Hoy por la tarde en el Club de Industriales de esta ciudad será presentado el libro de memorias y semblanza de Ramón Aguirre, editado por Guernica con textos suyos, de José Narro Robles; Luis Felipe Ybarra y este redactor. Con autorización superior, me reproduzco el arranque del retrato escrito con el cual colaboré.
“Lisa, larga y blanca la barda oculta un pequeño jardín donde ha quedado cautivo el cadáver de una enhiesta palmera cuyo penacho verde se mecía orgulloso bajo el cielo de Coyoacán. La acera está cubierta de hojas secas. En la esquina un comerciante rústico ofrece hamacas de hilo multicolor. Llegó a las siete de la mañana; no ha vendido nada. La casa guarda enormes silencios.
“Dentro, un corredor pequeño de muros cubiertos de cuadros lleva a salón magnífico con una mesa de juego con patas adaptadas para colocar los vasos, como en las cantinas de los pueblos abajeños y dejar la cubierta entera para deslizar las piezas del dominó. Hacen falta las fichas y el bullicio de algunas noches antiguas de reuniones perdidas. A los lados hay sillones de piel y una gran cantidad de esculturas de bronce en cuya conversación se mezclan Morelos, la estatua ecuestre de Carlos IV, Miguel Hidalgo y un encierro taurino. En otra esquina Silverio Pérez le pega un sublime trincherazo a “Tanguito”.
“Hay óleos, retratos, diplomas, títulos, cartas, nombramientos, una pantalla de televisión y en torno de todo esto, en un segundo piso, un corredor perimetral, como balcón sobre la sala, es una biblioteca surtida entre la política, el derecho y las ciencias de la administración.
“En uno de esos sillones, como si mirara su pasado a través del ventanal del jardín, con la palmera muerta, está Ramón Aguirre Velásquez, un hombre a quien en los Estados Unidos describirían, como hecho por sí mismo; autoconstruido desde la vida simple hasta las alturas mayores del poder; gobernador de una de las capitales más grandes del mundo, la gran ciudad de México; precandidato a la presidencia de la república mexicana; candidato triunfante de las elecciones en su estado natal, Guanajuato; sobreviviente del terremoto mayúsculo cuyo sacudimiento fue como si el demonio jalara el mantel de una mesa cubierta de copas y vasos y platos y echara al suelo cientos de edificios y matara a miles de personas.
–¿Qué haces, Ramón?, le pregunta un recién llegado.
–Recuerdo, dice sin mayor sorpresa, sin molestia por la interrupción.
–¿Y para qué recuerdas, y sobre todo, qué recuerdas, Ramón?
“Y como en aquellos versos de Machado, en cuya profundidad se explican los murmullos de la memoria (converso con el hombre que siempre va conmigo), Ramón Aguirre –los mismos ojos vivos de la juventud, la misma agilidad en la palabra–, desdobla el pergamino de sus recuerdos y se va en una larga conversación consigo sin prisa, sin fobias, sin censura, sin autocomplacencia; mira pasar los vagones de su vida como quien observa el ferrocarril del Bajío, ese cuyos años infantiles vieron por San Felipe Torresmochas, pueblo tan pequeño que hasta la iglesia estaba sin acabar, chimuela de sus campanarios, pero eso fue hace muchos años.
“Ahí viene el tren de la nostalgia, la dicha de hallar las piezas dispersas en el tiempo y reunirlas y juntarlas y ver de nuevo a los amigos, a los amores y desamores, a la vida pública, a la vida privada y las canciones y la música y el mezcal de Santa Rosa y la sangre de los toros y los convoyes del Metro de la ciudad y el Teatro Juárez, donde se hizo en parte la campaña para el gobierno de Guanajuato y la noche cuando fue forzado a una renuncia cuyos efectos le abrieron la puerta de la presidencia de la República, años más tarde a Vicente Fox.
“Todo eso pasa por la pantalla de la nostalgia. Todo eso se concentra en una frase que estalla como un sol amarillo:
–Recuerdo que he tenido una buena vida, una vida feliz”.