Cuando un país no tiene ley es un país salvaje. Manda el más fuerte.
Cuando tiene ley, pero desde el poder las normas se atropellan por la soberbia del soberano; no republicano, ese es un país bárbaro. Tanto como el salvaje. O más, porque en el primer caso puede haber inocencia, incultura o incivilidad. Atraso, pues.
Pero en el segundo caso: el poder legal contra la ley el asunto es más grave. Hay intencionalidad, hay desprecio por la ley y las instituciones. Hay mendacidad y contumacia.
Todo se hizo –escribo a las ocho de la noche sobre el debate en la Cámara de Diputados –, con el disfraz de una reforma judicial de cuya sinceridad muy pocos quedaron convencidos.
A estas alturas, cuando todo el conflicto se agrupa en la llamada “Ley Zaldívar”, con su insolente rostro de inconstitucionalidad, sucede como en la metáfora de Marco Antonio Montes de Oca, “las cariátides se arrodillan y el templo se derrumba.
¿Cual templo? El del respeto republicano a la ley, la Constitución y las Instituciones de los Tres Poderes de la Unión.
Lo único necesario en una República es esto: la legalidad, la separación de poderes, la defensa de la Constitución no sólo por quienes juraron públicamente cumplir con ella, sino también por el tribunal cuya función es interpretar, aplicar y defender la legalidad extrema de la función pública. Conducir, a la larga, la respetabilidad nacional.
Pero hoy todos han traicionado a la Constitución o quizá no. Quizá tampoco a la democracia. Sólo se traiciona una idea cuando antes se creyó firmemente en ella.
Habrían traicionado algo, si en verdad alguna vez hubieran sido constitucionalistas o demócratas. No cuando hipócritamente invocaban esos conceptos para su defensa y beneficio. Para hacerse mártires, víctimas plañideras.
Lo visible en estos días ha sido esto; han exhibido una simulación de toda la vida para esgrimir la legalidad sólo cuando ésta ha sido una herramienta hábilmente manejada en el insaciable apetito del poder.
Cuando en estos tiempos se hace algo con pretexto del combate a la corrupción, o la austeridad, la legalidad; la podredumbre del pasado, basta y sobra para desconfiar del predicador y ponerle
enfrente el espejo de la ley para conocer la verdadera naturaleza de sus dichos estrellados contra sus hechos.
La prueba de la legalidad no ha sido superada por este movimiento, lo cual es grave, pero no tanto como la indiferencia de quienes lo permitieron e hicieron como si no hubieran advertido el “transitorio” de Troya.
Lo permitieron los senadores de Morena y los despistados cuya aprobación en lo general, hizo posible colar el transitorio infame para ampliar un periodo constitucional, por encima de la Constitución; lo auspiciaron los diputados de la Comisión de Justicia, a pesar de lo apretado de la votación casi empatada; lo admitió una asamblea ovejuna y dócil preocupada por su bienestar inmediato sin tomar en cuenta la gravedad de sus decisiones.
Además, el atropello constitucional contó con el silencio de la Corte. Ni uno sólo de los ministros, escudados todos en la supuesta discreción de un caso cuyo litigio quizá termine en sus manos, tuvo el valor de opinar sobre el caso. Ni siquiera por la manera como se les excluye si se extiende la presidencia del ministro favorito de la Corte. No la Suprema, sino la corte palaciega de los lambiscones. Zaldívar no es un hombre de la Corte; es un cortesano.
Ni siquiera las previsoras palabras de Muñoz Ledo los hicieron despertar de la molicie de sus conveniencias:
“…Hay una descalificación a los ministros. Están declarando que ningún miembro de la Corte tiene la competencia, que no tiene la posibilidad de ocupar la Presidencia y la realidad es otra, lo que quieren es un Presidente a modo…”
Por eso,, hablar con el directamente involucrado y solicitarle una postura institucional, jurídica, decente, por encima de sus abundantes conveniencias de connivencia con el Poder Ejecutivo y sus abogados, resulta una fumarola verde.
Ayer Lorena Villavicencio, diputada de Morena, fue una voz importante entre las pocas exhibiciones de sensatez. Solitaria, pero no equivocada. Así lo relata una crónica:
“…leyó (LV) los artículos de la Constitución que hablan del periodo del presidente de la Corte y de los consejeros de la Judicatura y les recordó a los diputados que juraron respetarla y hacerla valer.
“…Me parece clarísimo que un transitorio de una ley secundaria no puede pasar por encima de la Constitución. El hecho de hacerlo tiene el mensaje que lesiona seriamente al Estado derecho ¿qué van a decir los mexicanos cuando escuchen que la Cámara Diputados, no sólo el Senado, que la Cámara tuvo la posibilidad de rectificar y aprobó el transitorio? El mensaje es que no importa la Constitución y que los fines justifican los principios, el respeto a la Constitución, en un país donde hay niveles graves de impunidad.
“Respeto al presidente de la Corte, pero no podemos en esta Legislatura hacer trajes a la medida, las leyes son obligatorias, generales, abstractas e impersonales, de lo que se trata es de fortalecer a las instituciones, ese es el mandato que tenemos…”
Pero a Morena no le importan ni la Constitución ni el Congreso (sólo para engullirlo), ni el Poder Judicial (sólo como un tribunal a modo). En el sol de este rey no puede haber jamás un eclipse. Ha expropiado las órbitas de todos los demás cuerpos celestes.
Nada le importa excepto su ley y sus instituciones. Morena surgió al amparo rabioso de un grito furibundo:
“Al diablo sus instituciones.”
La ambición presidencial prolongada, como este ensayo sugiere, también nació con otro grito:
–A mi que me den por muerto. Una y otra vez.
Todas las reformas emprendidas en este gobierno tienen un carácter político; no jurídico.
Y se podrá decir así ha sido siempre, así es en el mundo, pero antes y ahora los cambios se han logrado sin atropellar ni romper el marco jurídico cuyo respeto permitió el ascenso de un gobierno, sea cual haya sido su orientación política.
A eso se le llama institucionalidad.
Lo contrario es el personalismo monárquico. Y hacia allá vamos.
–¿Cuál ha sido la finalidad de estos cambios en la Fiscalía, en la Suprema Corte de Justicia, en el sistema judicial, en la judicatura, por no hablar de los hidrocarburos y otras modificaciones
constitucionales?
Por una parte, alimentar la voracidad insaciable del poder presidencial y por la otra, atizar la hoguera del resentimiento cuyo resplandor sirve de propaganda al promotor de los cambios. Es una espiral, una serpiente devorando su propia cola.
Cuando las reformas se hacen para consolidar un poder personal sin disimulo ni recato, y no para mejorar aquello cuya operación se aduce, los procedimientos jurídicos se tuercen, la facultad legislativa se pervierte y la solidez del caudillismo se asienta sobre los restos de las instituciones trituradas con el concurso de cuatro o cinco falsarios.
Ayer, fecha importante en el calendario político de la Cuarta Transformación, el avance las instituciones nacionales fue atropellado por un mamut caprichoso.