No quisiera esta columna ser irrespetuosa ante los dichos de un hombre de Dios o por lo menos de iglesia, líbreme el creador de tan pagana actitud, pero he leído y releído las opiniones del señor sacerdote Alejandro Solalinde sobre los rasgos de santidad de nuestro Señor Presidente, y ante ellas he quedado inconforme y pasmado por la cortedad de su percepción.
Quiera el señor, bondadoso en su infinita sabiduría, perdonar mis expresiones, líbreme de algún pecado de vanidad, engreimiento o soberbia, pues ¿quien soy yo ante tan elevada dignidad como la del sacerdote Solalinde? quien además de su bonhomía (ya hubiera querido el mínimo y dulce Francisco de Asís), cuenta en su andar terrenal con la luz de la elocuencia oportunista y una inmensa sabiduría política, porque no se trata de estar solamente en las casas parroquiales o seminarios en constante estudio de la palabra divina, sino de llevar el Evangelio a los pobres, emigrantes, trashumantes, desterrados y desheredados humildes y necesitados como él ha hecho de tan noble y desinteresada manera, como el recientemente desaparecido Desmond Tutú, ejemplo de la iglesia compasiva, justiciera y liberadora?
Pues no soy nada. Ni nadie.
Bueno, a fin de cuentas –dice el catolicismo– yo también soy hijo de Dios y también por mí murió Cristo en la cruz. Ya eso de ser uno de los hijos más defectuosos, es asunto aparte, pero me he alejado del tema.
El presbítero Solalinde advierte rasgos de santidad en el presidente de México a quién Muñoz Ledo vió transfigurarse en cristiandad laica, ¿se acuerdan? especialmente por su amor a los pobres.
Esos, bajo cuyo lema “por el bien de todos, primero los pobres”, se reunieron treinta millones de votos en las elecciones pasadas. Y no todos los sufragios eran de menesterosos. También había personas acomodadas. Y otros de sacerdotes; ministros del culto Metodista, Anglicanos, Adventistas, Mormones y hasta ateos, descreídos y agnósticos. De todo hubo en la urna del señor.
Pero mi desacuerdo no es por la santidad, es porque esta condición requiere pasar por el canon, no nada más por la percepción de los agradecidos.
Para ser santo se debe cruzar el umbral de un proceso complejo y largo. No cualquiera es nombrado “santo súbito”. Ni Juan Pablo IIº, quien además de su condición papal tuvo otros méritos notables fuera de la Iglesia o Escrivá de Balaguer de cuya obra divina todos conocemos en ese habilidoso mundo llamado “Opus Dei”.
El único santo mexicano cuya canonización no requirió mayores trámites, fue el enmascarado de plata.
No, de ninguna manera es tan sencillo.
Vea usted, Juan Diego, por ejemplo, el sencillo indígena de estas tierras a quien la virgen de Guadalupe escogió para revelarle su sobrenatural presencia en el cerro del Tepeyac, quizá por ser el más pequeño de sus hijos, esperó casi 500 años para elevarse a los altares y en ese lapso, casi nadie le advertía “rasgos de santidad”, como ahora el ojo experto de Solalinde aprecia en el autor de la Constitución Moral.
No cualquiera; ¿eh?, no cualquiera.
Y si Juan Diego esperó medio milenio, tres años de gobierno me parecen muy pocos para advertir en Don Andrés Manuel dichos signos de santidad.
¿Qué tan profundos son esos rasgos? ¿Serán suficientes para convencer a los ceñudos hagiógrafos del Vaticano para dictaminar favorablemente los milagros producidos cuando lleguen las evidencias a la Congregación de las Causas de los Santos, ( Angelo Amato), si alguien propone la elevación a los altares (o de menos la beatificación como paso previo) de nuestro jefe del Ejecutivo?
Según la entrevista de “ El Universal”, “… El defensor de migrantes aclaró que la santidad es “la imitación del amor de Dios” y que el presidente López Obrador sigue como esas de que “los últimos serán los primeros”.
Pues ya podemos desechar a Tomás de Kempis y su “Imitación de Cristo”.