Todo comenzó con una relación un tanto ríspida entre el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador y la presidenta de la Suprema Corte Norma Piña que sin plegarse nunca al autócrata defendió en todo momento la independencia del poder judicial. Viene a mi memoria aquel episodio que tuvo lugar en el teatro de la República el 5 de febrero en la conmemoración del aniversario de la constitución de 1917. Entra el presidente, sube al pódium; toda la concurrencia se pone de pie, pero la dra. Norma Piña permanece sentada. El ponerse de pie es una señal de reverencia a la que ella se rehúsa, por un motivo simple: en una república impera el canon de la división de poderes y, por ende, no hay jerarquía entre ellos.
Tal vez ese no fue el detonante de lo que ya tenía en mente AMLO: una radical forma al poder judicial consistente en la elección de los jueces por mandato popular. Se trata entonces de una decisión populista análoga a la de otros países como Venezuela y Cuba donde, por cierto, el procedimiento fracasó. ¿Cuál fue la razón? La corrupción que permea en el poder. De tal suerte que dejar en manos del pueblo garantizaría la purificación de la vida nacional en lo referente a la impartición de justicia. ¿Le hemos de dar el beneficio de la duda? ¿El pueblo, o mejor, la ciudadanía estará interesada en asumir tal encomienda? Me abruma la complejidad del asunto. ¿Cómo resolverá ese enredo la presidenta Claudia Sheinbaum? Ciertamente, no es, para ella, un amable legado.