“Que abandone toda esperanza quien entre aquí”, Es la inscripción de Dante en La Divina Comedia en la entrada del infierno, de la misma forma los ciudadanos abandonemos toda esperanza de que los políticos manifiesten la verdad sobre su estado de salud. David Owen, un médico inglés que además se desenvolvió en los altos círculos del gobierno, escribió un libro: “En el poder y en la enfermedad”, afirma que el mayor problema es que los dictadores ocultan sus enfermedades hasta de sí mismos. Le preguntaban a Kennedy sobre los terribles padecimientos que sufría: “¿Qué tal sus dolores de espalda?”. Kennedy respondía: “¿Mis dolores? Todo depende del tiempo”. Pero aclaraba para quien creía que tenía una relación con la meteorología. “¿Mis dolores? Todos dependen si estamos en tiempo político o no político”.
En la esencia de la cuestión hay un desgarramiento, por un lado están los hombres de poder enfermos del virus de la omnipotencia y la megalomanía, que con otros nombres son la soberbia y el narcisismo; del otro lado de la barandilla está la necesidad de gobernar de acuerdo con lo que afirmaba Bismark: “La política es el arte de los posible”. Que significa armonizar los delirios de grandeza, con humildad, con las limitaciones personales propias del gobernante y de toda la circunstancia histórica.
Los ciudadanos debemos estar atentos cuando al gobernante le están ganando en su acción pública su sentimiento de omnipotencia e infalibilidad. Existe un síntoma muy claro de esta enfermedad: hay un exceso de confianza en sus diagnósticos y propuestas de solución, al mismo tiempo un desprecio y burla dirigidos a quienes no coinciden con sus puntos de vista. Si al desacuerdo se agrega la crítica la reacción es terrible, Plutarco, después de analizar a los líderes romanos resentidos llegaba a esta conclusión; “El hombre es la más cruel de todas las bestias cuando las pasiones personales se unen al poder”.
Hay un momento que el autócrata pierde sus posibilidades de engañar, en el aislamiento toma conciencia de que ni lo sabe todo ni es dueño de todo el poder, que tiene que dialogar con especialistas, con otras fuerzas y hasta negociar. Si se niega reconocer su fracaso puede optar por varias reacciones: tratar de convencer que es una víctima de los malandros de la sociedad; que no es responsable ni él ni sus huestes ante la opinión sino ante el tribunal de la historia que les acabará dando la razón. La peor de las reacciones, impotente para gobernar, decide defender a capa y espada a los cómplices de la banda de funcionarios; desobedecer las leyes y destruir instituciones.
El problema de que gobierne un autócrata se agudiza si se pierde la capacidad de escándalo de la sociedad ante los testimonios claros de la enfermedad. Envilecida por las dádivas, asediada por propagandas contradictorias, se paraliza. Es todo un drama para los países cuando la sociedad no observa con claridad una fuerza opositora capaz de sustituir la locura y de hacer algo mejor.
Seguimos con el tema en la próxima entrega.