gol a la moral de todo Valparaíso.
El resto vino como consecuencia natural de la inercia, de la picardía juvenil mexicana, taconazos sorpresivos, efectividad en el área, hambre de ir por más. Y así, estos chicos volvieron a hacernos sonreír, como otras generaciones de jóvenes, como cada vez que creemos que ya no hay nada nuevo bajo el sol… y ellos nos devuelven la fe en el juego. Me he emocionado más con esta selección de niños que con la mayor en los últimos años. Y estoy seguro de que no soy el único.
Un grupo que ya suma muchos minutos en primera división, y eso se nota.
¿En qué momento se rompe ese desarrollo? ¿Cómo es que nos caen generaciones talentosas? Tal vez cuando el dinero y los intereses comienzan a meter la pierna más fuerte que el rival. Pero por ahora, quedémonos con sus reacciones puras, con sus celebraciones casi infantiles y con la buena gestión del técnico.
Ayer, en Valparaíso, esa ciudad tan literaria, tan de Isabel Allende y su Hija de la fortuna, hubo un pequeño terremoto de 4.1 grados que dejo silencio en las gradas, causado por once niños mexicanos que no saben de ciencia, ni de miedo, ni de derrotas heredadas.
La ciencia sigue sin entender cómo vuelan las abejas.
Nosotros, sin entender cómo se nos caen las generaciones.
Pero ellos, sin saber de ciencia ni de derrotas heredadas, siguen volando.
Y con cada vuelo, nos recuerdan cómo era creer.







